Ciertamente, pensó Fidelma, eso encajaría con el estado de las manos del cadáver si fuera miembro de una casa religiosa. Las mujeres que no trabajaban en el campo, sin duda los hombres también, se enorgullecían de tener las manos bien cuidadas. Las uñas se tenían siempre bien cortadas y redondeadas y se consideraba vergonzoso, tanto en los hombres como en las mujeres, tener las uñas descuidadas. Uno de los mayores insultos era llamar a alguien créchtingnech o «uñas descuidadas».
Sin embargo, no encajaba con aquellos pies tan ásperos, con la marca de unas esposas en el tobillo y con las señales de azotes en la espalda.
La abadesa había cogido otro trozo de tela y lo había dejado con cuidado sobre la mesa.
– Ésta es la varita de álamo que se encontró atada en el antebrazo izquierdo -anunció, retirando cuidadosamente la tela.
Fidelma se quedó observando una varita de álamo de unas dieciocho pulgadas de longitud. En lo primero que se fijó fue en que tenía unas muescas que señalaban unas medidas regulares, y luego, en un lateral, había una línea escrita en ogham, la antigua escritura irlandesa. Los caracteres eran más recientes que las medidas que había en el otro lado de la varilla. Los miró más de cerca, mientras con sus labios iba articulando las palabras.
– Enterradla bien. ¡ La Mórrígú se ha despertado!
Su rostro palideció. Se sentó erguida y vio que los ojos de la abadesa la miraban con curiosidad.
– ¿Reconocéis lo que es? -preguntó la abadesa Draigen en voz baja.
– Es un fé -asintió lentamente Fidelma.
Un fé , o vara de álamo temblón, normalmente con una inscripción en ogham, era la medida para los cadáveres y las tumbas. El fé era una herramienta de enterrador y era considerado el peor de los horrores; nadie, bajo ningún concepto, la sostendría o la tocaría, salvo, por supuesto, la persona cuyo trabajo consistía en medir los cadáveres y las tumbas. El fé había sido el símbolo de la muerte y de la mala suerte desde los tiempos de los antiguos dioses. Así, lo peor que se le podía decir a una persona era «ojalá el fé te mida pronto».
Se hizo un silencio, mientras Fidelma se puso a contemplar durante un buen rato la varilla de madera.
Sólo cuando oyó un suspiro, leve pero irritado, se movió, y levantó los ojos y los dirigió a los de la abadesa Draigen.
Estaba claro que la abadesa sabía bien lo que simbolizaba la varita, pues su rostro mostraba preocupación.
– ¿Veis, ahora, Fidelma de Kildare, por qué no podía permitir que el bó-aire local asumiera sus poderes respecto a este asunto? ¿Entendéis ahora por qué mandé un mensaje al abad Brocc para que enviara un dálaigh de los tribunales brehon que no tuviera que responder ante nadie más que el rey de Cashel?
Fidelma le devolvió la mirada con seriedad.
– Lo entiendo, madre abadesa -dijo en voz baja-. Aquí hay mucha maldad. Mucha maldad.
A Fidelma le costó un buen rato quedarse dormida. Nevaba copiosamente, pero no era el aire glacial que atravesaba el techo lo que la impedía dormir. Tampoco era el enigma del cuerpo decapitado lo que agitaba sus pensamientos y la mantenía despierta mientras intentaba calmar la ansiedad que le producían. Por dos veces cogió el pequeño misal que tenía sobre la mesilla y lo giró una y otra vez en sus manos, contemplándolo como si fuera a darle una respuesta a sus preguntas.
¿Qué le había sucedido a Eadulf de Seaxmund's Ham?
Hacía más de doce meses que se había alejado de Eadulf en el muelle de madera cercano al puente de Probi, en Roma, y le había obsequiado con aquel misalito. En la primera página estaba su inscripción.
Eadulf y ella se habían embarcado dos veces en la investigación de muertes de miembros de sus respectivas iglesias y se habían dado cuenta de que, aunque de caracteres opuestos, se atraían mutuamente y sus aptitudes se complementaban al buscar las soluciones de los problemas que se les planteaban. Luego llegó el momento en que cada uno tenía que tomar su camino. Ella tenía que regresar a su tierra natal y a él lo habían nombrado scriptor y consejero de Teodoro de Tarso, el recién nombrado arzobispo de Canterbury, el apóstol principal de Roma en los reinos sajones. Teodoro, que era griego, y se acababa de convertir a la Iglesia de Roma, requería que alguien le instruyera en las costumbres de sus nuevas cargas espirituales. Aunque Fidelma había creído, en aquel momento, que nunca volvería a ver a Eadulf, había pensado más de una vez en el monje sajón. Había experimentado un sentimiento de soledad y tan sólo recientemente había llegado a admitir que echaba de menos la compañía de Eadulf.
Ahora se enfrentaba a un misterio, que era más molesto para su mente que cualquiera de los enigmas que había tenido que resolver con anterioridad.
¿Por qué aquel misalito, su regalo de despedida en Roma, estaba en un mercante galo abandonado, lejos de la costa sudoeste de Irlanda? ¿Eadulf era un pasajero de aquel barco? Si era así, ¿dónde estaba? Si no era así, ¿quién era el propietario del libro? ¿Y por qué se habría desprendido Eadulf de su regalo?
Finalmente, a pesar de las preguntas que palpitaban en su mente, el sueño se apoderó de ella.
Sor Brónach despertó a Fidelma cuando todavía era oscuro, aunque había esa textura reveladora en el cielo que anunciaba la inminente llegada del amanecer. Tenía un cuenco con agua caliente para el aseo y una vela encendida para que pudiera hacerlo con comodidad. Hacía un frío intenso a esa hora temprana. Apenas había acabado de vestirse cuando oyó el lento repicar de una campana. Fidelma reconoció que se trataba del tradicional toque a muerto, que según la costumbre había de señalar el paso de un alma cristiana. Al cabo de un momento regresó sor Brónach con la cabeza inclinada y los ojos mirando al suelo.
– Ha llegado el momento de la observancia, hermana -susurró.
Fidelma asintió y la siguió al exterior del hostal de huéspedes hacia la duirthech, donde al parecer se había reunido la totalidad de la comunidad. Con gran sorpresa pudo constatar que la nieve caída la noche anterior no había cubierto los edificios de la abadía, aunque observó que había una fina capa de nieve sobre los bosques y las colinas de los alrededores. Una luz misteriosa y blanca envolvía la mañana.
En el interior de la capilla de madera hacía tanto frío que alguien había encendido un fuego que ardía en un brasero situado en la parte posterior. El suelo enlosado de la duirthech desprendía humedad y frío. La abadesa Draigen estaba arrodillada detrás del altar, sobre el cual había una gran cruz de oro bastante suntuosa, casi dominando la capilla. Ante el altar, frente a la congregación, estaba el fuat, el féretro, sobre el que yacía el cuerpo de la joven desconocida.
Fidelma tomó asiento en el último banco, junto a sor Brónach. Agradecía el calor que desprendía el brasero cercano. Miró alrededor, fijándose en la opulencia del mobiliario de la capilla de madera. Además de la riqueza de la cruz del altar, en las paredes colgaban numerosos iconos con accesorios de oro, visibles desde cualquier lado. Supuso que las exequias se habían iniciado la noche anterior. El cadáver estaba envuelto en una racholl, una mortaja de lino blanco. En cada esquina del féretro una vela vacilaba bajo la leve brisa de la mañana.
La abadesa Draigen se puso en pie y lentamente empezó a palmotear a la manera tradicional del lámh-comairt, que significaba «el lamento por los muertos». Entonces las hermanas iniciaron un leve grito quejumbroso -el caoine-, el lamento. Era un sonido escalofriante a la media luz del amanecer, y a Fidelma le produjo un hormigueo en la nuca aunque lo había oído muchas veces antes. El lamento por los muertos era una costumbre que se remontaba a los tiempos anteriores a la nueva fe, los de los viejos dioses y diosas.
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