Su bello rostro se mostró sorprendido cuando Fidelma sacudió la cabeza en señal de negación.
– Iré a la abadía esta tarde, a la hora de la cena, hermana abadesa. Tengo que ocuparme de otros asuntos antes de eso.
– ¿Otros asuntos?
La voz de la abadesa Draigen denotaba un tono peligrosamente quejumbroso.
– Iré a tierra está tarde -repitió Fidelma, pero no le dio mayor información.
– Muy bien -dijo con desdén la abadesa Draigen-. Oiréis nuestra campana que llama para el ángelus de la tarde. Nos sentamos a comer después de las oraciones. Al inicio de la comida suena dos veces un gong.
Se fue sin decir nada más; descendió por un costado del barc hasta el interior de su barca.
Ross hizo una mueca, se apoyó en la baranda y observó a las monjas que remaban y conducían a la abadesa hasta la cala.
– Bien, hermana, yo creo que no habéis levantado grandes afectos en los corazones de la abadesa o del bó-aire.
– Mi trabajo no consiste en levantar afectos, Ross-replicó Fidelma suavemente-. Ahora, regresemos al mercante galo.
Fidelma, junto con Ross, pasó dos horas registrando otra vez el mercante galo de arriba abajo, sin descubrir ninguna otra cosa que pudiera indicar qué le había sucedido a la tripulación y al cargamento. Aparte de las manchas de sangre seca, no había nada que explicara por qué la tripulación y el cargamento de la nave habían desaparecido. Sólo Odar, el timonel, había conseguido información nueva. Se había acercado a Fidelma y a Ross casi al mismo tiempo que ellos llegaban a bordo del barco galo.
– Disculpadme, capitán, pero hay algo que deberíais ver… -empezó a decir dubitativo.
– ¿Bien? -inquirió Ross con una voz que no estimulaba precisamente a continuar; pero Odar sí lo hizo:
– He oído que vos y aquí, la hermana -dijo señalando a Fidelma- os habéis fijado en lo limpio y ordenado que está todo a bordo de este barco. Bueno, hay dos cosas que no están en su sitio.
Fidelma se interesó inmediatamente.
– Explicaos, Odar -le invitó la joven.
– Las amarras, hermana. Ambas, de popa y proa. Las amarras están cortadas.
Ross se dirigió inmediatamente al noray de roble más cercano, en la proa del barco.
– He dejado las cuerdas colgando en su sitio para que pudierais verlo -explicó Odar-. Yo me di cuenta de ello cuando estábamos amarrando hace un rato.
Ross se inclinó donde el fuerte cordaje de lino se sujetaba al noray, y empezó a estirar hacia arriba del extremo suelto que colgaba de un costado del barco. Terminaba a unos veinte pies aproximadamente, y el extremo estaba deshilachado. Fidelma lo tomó de las manos de Ross y lo examinó con atención. Sin duda el extremo estaba cortado; tajado con un hacha a juzgar por la manera en que los trozos de cuerda de lino se habían deshilachado. El grosor de la cuerda del barco confirmaba que sólo un hacha podía haberla cortado.
– ¿Y la otra amarra? -preguntó Fidelma a Odar-. ¿Está igual que ésta?
– Sí, pero podéis verlo vos misma, hermana -contestó el marinero.
Fidelma le agradeció que le hubiera hecho fijarse en ese hecho y fue a sentarse en el coronamiento. Se quedó con la vista fija en la distancia y aire malhumorado. Ross, junto a ella, la examinaba con expresión sorprendida. Sabía cuándo era mejor quedarse callado.
Al fin, Fidelma exhaló un suspiro.
– Resumamos lo que sabemos -empezó.
– Que no es mucho -añadió Ross.
– No obstante… primero, sabemos que es un barco mercante galo.
Ross asintió con énfasis.
– Cierto. Es casi la única cosa que sabemos con certeza. Yo juraría que la construcción sigue los métodos propios de Morbihan.
– ¿Lo que permite suponer que debió de zarpar de un puerto de esa zona?
– Cierto otra vez -admitió Ross-. Barcos mercantes como éste suelen comerciar a lo largo de nuestra costa.
– ¿Traen principalmente vino y lo cambian por mercancías de nuestros comerciantes?
– Así es.
– ¿El hecho de que no hubiera cargamento a bordo pudiera deberse a que el barco ya había desembarcado la carga en un puerto irlandés?
Ross se rascó la barbilla.
– Tal vez.
– Admito ese «tal vez». Sin embargo, si había un cargamento que fue retirado en el mar… extraer barricas de vino resulta un trabajo difícil. ¿No sería más simple suponer que ya había descargado los barriles de vino en un puerto irlandés y regresaba a la Galia, o sin cargamento o con un cargamento más fácil de mover en el mar?
– Resulta lógico -admitió Ross.
– Entonces creo que vamos progresando -dijo Fidelma triunfante-. Bien, reflexionemos sobre qué más sabemos. Hay sangre en el barco. Bajo cubierta. También había sangre más reciente en un trozo de lino enganchado en la jarcia, y la barandilla bajo la jarcia está manchada. Esa sangre, aunque seca, no es vieja y probablemente se ha derramado en las últimas doce o veinticuatro horas. La sangre podía ser de un miembro de la tripulación o… -hizo una pausa e intentó no pensar en Eadulf- o de un pasajero.
– ¿Por qué no de uno de los asaltantes? -preguntó Ross-. ¿Uno de los que sacó el cargamento o la tripulación?
Fidelma reflexionó respecto a eso y luego admitió la posibilidad.
– ¿Por qué no? Y, por supuesto, ¿quién dice que hubo asaltante o asaltantes? Quizá la misma tripulación retiró el cargamento y abandonó el barco. -Fidelma levantó la mano cuando Ross empezaba a hacer algunas objeciones-. Muy bien. La cuestión principal es que al parecer la sangre fue derramada cuando desapareció la tripulación; en el momento en que sucedió lo que fuera a bordo del barco.
Ross esperó a que la joven examinara el asunto en silencio.
– Las amarras de proa y popa del barco se cortaron con un hacha. De ahí concluimos que debió de estar amarrado a algo, no anclado en un puerto sin más, pues el ancla todavía está en su sitio pero las amarras están cortadas. ¿Por qué? ¿Por qué no simplemente soltaron las amarras? ¿Había alguien a bordo que tenía prisa por partir de algún lugar? ¿O el barco estaba atado a otro y luego cortaron las cuerdas y lo dejaron a la deriva?
Ross lanzó una mirada de admiración a Fidelma mientras ella iba invocando posibilidades.
– ¿Cuánto tiempo lo tuvimos a la vista hasta que lo abordamos? -le preguntó al capitán de repente.
– Yo me había percatado de su existencia media hora antes de que Odar llamara nuestra atención por lo peligroso de su rumbo. Tardamos otra media hora en acercarnos y subir a bordo.
– Esto significa que el barco tenía que estar cerca de esta costa cuando sucedió lo que fuera. ¿Estáis de acuerdo?
– ¿Por qué?
– El barco sólo podía haber sido atacado entre las doce o veinticuatro horas anteriores a que lo avistáramos -dijo enderezándose repentinamente-. Vos conocéis bien esta costa, ¿no es así, Ross?
– Así es -admitió, sin jactancia-. Llevo cuarenta años surcando estas aguas.
– ¿Podéis calcular, por los vientos y las mareas, el lugar desde donde navegó este barco hasta que lo encontramos?
Ross observó los rasgos entusiasmados de Fidelma. No quería decepcionarla.
– Es difícil, incluso conociendo las mareas. Los fuertes vientos son cambiantes e imprevisibles.
Al percibir su desencanto, añadió con rapidez alguna cosa más.
– Sin embargo, tal vez pueda calcular algo bastante aproximado. Yo creo que resulta prudente decir que hay dos lugares probables. La embocadura de esta bahía o más allá en el extremo sur de esta península. Las mareas de esos puntos seguramente arrastrarían al barco hacia el lugar donde lo vimos por primera vez.
– Eso representa una amplia zona de territorio que registrar -dijo Fidelma, que seguía sin estar del todo satisfecha.
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