Una religiosa alta se encontraba en la cubierta de popa junto a Odar, el timonel, mirándolo con el ceño fruncido en señal de desaprobación. Era una mujer joven, alta pero bien proporcionada, algo que no conseguía ocultar ni lo sombrío de su vestimenta ni la capa de lana ribeteada con piel de castor que la envolvía. Unos rebeldes mechones de cabello pelirrojo le salían del tocado, y se agitaban con la brisa marina. Los rasgos de su rostro de piel pálida eran atractivos y sus ojos brillantes, pero resultaba difícil discernir si eran azules o verdes, tanto cambiaba su color como consecuencia de la emoción.
Ross gesticuló señalando hacia el otro barco como para disculparse.
– Siento haberos ofendido, sor Fidelma -murmuró-. Pero ese barco casi hace que nos hundamos.
Ross sabía que su pasajera no era simplemente una religiosa, sino que era la hermana de Colgú, rey de Muman. Era, como él sabía por una experiencia del pasado, una dálaigh, abogada de los tribunales de los cinco reinos de Éireann, y tenía el grado de anruth, tan solo un nivel por debajo de la más alta calificación que podían otorgar las universidades y colegios eclesiásticos.
– No me habéis ofendido, Ross -replicó Fidelma con una sonrisita-. Sin embargo, vuestras maldiciones podrían haber ofendido a Dios. Yo creo que maldecir es una pérdida de energía, cuando se podría hacer algo más positivo.
Ross asintió con desgana. Siempre se sentía incómodo con las mujeres. Por eso había elegido vivir en el mar. Había probado el matrimonio una vez, pero había acabado mal, pues la mujer lo había abandonado y él había tenido que cuidar de su hija. Incluso ésta, que ahora tendría la edad de Fidelma, no había hecho que se sintiera mejor en su trato con el sexo opuesto. Además, esta joven, de comportamiento tranquilo y autoritario, lo cohibía y a veces le hacía sentir como un niño cuya conducta se ve constantemente juzgada. Lo peor, se dio cuenta, era que la religiosa tenía razón. Maldecir al capitán desconocido no ayudaba en nada.
– ¿A qué se debe esto? -insistió Fidelma.
Ross se lo explicó rápidamente, haciendo gestos hacia donde estaba el gran barco, inmóvil ahora que los vientos eran contrarios.
Fidelma observó el barco con curiosidad.
– No parece que haya señal de movimiento a bordo, Ross -señaló-. ¿Lo habéis saludado?
– Así es -contestó Ross-, pero no recibimos respuesta.
De hecho, el mismo Ross acababa de llegar a la conclusión de que cualquiera hubiera visto su barc o hubiera devuelto el saludo. Se giró hacia Odar.
– A ver si nos podéis poner de costado -gruñó.
El timonel asintió con la cabeza e hizo girar lentamente la proa, rezando para que los vientos continuaran moderados hasta que se alcanzara la posición. Odar era un hombre taciturno, cuya destreza era bien conocida en las costas de Muman. Al cabo de un rato los dos cascos chocaron y los hombres de Ross agarraron las cuerdas que colgaban de los laterales.
Sor Fidelma se apoyó en la barandilla del Foracha, apartada y mirando fijamente el gran barco con desapasionado interés.
– Un barco mercante galo, por el corte -dijo a Ross-. ¿La gavia no está mal sujeta?
Ross le lanzó un mirada de aprobación con desgana. Ya había dejado de sorprenderse por los conocimientos que mostraba la joven abogada. Ésta era la segunda vez que viajaba con él y ya estaba acostumbrado a su amplia instrucción, impropia de su edad.
– Sí, sin duda es galo -admitió él-. Las pesadas maderas y el aparejo son característicos de los puertos de Morbihan. Y tenéis razón; esa gavia no está bien sujeta.
Miró al cielo con ansiedad.
– Perdonadme, hermana. Hemos de subir a bordo y ver qué es lo que pasa antes de que vuelva a levantarse viento.
Fidelma hizo un gesto de conformidad con la mano.
Ross dijo a Odar que le dejara el timón a otro miembro de la tripulación y lo acompañara con un par de sus hombres. Se descolgaron fácilmente por el lateral, treparon por las cuerdas y desaparecieron arriba, sobre la cubierta. Fidelma se quedó esperando en la cubierta del barc. Pudo oír sus gritos sobre la cubierta del barco grande. Luego vio que la tripulación de Ross se apresuraba a subir a la jarcia del buque, para arriar las velas por si el viento volvía a levantarse. Ross no tardó en aparecer en un lado del barco, tomó impulso y cayó como un gato sobre la cubierta del Foracha. Fidelma se dio cuenta de que su rostro reflejaba sorpresa.
– ¿Qué pasa, Ross? -inquirió ella-. ¿Hay alguna enfermedad a bordo?
Ross avanzó hacia ella. ¿Al igual que su expresión de perplejidad, se daba cuenta ella del terrible miedo que escondían sus ojos?
– Hermana, ¿os importaría venir al barco galo? Tenéis que examinarlo.
Fidelma frunció el ceño ligeramente.
– Yo no soy marinero, Ross. ¿Por qué habría de examinarlo yo? ¿Hay alguna enfermedad a bordo? -repitió la joven.
– No, hermana -respondió Ross dudando un momento. Parecía muy incómodo-. De hecho… no hay nadie a bordo.
Fidelma parpadeó; era la única forma de expresar su sorpresa. Siguió a Ross en silencio hasta el costado del barco.
– Dejadme que suba primero, hermana, y luego os podré ayudar tirando de esta cuerda.
Señaló una cuerda en la que hizo un lazo mientras iba hablando.
– Poned simplemente el pie en el lazo y agarraos cuando yo lo diga.
Se giró y trepó por la cuerda hasta la cubierta del mercante. Subieron a Fidelma con facilidad. Desde luego, no había nadie en la cubierta del barco aparte de Ross y los hombres que habían sujetado las velas. Uno de ellos estaba en la caña del timón para mantener el barco bajo control. Fidelma miró alrededor con curiosidad; las cubiertas estaban vacías pero bien restregadas y en orden.
– ¿Estáis seguro de que no hay nadie a bordo? -preguntó la joven mostrando una cierta incredulidad en la voz.
Ross sacudió la cabeza.
– Mis hombres han mirado por todas partes, hermana. ¿Qué explicación tiene este misterio?
– Yo no tengo la información suficiente para hacer siquiera una conjetura, amigo mío -contestó Fidelma, mientras seguía examinando el aspecto limpio y ordenado del barco. Incluso las cuerdas parecían cuidadosamente enrolladas.
– ¿Hay algo fuera de sitio? ¿Alguna señal de que se haya tenido que abandonar a la fuerza?
Ross volvió a sacudir la cabeza.
– Hay una barquita todavía sujeta en medio del barco -indicó el capitán-. En cuanto la vi, me di cuenta de que el barco navegaba bien sobre las aguas, no hay peligro de que naufrague. No está agujereado, por lo que yo veo. No, no hay señal alguna de que fuera abandonado por miedo a un naufragio. Y todas las velas estaban bien, aparte de la gavia. Así que ¿qué le pasó a la tripulación?
– ¿Qué me decís de esa gavia? -preguntó Fidelma-. Estaba mal sujeta y puede haberse rasgado a causa del fuerte viento.
– Pero no es motivo para abandonar el barco -replicó Ross.
Fidelma miró hacia arriba, al mástil, donde ya se había colocado la gavia. Frunció el ceño y llamó a Odar, que se había ocupado del velamen.
– ¿Qué es ese trozo de tela de arriba, allí en el aparejo, veinte pies por encima de nosotros? -preguntó ella.
Odar echó una rápida mirada a Ross antes de contestar.
– No sé, hermana. ¿Queréis que vaya a buscarlo?
Ross le dio la orden.
– Subid, Odar.
El hombre trepó por el aparejo con gran facilidad y en un momento se encontraba de nuevo abajo con un trozo de tela rasgada.
– Estaba cogido a un clavo del mástil, hermana -dijo el hombre.
Fidelma vio que se trataba simplemente de un trozo de lino. Un jirón de tela que podía ser de una camisa. Lo que le interesó fue que una parte estaba manchada de sangre y que era relativamente reciente, pues no estaba totalmente seca ni era marrón, sino que aún conservaba algo de su color distintivo.
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