– ¡Sor Brónach!
Una joven y atractiva hermana avanzaba desde los edificios de la comunidad hacia el pozo.
Sor Brónach gruñó en su interior al reconocer a la dominante hermana Síomha, la rechtaire, la administradora de la comunidad y su superior inmediata. Desgraciadamente, el comportamiento de sor Síomha no encajaba con la inocencia de sus ojos bien abiertos y de sus rasgos agraciados. Síomha, con toda su juventud, tenía la bien fundada reputación en la comunidad de ser una verdadera tirana.
Sor Brónach volvió a hacer una pausa y apoyó todo su peso en la manivela para sujetarla. Respondió a la expresión de desaprobación de la recién llegada con un semblante afable. Sor Síomha se detuvo, la miró y sorbió por la nariz con un gesto reprobatorio.
– Os estáis retrasando en coger el agua para nuestra abadesa, sor Brónach -la reprendió la joven hermana-. Incluso me ha tenido que mandar a mí a buscaros y recordaros la hora que es. Tempori parendum.
Brónach no se inmutó.
– Me doy cuenta de la hora, hermana -respondió en voz baja. Que le dijesen que «uno ha de rendirse al tiempo» cuando su vida está continuamente gobernada por el sonido del gong del reloj de agua resultaba irritante incluso para su timorata personalidad. Ese comentario era el más rebelde que sor Brónach se atrevía a decir-. Sin embargo, tengo problemas para sacar el cubo. Parece que hay algo que lo atasca.
Sor Síomha volvió a sorber por la nariz como si creyera que sor Brónach estaba buscando una excusa para justificar su tardanza.
– Tonterías. Yo he usado el pozo antes esta mañana. El mecanismo iba bien. Es muy fácil subir el cubo.
Avanzó, y su lenguaje corporal hizo que la hermana mayor se hiciera a un lado sin que se tocaran. Sus manos delicadas pero fuertes agarraron la barra de la manivela y empujó. Una expresión de sorpresa atravesó por un momento su rostro al encontrarse con la obstrucción.
– Tenéis razón -admitió asombrada-. Tal vez las dos podamos moverla. Venid, empujad cuando yo lo diga.
Juntas pusieron toda su fuerza en la labor. Lentamente y con gran esfuerzo, empezaron a hacer girar la manivela, deteniéndose de vez en cuando para descansar un poco. De sus bocas surgían unas nubes de vaho, producidas por el esfuerzo, que desaparecían en el aire frío y cristalino. Los constructores del mecanismo habían puesto un freno para que cuando la cuerda estuviera totalmente arriba se pudiera bloquear y una persona sola pudiera descolgar el cubo del gancho, sin que el peso devolviera el balde al interior del pozo. Las dos hermanas se esforzaron y estiraron hasta que la cuerda alcanzó el punto más alto y sor Síomha puso el freno.
Al retroceder, sor Síomha percibió una curiosa expresión en el usualmente compungido y contenido rostro de su compañera. Nunca había visto una expresión de terror como la que mostraba sor Brónach mientras permanecía mirando hacia la boca del pozo. La única expresión que le conocía era sin duda la de obediencia fúnebre. Sor Síomha se giró lentamente preguntándose qué era lo que miraba Brónach con ese gesto de horror.
Lo que vio hizo que se llevara una mano a la boca, como para sofocar un grito de pánico.
Colgado de un tobillo y sujeto a la cuerda en lugar del cubo, había el cuerpo desnudo de una mujer. Todavía relucía su blancura tras salir de las aguas heladas del pozo. El cadáver pendía boca abajo, así que la parte superior del torso, la cabeza y los hombros no quedaban a la vista, sino ocultos en el interior de la boca del pozo. Pero resultaba obvio que era un muerto, dada la palidez de la carne de las partes del cuerpo que veían, una carne manchada de barro rojizo y pegajoso que no se había limpiado con el agua del pozo, y cubierta con numerosas heridas que parecían arañazos.
Sor Síomha hizo una lenta genuflexión.
– ¡Santo Dios! -murmuró. Entonces se acercó-. Rápido, sor Brónach, ayudadme a cortar la cuerda a esta pobre desgraciada.
Sor Síomha se dirigió hacia la boca del pozo, miró en su interior y echó las manos hacia delante para sacar el cuerpo del pozo. Luego, lanzó un grito agudo que no pudo reprimir y se apartó; su rostro parecía una máscara de horror.
Sor Brónach se acercó y miró con curiosidad en el interior del pozo. En la semipenumbra de éste vio que donde debía de estar la cabeza no había nada. El cuerpo había sido decapitado. Lo que quedaba del cuello y los hombros estaba manchado de sangre oscura.
Se apartó bruscamente y le vinieron unas arcadas; intentó contener las náuseas.
Al cabo de un rato, sor Brónach se dio cuenta de que Síomha estaba demasiado aturdida para tomar cualquier otra decisión. Brónach se avanzó, armándose de valor para controlar su repugnancia, e intentó estirar del cuerpo hacia el borde del pozo. Pero era un trabajo muy pesado para ella sola.
Echó una mirada rápida a sor Síomha.
– Tendréis que ayudarme, hermana. Si agarráis el cadáver, yo cortaré la cuerda que sostiene a la desgraciada -instruyó con suavidad.
Sor Síomha tragó saliva y trató de recomponerse, asintió con la cabeza brevemente y, a desgana, agarró el cuerpo frío y mojado por la cintura. Cuando aquella carne helada y exánime entró en contacto con la suya no pudo evitar expresar su repugnancia.
Sor Brónach hizo uso de la navajita que llevaban todas las hermanas, y cortó la cuerda que sujetaba el tobillo del muerto. Luego ayudó a sor Síomha a arrastrar el cuerpo decapitado hasta el suelo, por encima del muro que rodeaba el pozo. Las dos religiosas se quedaron un buen rato contemplándolo, sin saber qué hacer.
– Una oración por la muerta, hermana -murmuró Brónach, inquieta.
Ambas entonaron una oración con palabras carentes de sentido. Cuando acabaron se quedaron en silencio unos minutos.
– ¿Quién pudo hacer tal cosa? -susurró sor Síomha, al cabo de un rato.
– Hay mucha maldad por el mundo-contestó sor Brónach, más filosóficamente-Pero la pregunta pertinente sería: ¿quién es esta desgraciada? Es el cuerpo de una joven; en realidad, no puede ser más que una niña.
Sor Brónach consiguió apartar sus ojos de la carne ensangrentada y despedazada alrededor de la cual debía de estar la cabeza. La visión de aquel amasijo sangriento la fascinaba y sin embargo la horrorizaba y repugnaba. El cuerpo era sin duda el de una joven saludable, tal vez recién salida de la pubertad. La otra única desfiguración, aparte de no tener cabeza, era una herida en el pecho. Había un morado azulado en la carne a la altura del corazón que, visto más de cerca, rodeaba una herida hecha con una punta de hoja afilada o algún instrumento cortante. Pero hacía tiempo que la herida había dejado de sangrar.
Sor Brónach hizo el esfuerzo de agacharse y coger uno de los brazos del cadáver para cruzarlo sobre el cuerpo antes de que la rigidez de la carne lo impidiera. De repente soltó el brazo y dejó ir un grito como si hubiera recibido un golpe en el plexo solar.
Sorprendida, sor Síomha siguió la dirección que indicaba la mano extendida de Brónach, que señalaba el brazo izquierdo del cadáver. Había algo atado alrededor del brazo que había quedado oculto por la posición de la muerta. Era un trozo de madera, poco más que una varilla con muescas talladas en ella. Sor Brónach supo que era ogham - la antigua forma de escritura irlandesa- cuando la vio, aunque no entendía el significado de los caracteres. El ogham ya no se utilizaba en los cinco reinos, pues se habían adoptado los caracteres del alfabeto latino para escribir el irlandés.
Sin embargo, al agacharse a examinar la varita de madera, vieron algo agarrado en la otra mano del cadáver. Una pequeña correa de cuero gastado estaba atada alrededor de la muñeca derecha y llegaba hasta el puño apretado. Sor Brónach volvió a hacer un esfuerzo, se arrodilló junto al cuerpo y levantó las pequeñas manos blancas. No podía separar los dedos; la rigidez de la muerte ya había cerrado la mano de forma permanente. Sin embargo, los dedos estaban algo separados y se podía ver que la tira de cuero llevaba atado un pequeño crucifijo de metal; era eso lo que la mano derecha exánime agarraba con tanta fuerza.
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