Fidelma examinó los rasgos atractivos de sor Síomha con cierta sorpresa. Eran los rasgos de una muchacha joven y angelical, no los ojos experimentados de una rechtaire o administradora de la comunidad. Fidelma intentó ocultar su sorpresa con una sonrisa tardía, pero se encontró con que no recibía una respuesta cálida por parte de sor Síomha.
– Tengo deberes que atender, hermana, así que tal vez me podríais hacer las preguntas de inmediato -dijo con tono brusco, casi irritado.
Era un tono tan diferente al que Fidelma hubiera esperado de aquella muchacha de mirada dulce que se quedó parpadeando y fue incapaz de responder durante un momento.
– Eso no puede ser -respondió impasible.
Se vio recompensada al ver la expresión de desconcierto en el rostro de sor Síomha.
Fidelma se giró para seguir a las demás hermanas.
– ¿Cómo decís, hermana? -inquirió sor Síomha con una voz que se alzaba ligeramente con tono quejumbroso, mientras daba un paso indeciso tras ella.
Fidelma la miró por encima del hombro.
– Podré veros hoy a mediodía. Me encontraréis en la residencia de los huéspedes.
Y Fidelma continuó caminando antes de que sor Síomha pudiera responder.
Poco después, la abadesa, que se había apresurado tras ella, la alcanzó. Estaba algo jadeante.
– No lo entiendo, hermana -dijo frunciendo el ceño-. Yo pensaba que la pasada noche habíais expresado vuestro deseo de hablar con mi administradora.
– Y así es, madre abadesa -dijo Fidelma-. Pero como recordaréis, también prometí tomar el desayuno con Adnár esta mañana. El sol ya se ha levantado y he de encaminarme hacia su fortaleza.
Draigen parecía desaprobar aquello.
– Yo no creo que vuestra visita a Adnár sea necesaria. Ese hombre no tiene jurisdicción sobre este asunto, gracias a Dios.
– ¿Por qué, madre abadesa? -inquirió Fidelma.
– Porque es un hombre malvado y rencoroso, capaz de lanzar graves calumnias.
– ¿Queréis decir calumnias contra vos?
La abadesa Draigen se encogió de hombros.
– No lo sé, ni me importa. Me preocupa poco lo que Adnár tenga que cotillear. Pero creo que está deseoso de haceros saber ciertos chismorreos.
– ¿Por qué quiso competir con vuestra barca para llegar al barco de Ross?
– ¿Por qué? Sin duda está resentido porque como bó-aire, y por tanto magistrado, no se le ha puesto al cargo de este asunto. Le gustaría tener cierto poder entre las gentes de su comunidad.
– ¿Y eso?
La abadesa Draigen apretó los labios, indignada.
– Porque es un hombre vanidoso, ésa es la razón. Adora su escasa autoridad.
Fidelma se detuvo repentinamente y examinó de cerca los rasgos de la abadesa.
– Adnár es el jefe de este territorio. Su fortaleza se eleva justo al otro lado de la bahía y por tanto esta abadía ha de pagarle una cuota. Sin embargo, percibo una gran animadversión entre esta abadía y Adnár.
Fidelma iba con cuidado de no personalizar.
La abadesa Draigen se sonrojó.
– Yo no puedo controlar vuestros pensamientos, hermana, o la interpretación que hacéis de lo que veis a vuestro alrededor. -Empezó a girarse y luego se detuvo-. Si pensáis desayunar con Adnár esta mañana, tenéis una buena caminata siguiendo la costa hasta el cabo donde está situada su fortaleza. Sin embargo, encontraréis un bote atado en nuestro muelle. Podéis usarlo, si queréis, pues lleva diez minutos atravesar remando la cala desde este punto.
Fidelma iba a darle las gracias, pero la abadesa ya se alejaba caminando.
La abadesa tenía razón. Era un trayecto corto y agradable, frente a la desembocadura del riachuelo, que vertía sus aguas en la cala, entre el cabo sobre el que se había construido la abadía y el promontorio de roca pelada donde se alzaba la fortaleza circular de Adnár. ¿Cómo la había llamado Ross? La fortaleza de la diosa vaca (Dún Boí). Fidelma admiró la previsión de los constructores del fuerte, pues el promontorio sobre el que se elevaba dominaba no sólo la entrada al mar, sino también la totalidad de la bahía a lo largo de varias millas. Aquella elevación se había despejado de árboles, de manera que la vista de la bahía desde aquella atalaya no tenía ningún obstáculo, ni desde los edificios de madera que se alzaban tras los muros de granito gris. Se había dado un buen uso a los árboles, pues con ellos se había construido la fortaleza.
Mientras Fidelma atravesaba remando la bahía poco profunda que separaba la abadía de la fortaleza, oyó un grito procedente de una silueta oscura situada en la muralla. Miró de forma rápida por encima del hombro y vio otra figura que corría. Obviamente, la habían visto e informaron a Adnár de ello.
Cuando Fidelma llegó con su pequeña embarcación al embarcadero situado bajo la fortaleza, el propio Adnár, acompañado de un par de guerreros, estaba esperándola en tierra. El jefe se inclinó sonriendo y fue la cortesía en persona cuando la ayudó a bajar de la barca.
– Bienvenida, hermana. ¿No ha sido un trayecto duro?
Fidelma le devolvió una sonrisa.
– En absoluto. Es una distancia corta -añadió, señalando lo que era obvio.
– Me ha parecido oír una campana llamando a servicio temprano -comentó Adnár con tono de pregunta.
– Sin duda -confirmó Fidelma-. Era el funeral por el cadáver que se encontró.
Adnár estaba sorprendido.
– ¿Significa eso que habéis descubierto la identidad del cadáver?
Fidelma negó con la cabeza. Por un momento se preguntó si había detectado una nota de ansiedad en la voz del jefe.
– La abadesa decidió que había que enterrar el cadáver sin identificar. Si se hubiera demorado más la cosa, se hubiera convertido en un peligro para la salud de la comunidad.
– ¿Un peligro? -Adnár pareció estar preocupado con sus propios pensamientos durante un momento y luego se percató de lo que quería decir Fidelma-. Oh, ya entiendo. ¿Así que por ahora no habéis llegado a ninguna conclusión?
– A ninguna.
Adnár se giró y señaló con la mano levantada el corto sendero que conducía desde el embarcadero hasta una puerta de madera en la muralla de la fortaleza.
– Dejadme que os guíe, hermana. Me alegra que hayáis venido. No estaba seguro de que así fuera.
Fidelma frunció el ceño ligeramente.
– Os dije que desayunaría con vos esta mañana. Cuando digo que haré algo, lo hago.
El alto jefe de cabello negro extendió las manos en señal de disculpa, mientras se hacía a un lado para que ella pasara primero por la puerta.
– No era mi intención ofenderos, hermana. Es sólo que la abadesa Draigen no siente aprecio por mí.
– Eso lo pude observar yo misma ayer -contestó Fidelma.
Adnár tomó un corto tramo de escaleras de piedra que conducían a un gran edificio de madera, construido con grandes vigas de roble. Las contrapuertas estaban ricamente talladas. Fidelma se dio cuenta de que los dos guerreros que los habían ido acompañando discretamente se apostaron en el extremo inferior de las escaleras, cuando Adnár empujó las puertas para abrirlas.
Fidelma respiró hondo ante la escena que se le presentaba. El salón de banquetes de Adnár era cálido: un gran fuego crepitaba en el hogar. Toda la estancia estaba ricamente decorada con un nivel muy superior al que ella hubiera esperado de un simple bó-aire, un jefe de vacas sin propiedades. El edificio era básicamente de madera, pero las paredes tenían paneles de tejo brillante. Bronces bruñidos y escudos de plata colgaban de las mismas entre ricos tapices extranjeros. Incluso había algunas sacas de libros colgadas de las paredes y un atril para leerlos. Pieles de animales, como la nutria, el ciervo y el oso, cubrían el suelo. Una mesa circular estaba ya dispuesta para la comida, llena de frutas y fiambres y quesos y jarras de agua y vino.
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