Peter Tremayne - La Serpiente Sutil

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Un suceso espantoso convulsiona por completo la vida aparentemente tranquila de la comunidad religiosa de la abadía de El Salmón de los Tres Pozos: el cadáver decapitado de una joven, con señales de haber sido sometida a un culto demoníaco, es descubierto muy cerca del convento.
Sor Fidelma de Kildare llega dispuesta a resolver un caso de asesinato ritual, pero pronto se da cuenta de que en ese lugar santo todo es oscuro como los pozos que le dan nombre: ¿qué negros pensamientos y pasiones ocultas habitan la menta de la abadesa Draigen?, ¿qué tenebroso pasado parece haber marcado el triste carácter de la conserje Brónach?, ¿qué secretas ambiciones persiguen los nobles que se reúnen en la cercana fortaleza de Dún Boí?, ¿dónde está la tripulación del barco galo que aparece de repente y a la deriva en las aguas de la bahía?
El odio llena todos los rincones de El Salmón de los Tres Pozos en el año del Señor de 666, y sor Fidelma ha decidido saber por qué.

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– Ese amigo al que pertenece esa saca… -Ross cambió de tema, luego continuó, dubitativo-: Ese amigo… ¿era un buen amigo?

– Sí.

Ross percibió la tensión emocional en la voz de Fidelma cuando ella pronunció esa única sílaba. Esperó un momento y luego añadió algo en voz baja.

– Yo tengo una hija de vuestra edad, hermana. Oh, está en tierra y casada. Su madre vive con otro. Yo no me las doy de conocer a las mujeres. Pero hay una cosa que sé, el marido de mi hija se perdió en el mar. Esa misma mirada de dolor y angustia en sus ojos la mañana en que la noticia llegó a Ros Ailithir es la que ahora veo en los vuestros.

Fidelma se enderezó a la defensiva y soltó un bufido de irritación.

– El hermano Eadulf es simplemente un amigo, eso es todo. Si tiene problemas, haré lo que pueda para ayudarlo.

Ross asintió con la cabeza imperturbable.

– Sí, claro -dijo en voz baja. Ella sabía que no lo engañaba con su protesta.

– Y, por el momento -continuó Fidelma-, tengo otras cosas que hacer. Mi deber es ahora para con la abadesa Draigen. Tendré que estar varios días aquí en la abadía antes de poder perder el tiempo buscando… ¿Y qué sería lo que tendría que buscar?

– Por supuesto, vuestro deber es lo primero -le aseguró Ross-. Sin embargo, si os ha de ser de ayuda, hermana, mientras estáis en tierra en la abadía yo podría llevar mi barc hasta los puntos que os he indicado para ver si hay alguna señal que nos ayude a solucionar este misterio. Dejaré a Odar y a otro hombre para que vigilen esta nave, y vos podréis llamarlos si los necesitarais.

Fidelma se sonrojó. Luego, con un movimiento brusco se inclinó y besó al viejo marino en la mejilla.

– Bendito seáis, Ross -dijo con una voz que no era fingida.

Ross sonrió, turbado.

– No es nada. Zarparemos con la primera marea de la mañana y regresaremos dentro de uno o dos días, no más. Si encontramos algo…

– Venid a decírmelo enseguida.

– Como queráis -accedió el marino.

Del otro lado de las aguas oscuras de la cala oyeron el sonido de una campana.

– Ya es hora de que me vaya a la abadía. -Fidelma se dirigió hacia la baranda del barco. Se detuvo y echó una mirada rápida por encima del hombro a Ross-. Que Dios guíe vuestro viaje, Ross -dijo la joven con expresión seria-. Me temo que hay algo malvado aquí. No me gustaría perderos.

Capítulo IV

– Y ahora, hermana, supongo que querréis inspeccionar el cadáver.

Sor Fidelma se sobresaltó sorprendida al oír la sugerencia de la abadesa Draigen. Estaban saliendo del refectorio de la abadía, donde la mayor parte de la comunidad de El Salmón de los Tres Pozos había cenado junta.

La noche ya se había posado sobre la diminuta comunidad y los edificios estaban envueltos en la penumbra, aunque se habían encendido algunas lámparas en lugares estratégicos entre los edificios para ayudar a las hermanas. Era otra noche fría, y la escarcha blanca ya recubría el suelo, casi como una capa de nieve. Los fuegos de leña humeaban entre los edificios de la abadía. Por lo que Fidelma había podido distinguir, había una docena de edificios alrededor de un patio enlosado con granito, en el que se levantaba una gran cruz. En un lado del patio, había un claustro que daba a un alto edificio de madera, la duirthech o casa de roble, que era la capilla de la abadía. De hecho la mayoría de los edificios eran de madera, principalmente con vigas de roble. El campo que rodeaba la abadía estaba lleno de robles. También había algún edificio de piedra. Fidelma supuso que eran almacenes. Dominando todos esos edificios, y situada en uno de los extremos de la duirthech, había una torre achaparrada con los bajos de piedra pero los pisos superiores de madera.

La abadía de El Salmón de los Tres Pozos no era muy diferente de muchas otras que Fidelma había visto a lo largo y ancho de los cinco reinos. Sin embargo no había muros exteriores como en las principales abadías, por ejemplo la de Ros Ailithir. Se había enterado, durante la cena en la que estaba permitida alguna conversación, al contrario de otras casas en que un lector solía leer pasajes de los Evangelios, de que la comunidad estaba constituida por tan sólo cincuenta hermanas. Bajo la dirección de la abadesa Draigen, una de las dedicaciones principales de la abadía era vigilar el reloj de agua y marcar el paso del tiempo. Al parecer, la abadía también estaba orgullosa de su biblioteca y algunas de las hermanas pasaban el tiempo copiando libros para otras comunidades. Era un sitio tranquilo, para el estudio y la contemplación.

– Bien, hermana -volvió a preguntar la abadesa-, ¿queréis ver el cadáver?

– Sí -admitió Fidelma-. Aunque me sorprende que todavía no lo hayáis enterrado. ¿Cuántos días hace que se descubrió?

La abadesa se giró en la puerta del refectorio, atravesó el patio y se encaminó hacia la capilla de madera.

– Han transcurrido seis días desde que la desafortunada fue sacada de nuestro pozo. Si hubierais tardado más en llegar, por supuesto, hubiéramos tenido que enterrarlo. Sin embargo, como estamos en invierno, el tiempo ha sido lo bastante frío para mantener el cuerpo un tiempo, y tenemos un lugar frío para guardar la comida bajo la capilla, un subterraneus, donde lo hemos colocado. Se supone que hay varias cuevas bajo los edificios de la abadía. Pero, incluso en estas condiciones, no lo hubiéramos podido conservar siempre. Hemos dispuesto que se entierre el cuerpo en el cementerio de la abadía, mañana por la mañana.

– ¿Habéis descubierto la identidad de la desafortunada?

– Deseo que resolváis ese asunto.

La abadesa atravesó el claustro, siguió por el pasillo enlosado, pasó ante las puertas de la capilla hasta la entrada de una pequeña construcción hecha con bloques de granito, cuyos muros estaban construidos con el método de la piedra seca, simplemente colocando una pieza sobre otra. Era un edificio anexo, en un lateral de la torre de madera. Este edificio de piedra, que también se comunicaba con la torre, era al parecer un almacén. El acre olor a hierbas y especies almacenadas inundó los sentidos de Fidelma y la dejó momentáneamente sin aliento. Sin embargo, era un olor agradable, refrescante.

La abadesa Draigen atravesó la estancia hasta llegar a un estante y tomó una vasija. Cogió dos cuadrados de lino y los empapó en el líquido del recipiente. Fidelma inhaló el olor estimulante de la lavanda. Con solemnidad, la abadesa Draigen le tendió el cuadrado de tela impregnado.

– Necesitaréis esto, hermana -le advirtió.

Se dirigió hasta un rincón de la estancia, desde donde empezaba a descender un tramo de escaleras. Las bajaron hasta el interior de una cueva que tendría unos treinta pies de largo, veinte pies de ancho y cuyo techo natural abovedado tenía diez pies de alto o más. Fidelma percibió lo que al principio parecían ser unas marcas de arañazos en el arco de entrada, y luego se dio cuenta de que eran los trazos grabados de un toro; no, un toro no. Era más como un ternero. La abadesa se dio cuenta de que lo estaba examinando.

– Este lugar se utilizaba antaño para el culto pagano, eso dicen. El pozo que Necht bendijo, por ejemplo. Hay algunos vestigios de los tiempos antiguos, como estas marcas de una vaca o de algún animal.

Fidelma agradeció en silencio aquella información. Se dio cuenta de que había otras escaleras que ascendían hacia la oscuridad, justo al otro lado de la entrada abovedada.

– Ésas llevan directamente arriba, a la torre de la abadía -explicó la abadesa antes de que Fidelma pudiera hacer la pregunta obvia-. Es donde alojamos nuestra modesta biblioteca y, en lo alto de la torre, nuestro orgullo…, un reloj de agua.

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