John Boyne - La casa del propósito especial

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Mientras acompaña a su esposa Zoya, que agoniza en un hospital de Londres, Georgi Danilovich Yáchmenev rememora la vida que han compartido durante sesenta y cinco años, una vida marcada por un gran secreto que nunca ha salido a la luz. Los recuerdos se agolpan en una sucesión de imágenes imborrables, a partir de aquel lejano día en que Georgi abandonó su mísero pueblo natal para formar parte de la guardia personal de Alexis Romanov, el único hijo varón del zar Nicolás II. Así, la fastuosa vida en el Palacio de Invierno, las intimidades de la familia imperial, los hechos que precedieron a la revolución bolchevique y, finalmente, la reclusión y posterior ejecución de los Romanov se entremezclan con el durísimo exilio en París y Londres en una hermosa historia de un amor improbable, al mismo tiempo un apasionante relato histórico y una conmovedora tragedia íntima. Con un dominio absoluto del ritmo y el suspense, John Boyne mantiene vivo el interés hasta las últimas páginas, en las que un inesperado desenlace dejará, una vez más, una profunda huella en los lectores.

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La mayor parte de mi vida -de mi vida adulta, quiero decir- ha transcurrido entre los apacibles muros de la biblioteca del Museo Británico. Empecé allí como empleado en el verano de 1923, poco después de que Zoya y yo llegásemos a Londres, muertos de frío, temerosos, seguros de que aún podían descubrirnos. Yo tenía veinticuatro años e ignoraba que un empleo pudiera resultar tan pacífico. Habían pasado cinco años desde que me despojara de los símbolos de mi vida anterior -uniformes, armas, bombas, explosiones-, pero ellos seguían grabados en mi memoria. Ahora todo eran suaves trajes de algodón, archivadores y erudición, un cambio bienvenido.

Y antes de Londres, por supuesto, estuvo París, donde desarrollé el interés por los libros y la literatura que viera sus inicios en la Biblioteca Azul, una curiosidad que confiaba retomar en Inglaterra. Para mi eterna buena fortuna, reparé en un anuncio del Times; se precisaba un bibliotecario subalterno en el Museo Británico, donde me presenté ese mismo día con el sombrero en la mano y fui conducido de inmediato ante un tal Arthur Trevors, mi probable nuevo jefe.

Me acuerdo con exactitud de la fecha: 12 de agosto. Acababa de ir a la catedral de la Dormición y Todos los Santos, donde había encendido una vela por un viejo amigo, un gesto anual de respeto para conmemorar su cumpleaños. «Lo haré mientras viva», le había prometido muchos años atrás. De algún modo se me antojó apropiado que mi nueva vida diera comienzo el mismo día que había empezado su breve vida.

– ¿Sabe desde cuándo existe la Biblioteca Británica, señor Yáchmenev? -me preguntó Trevors, mirándome por encima de las gafas de media luna que llevaba inútilmente encaramadas en la nariz. No tuvo que esforzarse para articular mi nombre, cosa que me impresionó, visto que muchos ingleses parecían convertir en virtud la incapacidad de pronunciarlo-. Desde mil setecientos cincuenta y tres -dijo, sin darme oportunidad de responder-. Cuando sir Hans Sloan legó su colección de libros y curiosidades a la nación; y de ese modo se creó el museo. ¿Qué opina de eso?

No se me ocurrió otra cosa que no fuera alabar a sir Hans por su filantropía y su sentido común, una respuesta que Trevors aprobó con satisfacción.

– Tiene toda la razón, señor Yáchmenev -asintió con energía-. Era un hombre excelente. Mi bisabuelo jugaba con él al bridge con regularidad. Por supuesto, nuestra dificultad actual tiene que ver con el espacio. Verá, resulta que nos estamos quedando sin sitio. Se editan demasiados libros, he ahí el problema. La mayor parte están escritos por imbéciles, ateos o sodomitas, pero, que Dios nos ayude, estamos obligados a albergarlos a todos. No tendrá usted tratos con esa facción, ¿verdad, señor Yáchmenev?

– No, señor -me apresuré a responder.

– Me alegra oírlo. Confiamos en trasladar algún día la biblioteca a su propia sede, por supuesto, y eso contribuirá sobremanera a mejorar las cosas. Pero todo depende del Parlamento. Verá, resulta que controlan todo nuestro dinero. Y ya sabe cómo son esos tipos. Corruptos hasta la médula, hasta el último de ellos. Ese Baldwin es tremendamente bueno, pero aparte de él… -Hizo un gesto de tener náuseas.

En el silencio que siguió, no se me ocurrió otra cosa para recomendarme que hablar de mi admiración por el museo, donde solamente había estado media hora antes de la entrevista, y la asombrosa colección de tesoros que albergaba entre sus paredes.

– Señor Yáchmenev, usted ya ha trabajado antes en un museo, ¿no es así? -me preguntó Trevors.

Yo negué con la cabeza. Pareció sorprendido y se quitó las gafas para proseguir con el interrogatorio.

– Pensaba que quizá habría trabajado en el Hermitage. En San Petersburgo.

No hacía falta que puntualizara la ubicación del museo; yo lo conocía muy bien. Por un instante lamenté no haber mentido, pues era improbable que buscaran pruebas de mi empleo allí y cualquier intento de conseguir referencias llevaría años, si es que llegaban a hacerlo.

– Nunca he trabajado allí, señor -contesté-. Pero, por supuesto, estoy muy familiarizado con él. He pasado cientos de horas de felicidad en el Hermitage. La colección bizantina es particularmente impresionante. Así como la numismática.

Trevors consideró mis palabras, tamborileando con los dedos en un lado del escritorio, antes de decidir que mi respuesta le satisfacía. Reclinándose en la silla, aguzó la mirada y respiró por la nariz con la vista fija en mí.

– Dígame, señor Yáchmenev -arrastró las palabras como si su dicción le resultara dolorosa-, ¿cuánto tiempo lleva en Inglaterra?

– No mucho -contesté con sinceridad-. Unas semanas.

– ¿Y vino directamente desde Rusia?

– No, señor. Mi esposa y yo pasamos varios años en Francia antes de…

– ¿Su esposa? ¿Es un hombre casado, entonces? -quiso saber, aparentemente complacido.

– Sí, señor.

– ¿Cómo se llama ella?

– Zoya. Es un nombre ruso, claro. Significa «vida».

– ¿De veras? -musitó, mirándome como si mi afirmación hubiese sido presuntuosa-. Qué encantador. ¿Y cómo se ganaba usted la vida en Francia?

– Trabajaba en una librería parisina. De tamaño medio, pero con una clientela leal. No había días de inactividad.

– ¿Y le gustaba el trabajo?

– Muchísimo.

– ¿Por qué?

– Era muy tranquilo. Aunque siempre estuviera ocupado, la serenidad del ambiente me resultaba de lo más agradable.

– Bueno, aquí las cosas también funcionan así -comentó alegremente-. Todo es agradable y tranquilo, pero hay un montón de trabajo. Y antes de Francia, supongo que viajó usted por Europa, ¿no?

– En realidad no, señor -admití-. Antes de Francia, fue Rusia.

– ¿Huía usted de la Revolución?

– Nos fuimos en mil novecientos dieciocho. Un año después de que estallara.

– El nuevo régimen no era de su agrado, supongo.

– No, señor.

– Y bien que hicieron. -Esbozó una pequeña mueca de desagrado al pensar en ello-. Malditos bolcheviques. El zar era primo del rey Jorge, ¿lo sabía?

– Sí, lo sabía, señor.

– Y su esposa, la señora zar, era nieta de la reina Victoria.

– La zarina -puntualicé, corrigiendo con cautela su irreverencia.

– Sí, claro. Sinceramente, lo de los bolcheviques es una maldita insolencia. Habría que hacer algo al respecto, antes de que diseminen sus sucios métodos por toda Europa. Usted sabrá que ese Lenin venía a estudiar aquí, a la biblioteca…

– No, no lo sabía. -Enarqué una ceja, sorprendido.

– Oh, sí, le aseguro que es cierto -declaró, captando mi escepticismo-. En algún momento de mil novecientos uno o mil novecientos dos, me parece. Mucho antes de que yo llegara aquí. Me lo contó mi predecesor. Dijo que Lenin solía llegar por la mañana sobre las nueve y se quedaba hasta la hora de comer, cuando esa esposa suya se lo llevaba a rastras a editar su periodicucho revolucionario. Trataba constantemente de meter a escondidas termos con café, pero estábamos ojo avizor. Casi consiguió que le prohibiéramos el acceso. Sólo con eso se ve qué clase de hombre era. No será usted bolchevique, ¿verdad, señor Yáchmenev? -preguntó de pronto, inclinándose para mirarme con fijeza.

– No, señor. -Moví negativamente la cabeza con la vista fija en el suelo, incapaz de aguantar su penetrante mirada. Me sorprendió la opulencia del suelo de mármol; pensaba que había dejado atrás todo ese esplendor-. No, desde luego que no soy bolchevique.

– ¿Qué es, entonces? ¿Leninista? ¿Trotskista? ¿Zarista?

– Nada, señor. -Alcé de nuevo la vista, con expresión decidida-. No soy nada en absoluto. Sólo un hombre recién llegado a su magnífico país en busca de un empleo honrado. No tengo filiaciones políticas ni las quiero. No deseo otra cosa que proporcionarle una vida decente a mi familia.

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