Peter Tremayne - La Serpiente Sutil

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Un suceso espantoso convulsiona por completo la vida aparentemente tranquila de la comunidad religiosa de la abadía de El Salmón de los Tres Pozos: el cadáver decapitado de una joven, con señales de haber sido sometida a un culto demoníaco, es descubierto muy cerca del convento.
Sor Fidelma de Kildare llega dispuesta a resolver un caso de asesinato ritual, pero pronto se da cuenta de que en ese lugar santo todo es oscuro como los pozos que le dan nombre: ¿qué negros pensamientos y pasiones ocultas habitan la menta de la abadesa Draigen?, ¿qué tenebroso pasado parece haber marcado el triste carácter de la conserje Brónach?, ¿qué secretas ambiciones persiguen los nobles que se reúnen en la cercana fortaleza de Dún Boí?, ¿dónde está la tripulación del barco galo que aparece de repente y a la deriva en las aguas de la bahía?
El odio llena todos los rincones de El Salmón de los Tres Pozos en el año del Señor de 666, y sor Fidelma ha decidido saber por qué.

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El gong acababa de dar la hora del mediodía, momento en que sor Brónach tenía la obligación de sacar agua del pozo y llevarla a los aposentos de la abadesa Draigen. Después de las oraciones y la comida de mediodía, a la abadesa le gustaba bañarse con agua caliente. Por tanto, en lugar de asistir a los servicios con el resto de las hermanas, Brónach se retiraba para sacar el agua.

Con las manos cruzadas bajo su hábito, sor Brónach avanzó rápido, mientras sus sandalias de cuero golpeaban las piedras de granito del pasillo que iba hasta la antigua capilla de madera, la duirthech, o casa de roble, como se llamaba a tales iglesias, hasta adentrarse en el patio principal alrededor del cual se levantaban las habitaciones de la comunidad. Aquella mañana había neviscado, pero la nieve ya se había fundido y había dejado el empedrado del patio resbaladizo. Ella lo atravesó con seguridad, pasando delante del reloj de sol de bronce situado en el centro y montado sobre una peana de pizarra pulida.

Aunque el día era frío y ventoso, el cielo era de un azul translúcido, con un sol pálido colgado arriba en medio de unas volutas de nubes desparramadas. Pero aquí y allá, en el horizonte, flotaban unas nubes bajas y plomizas llenas de nieve, y Brónach sentía el aire frío en los extremos de sus orejas. Se ajustó el tocado a la cabeza.

En el extremo del patio de la abadía había una alta cruz de granito, que conmemoraba la fundación. Brónach atravesó una pequeña abertura que había detrás de la cruz y que daba a una diminuta superficie rocosa con vistas a la cala abrigada sobre la cual se alzaba la fundación religiosa. Sobre aquella tarima natural y rocosa, que estaba a tan sólo diez pies por encima de la cala, y surgiendo de una abertura en el agreste terreno, santa Necht había encontrado un manantial. Había bendecido el pozo, cosa por otro lado necesaria, pues ciertas historias contaban que anteriormente había sido un lugar sagrado de los druidas que también extraían agua de ese lugar.

Sor Brónach caminó lentamente hacia la boca del pozo, que estaba protegida por un pequeño muro de piedras. Sobre éste, los miembros de la comunidad habían construido un mecanismo para bajar un cubo hasta el interior de las aguas oscuras, ya entonces muy por debajo del nivel del suelo, y que luego subían mediante una manivela que enroscaba una cuerda. Sor Brónach recordaba la época en que hacían falta dos o tres hermanas para extraer agua del pozo. En cambio, después de que se instalara el mecanismo, incluso una hermana anciana podía hacerlo sin gran dificultad.

Sor Brónach se detuvo un momento en silencio junto a la boca del pozo y observó el paisaje que tenía a su alrededor. Era una hora extrañamente tranquila del día: un momento de silencio inexplicable en que los pájaros no cantaban, ninguna criatura se movía y se sentía como una suspensión de la vida, un sentimiento de cierta expectación; algo así como la espera de que sucediera algo, como si de repente la naturaleza decidiera recobrar el aliento. Los vientos helados habían amainado, y ni siquiera se oían entre las altas cimas de granito que se alzaban detrás de la abadía. Las ovejas seguían vagando por el terreno duro y pedregoso como cantos rodados blancos en movimiento, mientras que algunas vacas negras y nervudas roían la hierba corta. Sor Brónach percibió que en las hondonadas de las colinas había unas sombras, azules y místicas, producidas por las nubes que flotaban.

No era la primera vez que sor Brónach sentía sobrecogimiento ante lo que la rodeaba y en aquella misteriosa hora de expectante tranquilidad. Tenía la sensación de que el mundo estaba preparado y a la espera de oír el toque de los antiguos cuernos invocando la aparición de los viejos dioses de Irlanda y que éstos descenderían decididos de las montañas de picos nevados. Y los grandes cantos rodados de granito gris, esparcidos por las laderas de la montaña como hombres tendidos boca abajo bajo la luz cristalina, se convertirían de repente en los héroes guerreros de antaño; se levantarían y marcharían tras los dioses con sus lanzas y espadas y escudos, para exigir saber por qué la antigua fe y las antiguas costumbres habían sido abandonadas por los hijos de Éire, la diosa de la fertilidad, cuyo nombre había recibido esta tierra primitiva.

De repente, sor Brónach tragó saliva y echó una rápida mirada de culpabilidad a su alrededor, como si sus compañeras en Cristo pudieran oír sus pensamientos sacrílegos. Hizo una rápida genuflexión, como para absolverse del pecado de pensar en los antiguos dioses paganos. Sin embargo, no podía negar la sinceridad de aquel sentimiento. Su propia madre, que en paz descanse, se había negado a escuchar la palabra de Cristo y se había mantenido firme en sus creencias en los antiguos cultos. ¡Suanach! Hacía tiempo que no pensaba en su madre. Hubiera deseado no hacerlo, pues aquel pensamiento la hería como una hoja afilada en su memoria, aunque ya hacía veinte años de la muerte de Suanach. ¿Por qué le había sobrevenido el recuerdo? Ah, sí; pensaba en los antiguos dioses. Y éste era un momento en que, al parecer, los antiguos dioses y diosas hacían sentir su presencia. Ésta era la hora de la tristeza pagana, un eco amargo surgido de las mismas raíces de la conciencia de la gente; una añoranza de los tiempos pasados, un lamento por las generaciones perdidas de la gente de Éire.

A lo lejos, oyó el sonido del gong de la comunidad; otro único tañido, efectuado por la vigilante del reloj de agua.

Sor Brónach se sobresaltó, nerviosa.

Todo un pongc, la unidad de tiempo irlandesa equivalente a quince minutos, había pasado desde que se había oído el sonido de la hora para las oraciones de mediodía. El gong sonaba una vez para indicar el paso de cada pongc; luego cada hora se señalaba haciendo sonar el gong tantas veces como el número de la hora. Cada seis horas, el cadar, o cuarto de día, se indicaba con el número de tañidos apropiado. También era el momento en que se cambiaba la guardia, pues a ninguna se le permitía permanecer más de un cadar realizando tan pesada tarea.

Brónach apretó ligeramente los labios, al acordarse de cuánto le disgustaba a la abadesa Draigen la indolencia, y miró a su alrededor en busca del cubo. No estaba en el lugar acostumbrado. Fue entonces cuando se dio cuenta de que la cuerda ya estaba totalmente desenrollada en el interior del pozo. Frunció el ceño, preocupada. Alguien había cogido el cubo, lo había colocado en el gancho y lo había hecho descender dentro del pozo; pero entonces, por alguna oscura razón, no lo había vuelto a sacar y se había marchado sin sacarlo del fondo del pozo. Aquello era un olvido imperdonable.

Con un suspiro de irritación contenida, se inclinó sobre la manivela. Estaba helada al tacto, lo que le recordó la baja temperatura de aquel día de invierno. Con gran sorpresa vio que le resultaba difícil girar la manivela, como si tuviera atado un gran peso. Volvió a intentarlo empujando con todas sus fuerzas. Era como si la manivela estuviera bloqueada de alguna manera. Con mucha dificultad, empezó a hacer girar aquel mecanismo, enroscando la cuerda lentamente, muy lentamente, hacia arriba.

Hizo una pausa al cabo de un rato, y echó una mirada alrededor esperando encontrar cerca a alguna de sus compañeras para pedirle ayuda para subir el cubo. Ningún cubo de agua había pesado tanto como aquél. ¿Estaba enferma? ¿Tal vez estaba débil por algo? No; seguro que se encontraba bien y tan fuerte como siempre. Echó una mirada a las lejanas montañas y tiritó. El escalofrío no era de frío sino de un temor supersticioso. ¿La estaría castigando Dios por su reflexión herética respecto a la antigua religión?

Miró hacia arriba con ansiedad y luego volvió a inclinarse sobre su tarea murmurando una oración de contrición.

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