Peter Tremayne - La Serpiente Sutil

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Un suceso espantoso convulsiona por completo la vida aparentemente tranquila de la comunidad religiosa de la abadía de El Salmón de los Tres Pozos: el cadáver decapitado de una joven, con señales de haber sido sometida a un culto demoníaco, es descubierto muy cerca del convento.
Sor Fidelma de Kildare llega dispuesta a resolver un caso de asesinato ritual, pero pronto se da cuenta de que en ese lugar santo todo es oscuro como los pozos que le dan nombre: ¿qué negros pensamientos y pasiones ocultas habitan la menta de la abadesa Draigen?, ¿qué tenebroso pasado parece haber marcado el triste carácter de la conserje Brónach?, ¿qué secretas ambiciones persiguen los nobles que se reúnen en la cercana fortaleza de Dún Boí?, ¿dónde está la tripulación del barco galo que aparece de repente y a la deriva en las aguas de la bahía?
El odio llena todos los rincones de El Salmón de los Tres Pozos en el año del Señor de 666, y sor Fidelma ha decidido saber por qué.

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Fidelma, a pesar de su preocupación, no era totalmente ajena a la serena belleza de la cala, que se encontraba rodeada por un bosque de robles que cubría las crestas de los alrededores y estaba ribeteado por diversos árboles de hoja perenne. Incluso aunque estaba preocupada por lo que le habría sucedido al hermano Eadulf, percibió una sensación de tranquilidad. Debía de ser espectacular en verano, con las flores multicolores y todos los árboles reventando en diferentes tonos de verde. Detrás de la cala se elevaban las montañas, con sus picos desnudos cubiertos de nieve y sus laderas salpicadas de rocas de granito. Un arroyo corría presuroso a desembocar en la cala en un punto en que se elevaba, sobre un cabo, una pequeña fortaleza circular. Al mirar aquellas aguas cristalinas y brillantes, Fidelma se estremeció al pensar lo frías que debían de estar.

– Ésa es la fortaleza de Adnár, el bó-aire de este distrito -dijo Ross señalando con el pulgar hacia la fortaleza.

Un bó-aire era literalmente un «jefe de vacas», un jefe local sin tierra cuya riqueza se medía por el número de vacas que poseía. En zonas pobres, el «jefe de vacas» ejercía de magistrado local y debía obediencia a los jefes superiores. A ese jefe superior, el bó-aire le pagaba un tributo por su posición y su rango.

Fidelma se esforzó en pensar de nuevo en la tarea que la había llevado hasta allí.

– ¿La fortaleza de Adnár? -repitió con un tono interrogativo, para asegurarse de que había entendido bien el nombre.

– Sí. Se llama Dún Boí, la fortaleza de la diosa vaca.

– ¿Dónde está la comunidad religiosa? -preguntó Fidelma-. La abadía de El Salmón de los Tres Pozos.

Ross le señaló otro pequeño cabo al otro lado del riachuelo, justamente frente a la fortaleza de Adnár.

– Se eleva entre esos árboles, en aquella cresta. Allí se ve la torre de los edificios de la abadía. También se puede ver un pequeño muelle que lleva a una plataforma rocosa, donde quizá podáis ver el pozo principal de la abadía.

Fidelma siguió con la mirada donde le señalaba el capitán. Percibió movimiento en el muelle.

– ¡Capitán! -llamó en voz baja el timonel a Ross-. Capitán, se aproximan unos botes; uno procedente de la fortaleza y el otro de la abadía.

Ross se giró para comprobarlo, y gritó a su tripulación que empezara a enrollar las velas del Foracha antes de soltar el ancla. Se giró para indicar a Odar, que iba en el barco galo, que también soltara el ancla para que los barcos no colisionaran. Se oyó el crujir de las velas al ser arriadas, el chapoteo de las anclas al golpear contra las aguas y el grito de las aves marinas sorprendidas por aquellos inesperados sonidos agudos. Luego… silencio.

Fidelma se quedó quieta un rato, percibiendo el repentino silencio en la cala resguardada. Sintió la belleza del lugar con los azules, verdes, marrones y grises de las montañas alzándose detrás, y el cielo que creaba un azul claro sobre las aguas que la rodeaban, reverberando y reluciendo bajo la primera luz del atardecer; daba la impresión de que era un espejo, tan quieta y clara era su superficie. Rodeando el extremo de la cala había un cinturón verde grisáceo de algas marinas abandonadas por las mareas, de rocas blancas y grises y de árboles que bordeaban las lomas; sus distintos verdes y marrones quedaban matizados aquí y allá por estallidos de zuzones y de flores blancas. También había madroños. El silencio era tal que el más leve sonido parecía un ruido… como el aleteo perezoso de las alas de una garza gris que daba vueltas alrededor de los barcos con su cuello largo y sinuoso arqueado, y luego giraba con indolencia y despreocupación en el cielo y continuaba por la costa en busca de un lugar donde pescar con mayor tranquilidad. O el rítmico chapoteo de los remos de los barcos que se acercaban por las aguas quietas.

La joven suspiró profundamente. Aquella paz era una capa, un disfraz de la realidad. Había cosas que hacer.

– Voy a regresar a bordo del mercante y llevar a cabo un registro más minucioso, Ross -anunció al capitán.

Ross le echó una mirada con ojos ansiosos.

– Yo esperaría un poco, hermana -le sugirió.

Fidelma frunció el ceño, preocupada.

– No entiendo…

Ross le señaló con la cabeza en dirección a las dos naves que se acercaban.

– Dudo que vengan a visitarme a mí, hermana.

Fidelma parpadeó, pues seguía sin entender.

– En una barca va el bó-aire de la fortaleza y en la otra la abadesa Draigen.

Fidelma arqueó las cejas y se fijó mejor en los ocupantes de las barcas que se aproximaban. En uno de los botes remaban dos religiosas y una tercera iba sentada y bien erguida en la popa. Parecía una mujer alta, bella de rostro, incluso más alta que la misma Fidelma, e iba abrigada con un hábito de piel de zorro. En la otra barca, procedente de la fortaleza, remaban dos guerreros fornidos y en la popa iba sentado un hombre alto, de cabello negro, envuelto en una capa de piel de tejón, y con la cadena de plata que indicaba su rango colgada. Iba echando miradas inquietas hacia la otra barca y, ladrando unas órdenes que se oían incluso desde esa distancia, azuzaba a sus hombres para que se esforzaran, como si quisiera llegar el primero al barc de Ross.

– Parece que hagan una carrera -observó Fidelma secamente.

La voz de Ross no denotaba humor.

– Yo creo que hacen una carrera, a decir verdad, para llegar hasta vos primero. Sea cual sea el propósito, no creo que haya una gran amistad entre ellos -replicó el capitán.

Fue la barca de la abadía la que llegó primero junto al barc, y la hermosa religiosa subió con sorprendente agilidad y alcanzó la cubierta, justo cuando llegó el segundo bote y el hombre alto, con su mata de pelo negro, saltó sobre la cubierta tras ella.

La mujer, que Ross había identificado como la abadesa de la comunidad, era alta y de espaldas erguidas. Llevaba la capa echada hacia atrás y dejaba ver sus sencillos hábitos. La artesanía dorada de su crucifijo mostraba que realmente no había renunciado a las riquezas con un voto de pobreza y obediencia, pues estaba primorosamente trabajado y tenía incrustadas piedras semipreciosas. Su cara era autocrática, con labios rojos y pómulos elevados. Debía de tener unos treinta y tantos años, y en su rostro se mezclaba extrañamente la belleza con una expresión tosca. Tenía los ojos negros que brillaban con un fuego oculto, que era claramente de ira cuando miraba por encima del hombro hacia el hombre de barba negra que se apresuraba tras ella.

Enseguida reconoció a Ross. Era evidente que lo conocía. Fidelma sabía que Ross solía comerciar por la costa de Muman y obviamente habría hecho algún negocio con aquella comunidad religiosa.

– Ah, Ross. Reconocí vuestro barco en cuanto entró en la cala -dijo con voz poco calurosa-. Confío en que hayáis venido directamente por orden del abad Brocc de Ros Ailithir. Espero que me hayáis traído al brehon que pedí.

Antes de que Ross pudiera contestar, el jefe alto y de cabellos negros se acercó a ella, jadeando ligeramente por el esfuerzo. Debía de tener unos cuarenta años; un hombre apuesto, de facciones agradables, cuyos ojos tenían una sorprendente similitud con los brillantes ojos negros de la abadesa. Fidelma se dio cuenta de que esbozaba una agradable, aunque inquieta sonrisa al acercarse a Ross.

– ¿Dónde está el brehon ?¿Dónde está, Ross? Tengo que verlo primero.

La abadesa se giró rápidamente hacia su inoportuno compañero con una mirada de animosidad desenfrenada.

– No tenéis autoridad aquí, Adnár -soltó la abadesa, lo que confirmaba lo dicho por Ross: Adnár era el jefe local.

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