Fidelma se alegró de enterarse de eso, pues le horrorizaba la idea de beber agua en la que había estado sumergido un cadáver decapitado.
– ¿Así que fuisteis a extraer agua del pozo?
– Así es, pero no pude manejar bien el mecanismo giratorio. Estaba muy duro. Luego me di cuenta de que era por el peso del cuerpo. Mientras hacía todo lo posible para enrollar la cuerda y subir el cubo de agua, llego sor Síomha para reprenderme por mi tardanza. Yo creo que ella no se creyó que yo tuviera dificultades.
– ¿Por qué? -preguntó Fidelma desde la bañera.
La monja de mediana edad dejó de remover el caldero que tenía la ropa de Fidelma en su interior y reflexionó.
– Dijo que hacía poco había sacado agua del pozo y que el mecanismo iba bien.
– ¿Alguien más había usado el pozo aquella mañana antes que sor Síomha o antes de que vos fuerais a por agua?
– No, no lo creo. No había necesidad de extraer agua hasta el mediodía.
– Continuad.
– Bueno, pues las dos tiramos del mecanismo hasta que apareció el cadáver.
– Las dos os quedasteis sorprendidas, por supuesto.
– Por supuesto. Aquello no tenía cabeza. Estábamos asustadas.
– ¿Os fijasteis en algo más del cadáver?
– ¿El crucifijo? Sí. Y, por supuesto, la vara de álamo temblón.
– ¿La vara de álamo temblón?
– Atada en el antebrazo izquierdo había una varita de madera de álamo con caracteres ogham tallados.
– ¿Y qué hicisteis con ella?
– ¿Hacer?
– ¿Qué decían los caracteres? Vos reconocisteis claramente lo que era.
Brónach se encogió de hombros.
– Ay, yo reconozco los caracteres ogham cuando los veo escritos, hermana, pero no conozco su significado.
– ¿Sor Síomha los leyó?
Brónach negó con la cabeza y levantó el recipiente de bronce del fuego, sacó la ropa con un palo y la puso en una tina con agua fría.
– ¿Así que ninguna de las dos podía leer ogham ni reconocer lo que significaba?
– Yo le dije a la abadesa entonces que creía que era algún símbolo pagano. ¿Los antiguos no ataban varillas en los cadáveres para protegerlos de las almas vengativas de los muertos?
Fidelma se quedó mirando a la hermana de mediana edad, pero estaba de espaldas, inclinada, dando golpes a la ropa para extraer el agua.
– No lo he oído nunca, sor Brónach. ¿Qué respondió la abadesa cuando le explicasteis eso?
– La abadesa Draigen se reservó la opinión.
– ¿El tono de su voz denotaba enfado?
Fidelma se levantó de la bañera y alcanzó la toalla antes de salir. Se frotó con energía, satisfecha de sentir sus miembros tonificados. Se sintió fresca y relajada cuando se puso la ropa limpia. Desde que había regresado de Roma se había dado el gusto de usar camisetas de sída o seda blanca, que se había traído de allí. Se dio cuenta de que sor Brónach lanzaba una miraba a su ropa, una mirada casi de envidia; era la primera emoción que percibía en ella su semblante casi permanentemente afligido. Encima de la ropa interior Fidelma se puso su inar marrón o túnica, que le llegaba casi hasta los pies y se ataba en la cintura con un cordón con borlas. Deslizó los pies en el interior de sus zapatos de piel, bien cortados y estrechos en la punta, cuaran, que estaban cosidos por el empeine y no necesitaban correas para atarlos.
Se giró hacia el espejo y acabó su aseo arreglándose el cabello rojizo, largo y rebelde.
Era consciente de que sor Brónach se había quedado callada, mientras acababa de lavar la ropa sucia de Fidelma.
Fidelma la recompensó con una sonrisa.
– Bueno, hermana. Me vuelvo a sentir humana.
Sor Brónach se limitó a asentir con la cabeza, sin hacer ningún comentario.
– ¿Tenéis que decirme algo más? -insistió Fidelma-. Por ejemplo, ¿qué sucedió después de que vos y sor Síomha sacarais el cuerpo del pozo?
Sor Brónach continuó con la cabeza gacha.
– Rezamos por la muerta y luego fui en busca de la abadesa mientras sor Síomha permanecía junto al cadáver.
– ¿Y regresasteis entonces directamente con la abadesa Draigen?
– En cuanto la encontré.
– ¿Y la abadesa se hizo cargo de él?
– Desde luego.
Fidelma recogió su bolsa y se giró en dirección a la puerta, pero entonces se detuvo un momento y echó una mirada atrás.
– Os estoy agradecida, sor Brónach. Os ocupáis bien de vuestro hostal de huéspedes.
Sor Brónach no alzó la vista.
– Es mi deber -dijo escuetamente.
– Sin embargo, para que el deber tenga sentido tenéis que encontrar satisfacción en su realización -replicó Fidelma-. Mi mentor, el brehon Morann de Tara, dijo una vez: cuando el deber no es más que una ley, acaba entonces el placer; pues el mayor de los deberes es el de ser feliz. Buenas noches, sor Brónach.
En la habitación de la abadesa Draigen, ésta contemplaba la cara sonrojada de Fidelma -su carne todavía estaba enrojecida después del calor del baño- con envidiosa aprobación. La abadesa estaba sentada ante una mesa sobre la que había un Evangelio encuadernado en piel, abierto en una página que había estado contemplando.
– Sentaos, hermana -le mandó-. ¿Queréis acompañarme con un vaso de vino caliente con especias para evitar el frío de la noche?
Fidelma dudó sólo un momento.
– Gracias, madre abadesa -dijo.
Cuando una joven novicia, que se había presentado como sor Lerben, la ayudante personal de la abadesa, la había conducido hasta allí, atravesando el patio de la abadía, había sentido una suave ráfaga de nieve y sabía que la noche iba a ser todavía más helada.
La abadesa se levantó y se dirigió a un estante donde había una jarra. Una barra de hierro se estaba ya calentando en el fuego y la abadesa la envolvió en un trozo de cuero, la sacó del fuego e introdujo el extremo al rojo vivo en el interior de la jarra. Luego vertió el líquido calentado en dos copas de cerámica y le ofreció una a Fidelma.
– Bien, hermana -dijo mientras iban sorbiendo con gusto el vino-, tengo esos objetos que queríais ver.
Cogió algo que estaba envuelto en un trapo y lo colocó sobre la mesa, luego se sentó enfrente y empezó de nuevo a dar sorbos mientras observaba a Fidelma por encima del borde de la copa.
Fidelma dejó la suya y desenvolvió el trapo. Había un pequeño crucifijo de cobre y la correa de cuero.
Ella se quedó observando el objeto bruñido durante un buen rato, y luego se acordó de repente del vino y dio un sorbo rápido.
– Bien, hermana -preguntó la abadesa-, ¿qué os parece?
– El crucifijo, poca cosa -contestó Fidelma-. Es de lo más común. Artesanía pobre y del tipo que se pueden permitir muchas de las hermanas. Bien podría ser artesanía local. Es un crucifijo que la mayoría de religiosas podría poseer. Si éste pertenecía a la muchacha cuyo cuerpo encontrasteis, denota que era soltera.
– En eso estoy de acuerdo. La mayor parte de las hermanas de nuestra comunidad tiene crucifijos similares, hechos de cobre. El cobre abunda en esta zona y los artesanos locales producen muchos como éste. Sin embargo, no parece que la muchacha sea de la región. Un granjero de las cercanías pensó que podía ser su hija desaparecida. Vino a ver el cuerpo pero resultó que no lo era. Su hija tenía una cicatriz que no está en este cadáver.
Fidelma alzó la cabeza y dejó de contemplar el crucifijo.
– ¿Qué? ¿Cuándo vino ese granjero?
– Vino a la abadía el día después de que encontráramos el cuerpo. Se llama Barr.
– ¿Cómo sabía que lo habíais hallado?
– Las noticias corren rápido en esta parte del mundo. Sin embargo, Barr se pasó un buen rato examinando el cuerpo, obviamente quería estar seguro. El cadáver puede ser el de una religiosa de otra región.
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