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Peter Tremayne: La Serpiente Sutil

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Peter Tremayne La Serpiente Sutil

La Serpiente Sutil: краткое содержание, описание и аннотация

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Un suceso espantoso convulsiona por completo la vida aparentemente tranquila de la comunidad religiosa de la abadía de El Salmón de los Tres Pozos: el cadáver decapitado de una joven, con señales de haber sido sometida a un culto demoníaco, es descubierto muy cerca del convento. Sor Fidelma de Kildare llega dispuesta a resolver un caso de asesinato ritual, pero pronto se da cuenta de que en ese lugar santo todo es oscuro como los pozos que le dan nombre: ¿qué negros pensamientos y pasiones ocultas habitan la menta de la abadesa Draigen?, ¿qué tenebroso pasado parece haber marcado el triste carácter de la conserje Brónach?, ¿qué secretas ambiciones persiguen los nobles que se reúnen en la cercana fortaleza de Dún Boí?, ¿dónde está la tripulación del barco galo que aparece de repente y a la deriva en las aguas de la bahía? El odio llena todos los rincones de El Salmón de los Tres Pozos en el año del Señor de 666, y sor Fidelma ha decidido saber por qué.

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Ross estaba situado cerca de la entrada de la escalera de toldilla con rostro taciturno. Vio a Fidelma en el extremo superior de la escalera y avanzó hacia ella.

– Nada en la sentina, hermana, salvo ratas y porquería, como cabía esperar. Ningún cuerpo, eso seguro -informó en tono grave-. Vivo o muerto.

Fidelma se estaba mirando la palma de la mano. Estaba manchada con una sustancia ligeramente marrón. Enseguida se dio cuenta de lo que era. Le enseñó la palma a Ross.

– Sangre seca. Derramada no hace mucho. Es la segunda mancha de sangre en este barco. Venid conmigo -dijo Fidelma mientras descendía por las escaleras hacia los camarotes con Ross pegada a ella-. ¿Tal vez deberíamos buscar un cuerpo en los camarotes de abajo?

Se detuvo en la escalera y levantó la lámpara. La sangre ciertamente había manchado la barandilla y había más sangre seca en los escalones y salpicaduras en las paredes laterales. Era más vieja que la sangre que había en el trozo de lino y en la baranda del barco.

– No hay rastro de sangre en la cubierta -observó Ross-. Quienquiera que estuviera herido tiene que haberse hecho daño en estas escaleras y luego descender.

Fidelma frunció los labios pensativa.

– O bien fue herido abajo y subió hasta aquí, donde se encontró con alguien que le vendó la herida o evitó que la sangre cayera sobre la cubierta. Veamos hasta dónde nos lleva el rastro.

Al pie de la escalera de toldilla, Fidelma se agachó y examinó el suelo a la luz de la linterna. De repente entornó los ojos y contuvo una exclamación.

– Aquí abajo hay más rastro de sangre seca.

– No me gusta esto, hermana -murmuró Ross mientras lanzaba una mirada de ansiedad a su alrededor-. ¿Tal vez algo malvado ronda este barco?

Fidelma se enderezó.

– El único mal que hay aquí, si lo hay, es humano -le reprendió la joven.

– Alguien humano no podría hacer desaparecer toda una tripulación y el cargamento del barco -protestó Ross.

Fidelma sonrió levemente.

– Seguro que sí. Y no se ha hecho un trabajo perfecto, puesto que han dejado manchas de sangre que nos indican, sin duda, que lo ha hecho algún hombre. Los espíritus, malignos o de otra clase, no tienen necesidad de derramar sangre cuando quieren destruir a la humanidad.

Fidelma se giró, todavía sosteniendo en alto la lámpara, para examinar los dos camarotes situados al pie de la escalera de toldilla.

O la persona herida -pues ella suponía que aquella sangre pertenecía a alguien malherido- había sido apuñalada con un cuchillo o un instrumento cortante al pie de la escalera de toldilla o en uno de los camarotes. Entró en el primero; Ross iba detrás desganado.

Fidelma se detuvo en el umbral y se quedó mirando alrededor intentando encontrar alguna pista de aquel misterio.

– ¡Capitán!

Uno de los hombres de Ross descendió hasta donde estaban ellos.

– Capitán, me envía Odar para deciros que se está volviendo a levantar viento y la marea nos arrastra hacia las rocas.

Ross abrió la boca para soltar una maldición pero, al echar una mirada a Fidelma, se limitó a dejar ir un gruñido.

– Muy bien. Tended un cabo en la proa de este barco y decidle a Odar que se quede en el timón. Lo voy a remolcar hasta que se pueda anclar en lugar seguro.

El hombre desapareció y Ross se giró hacia Fidelma.

– Es mejor que volvamos al barc, hermana. No va a ser fácil conducir este barco hasta la costa. Será más seguro si os quedáis en el mío.

Fidelma lo siguió con renuencia; pero entonces percibió algo que no había visto anteriormente. La puerta abierta del camarote se lo había ocultado cuando ella había entrado. Ahora, al girarse para irse, vio que algo inusual colgaba de un gancho detrás de la puerta. Inusual porque era una tiag liubhair, una saca de cuero para libros. A Fidelma le sorprendió ver tal objeto en el camarote de un barco. Los irlandeses no guardaban los libros en estantes, sino en sacas colgadas de ganchos o perchas por las paredes de las bibliotecas; cada saca o mochila contenía uno o más tomos manuscritos. Y tales sacas también se utilizaban para llevar los libros de un lugar a otro. Un misionero siempre necesitaba tener a mano los Evangelios, los libros de los oficios u otros, y estas mochilas también estaban diseñadas para transportarlos. La tiag liubhair que colgaba tras la puerta del camarote era de las que normalmente se colgaban al hombro con una correa.

Fidelma no se daba cuenta de que Ross se había detenido impaciente al pie de la escalera de toldilla.

La joven descolgó la saca y buscó en el interior. Había un pequeño tomo de vitela.

De repente el corazón se le aceleró, se le secó la boca y se quedó inmóvil. La sangre latía en sus sienes. Por unos momentos pensó que se iba a desmayar. El tomo era pequeño, un manuscrito cuyas hojas de pergamino estaban encuadernadas con una gruesa piel de ternero y repujadas con hermosos dibujos geométricos circulares. Fidelma reconoció que se trataba de un misal, incluso antes de mirar la página del título. También sabía lo que había escrito en aquella página.

Hacía entonces más de doce meses que Fidelma había tenido en sus manos ese libro por última vez. Hacía más de doce meses, una cálida noche de verano en Roma, en el jardín perfumado del palacio de Letrán, había tenido aquel librito en sus manos. Había sido la noche anterior a su partida de Roma para regresar a Irlanda. Le había entregado aquel libro a su amigo y compañero de aventura, el hermano Eadulf de Seaxmund's Ham, de la tierra sajona de South Folk. El hermano Eadulf, que la había ayudado a resolver el misterio del asesinato de la abadesa Etain en Whitby y posteriormente el asesinato de Wighard, el arzobispo de Canterbury, en Roma.

El libro que ahora tenía en sus manos, en ese barco misterioso y abandonado, había sido el regalo de despedida que ella había entregado a su mejor amigo y compañero. Un regalo que había significado mucho para ellos en aquella emocionada despedida.

Fidelma sintió que el camarote empezaba a balancearse y giraba en redondo. Intentó detener la marea de pensamientos que le venían a la mente, racionalizar el imponente terror que le aprisionaba los pulmones. Se tambaleó vertiginosamente hacia atrás y se desplomó de repente sobre la litera.

Capítulo III

– ¡Sor Fidelma! ¿Cómo os encontráis?

El rostro ansioso de Ross contemplaba fijamente y bien de cerca el de Fidelma cuando ésta abrió los ojos. La joven parpadeó. En realidad no se había desvanecido… Volvió a parpadear y se reprendió en silencio por haber dado muestras de debilidad. Sin embargo, el impacto había sido muy real. ¿Qué hacía aquel libro, su regalo de despedida al hermano Eadulf en Roma, en el camarote de un mercante galo en la costa de Muman? Sabía que Eadulf no se desprendería de él con facilidad. Por tanto, él mismo había estado en aquel camarote. Había sido un pasajero de aquel barco mercante.

– ¡Sor Fidelma!

La voz de Ross se elevó con agitación.

– Lo siento -respondió Fidelma lentamente, y con cautela se fue levantando. Ross se inclinó para ayudarla.

– ¿Os habéis mareado? -preguntó el marino.

Ella negó con la cabeza. Volvió a reprenderse duramente por haber mostrado sus emociones. ¿Pero no sería seguramente mayor traición negar aquel sentimiento? Había querido negarse sus emociones desde que había dejado a Eadulf en el muelle de Roma. Él había tenido que quedarse en Roma como tutor de Teodoro de Tarso, el recién nombrado arzobispo de Canterbury, y ella había tenido que regresar a su país.

Sin embargo, el año que había transcurrido había estado lleno de recuerdos de Eadulf de Seaxmund's Ham y de sentimientos de soledad, nostalgia y añoranza. Estaba en casa. Estaba en su propio país, entre sus gentes otra vez. Sin embargo, echaba de menos a Eadulf. Echaba en falta sus discusiones, la manera que tenía ella de tomarle el pelo respecto a sus diferentes opiniones y filosofías; la forma que tenía él, siempre bondadosa, de morder el anzuelo. Sus discrepancias estaban candentes, pero no había enemistad entre ellos.

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