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Peter Tremayne: La Serpiente Sutil

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Peter Tremayne La Serpiente Sutil

La Serpiente Sutil: краткое содержание, описание и аннотация

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Un suceso espantoso convulsiona por completo la vida aparentemente tranquila de la comunidad religiosa de la abadía de El Salmón de los Tres Pozos: el cadáver decapitado de una joven, con señales de haber sido sometida a un culto demoníaco, es descubierto muy cerca del convento. Sor Fidelma de Kildare llega dispuesta a resolver un caso de asesinato ritual, pero pronto se da cuenta de que en ese lugar santo todo es oscuro como los pozos que le dan nombre: ¿qué negros pensamientos y pasiones ocultas habitan la menta de la abadesa Draigen?, ¿qué tenebroso pasado parece haber marcado el triste carácter de la conserje Brónach?, ¿qué secretas ambiciones persiguen los nobles que se reúnen en la cercana fortaleza de Dún Boí?, ¿dónde está la tripulación del barco galo que aparece de repente y a la deriva en las aguas de la bahía? El odio llena todos los rincones de El Salmón de los Tres Pozos en el año del Señor de 666, y sor Fidelma ha decidido saber por qué.

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Fidelma miró pensativa hacia arriba durante un rato, caminó hacia la base de la jarcia y oteó en dirección a la gavia enrollada. Entonces, cuando se iba a girar, descubrió algo más. Una huella de sangre reseca; era claramente la marca de la palma de una mano sobre la barandilla. Se quedó mirándola pensativa; quienquiera que hubiera dejado esa huella se había agarrado a la baranda desde la parte exterior. Suspiró levemente y se metió el trozo de lino en el marsupium, el bolsón que siempre llevaba colgado del cinturón.

– Acompañadme al camarote del capitán -pidió Fidelma al ver que no había nada más de interés en las cubiertas.

Ross se encaminó al camarote principal, que estaba bajo la cubierta de popa. De hecho, allí había dos camarotes. Ambos estaban ordenados. Las literas estaban bien arregladas y, en uno de los camarotes, unos platos y copas estaban dispuestos sobre la mesa, ligeramente desordenados. Ross, al ver que ella se fijaba en eso, explicó que se debían de haber movido con el errático balanceo del barco, sin timonel y a merced del viento.

– Resulta extraordinario que todavía no haya chocado contra las rocas -añadió el capitán-. Sabe Dios cuánto tiempo lleva surcando el mar sin una mano que lo gobierne. Y está con todo el velamen desplegado, así que un viento fuerte lo hubiera hecho zozobrar fácilmente sin nadie que pudiera arrizar las velas.

Fidelma apretó los labios un momento, con expresión pensativa.

– Es como si la tripulación hubiera simplemente desaparecido -añadió Ross-. Como si se hubiera desvanecido como por arte de magia…

Fidelma arqueó las cejas con cinismo.

– Esas cosas no pasan en la vida real, Ross. Hay una explicación lógica para todo. Mostradme el resto del barco.

Ross salió primero del camarote.

Bajo las cubiertas, el acre olor a sal de la brisa marina se convertía en un aire más opresivo, producido por los años de convivencia de los hombres en un lugar cerrado. El espacio entre las cubiertas era tan estrecho que Fidelma tuvo que agacharse para no darse un golpe en la cabeza con las vigas de madera. La peste intensa a sudor, el olor agridulce de la orina, que no había eliminado ni siquiera el fregoteo con agua de mar, impregnaba la zona donde la tripulación había estado encerrada cuando no tenía tareas que realizar en las cubiertas. Lo único que se podía decir era que allí abajo hacía más calor que arriba, en las cubiertas azotadas por los vientos.

Sin embargo, el alojamiento de la tripulación estaba bastante ordenado, aunque no tanto como los camarotes que habrían usado los oficiales del barco. Es más, no había señal alguna de desorden ni de una marcha apresurada. Los pertrechos estaban colocados con meticulosidad.

Al salir del alojamiento de la tripulación, Ross se dirigió a la bodega principal del barco. Fidelma percibió otro olor; un estímulo olfativo diferente al olor viciado y amargo del camarote de la tripulación. Fidelma se detuvo, frunció el ceño, intentando localizar el perfume que invadía sus fosas nasales. Una mezcla de varias especies, pensó, pero dominaba otra cosa. Un aroma de vino pasado. Echó una mirada a su alrededor en la penumbra de la bodega. Parecía que estuviera vacía.

Ross estaba manipulando una yesca y un pedernal y consiguió que saltara una chispa con la que encender una lámpara de aceite para poder ver mejor el interior. Dejó ir una leve exhalación.

– Como he dicho, el barco navegaba muy alto, lo que lo hacía doblemente difícil de manejar con este tiempo. Yo ya esperaba que encontraríamos la bodega vacía.

– ¿Cómo es que no llevaba carga? -preguntó Fidelma mientras miraba alrededor.

Ross estaba claramente asombrado.

– No tengo ni idea, hermana.

– ¿Habéis dicho que este mercante es galo, no?

El marino asintió con la cabeza.

– ¿Puede ser que el barco saliera de la Galia sin ninguna carga?

– Ah -dijo Ross, entendiendo enseguida lo que quería decir-. No, habría tenido carga al salir. Y además, habría recogido otra en un puerto irlandés para el viaje de vuelta.

– ¿Así que no tenemos ni idea de cuándo lo abandonó la tripulación? Debía de ir de camino a Irlanda o de regreso a la Galia. ¿Y podría ser que el cargamento hubiera sido retirado cuando la tripulación lo abandonó?

Ross se rascó la nariz reflexionando.

– Las preguntas son buenas, pero no tenemos respuestas.

Fidelma dio unos pasos hacia el interior de la bodega vacía y empezó a examinarla en la penumbra.

– ¿Qué lleva normalmente un barco de este tipo?

– Vino, especias y otras cosas que no se consiguen fácilmente en nuestro país, hermana. Veis, eso son estantes para los barriles de vino, pero están todos vacíos.

Fidelma miró hacia donde señalaba el capitán. Junto a los estantes vacíos había algunos desperdicios, trozos de madera rota y, apartada a un lado, una rueda de carreta de hierro, con uno de los radios rotos. Había algo más que hizo que frunciera levemente el ceño. Era un gran cilindro de madera alrededor del cual había un hilo grueso y basto bien atado. El cilindro medía dos pies de largo y unas seis pulgadas de diámetro. Fidelma se agachó, tocó el hilo y abrió bien los ojos. Era como una madeja de intestino de animal.

– ¿Qué es esto, Ross? -preguntó.

El marino se inclinó, lo examinó y se encogió de hombros.

– No tengo ni idea. No tiene ninguna utilidad a bordo. Y no es para sujetar nada. La madeja es demasiado flexible, si se tensara se estiraría.

Fidelma, que seguía arrodillada, estaba distraída con otra cosa que había visto. Estaba examinando unos trozos de arcilla rojiza que estaban en la cubierta de madera de la bodega.

– ¿Qué es eso, hermana? -preguntó Ross mientras se adelantaba y levantaba la lámpara.

Fidelma recogió algunos trozos con los dedos y se los quedó mirando.

– Nada, supongo. Tan sólo arcilla rojiza. Me imagino que la trajeron en los pies los que llenaron la bodega. Pero parece que hay mucha en este lugar.

Fidelma se levantó y atravesó la zona de carga vacía hasta una escotilla que estaba en la parte de proa. De repente se detuvo y se giró hacia Ross.

– ¿No hay manera de que nadie se esconda bajo esta cubierta, no? -preguntó señalando el suelo.

Ross hizo una mueca irónica bajo la penumbra.

– No, a menos que fuera una rata de agua, hermana. Aquí abajo sólo está la sentina.

– A pesar de todo, creo que estaría bien que se registraran todos los rincones de este barco.

– Me ocuparé de que así sea -admitió Ross, aceptando sin rechistar la autoridad de la joven.

– Dadme la lámpara y yo continuaré.

Fidelma le cogió la lámpara de las manos y atravesó la escotilla hasta la zona de proa del barco mientras Ross le lanzaba una mirada nerviosa, pues él creía en todas las supersticiones de los marinos. Llamó a un hombre de su tripulación.

Fidelma, sosteniendo la lámpara delante de ella, encontró un pequeño tramo de escaleras junto al que estaba guardada el ancla del barco. En la parte superior de las escaleras había otros dos camarotes, ambos vacíos. También estaban en orden. Fue entonces cuando Fidelma se dio cuenta de lo que faltaba. Todo estaba ordenado; demasiado ordenado pues no había ninguna señal de objetos personales como los que hubieran pertenecido al capitán, a su tripulación o a cualquier persona que tuviera un pasaje en ese barco. No había ni ropa ni utensilios para afeitarse, nada, salvo un barco impecable.

Se giró, ascendió por una escalera de toldilla hasta la cubierta en busca de Ross. Mientras su mano se deslizaba por la barandilla lisa, sintió un cambio de textura en la palma de la mano. Antes de poder investigarla, oyó que alguien cruzaba la cubierta llamándola. Siguió subiendo hasta salir a la luz del día.

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