– Tal vez cuando acabe aquí pueda conocer mejor vuestra tierra -replicó Fidelma con solemnidad.
– Entonces me encantará acompañaros -se ofreció Olcán-. Porque, desde la ladera de la montaña que tenemos detrás de nosotros, puedo mostraros la lejana isla donde el dios de la muerte, Donn, reunió las almas de los difuntos para transportarlas en su gran barco negro hacia el oeste, al Más Allá. También Adnár conoce bien la historia local. ¿No es así, Adnár?
El jefe inclinó la cabeza secamente en señal de afirmación.
– Como dice Olcán, si deseáis ver los antiguos lugares de esta isla, estaríamos encantados de serviros de guías.
– Me encantaría -admitió Fidelma, pues sentía gran fascinación por las antiguas leyendas de su tierra-. Pero ahora he de regresar a la abadía para continuar mi investigación.
Se levantó de la mesa y los hombres se levantaron con ella de mala gana.
– Ha sido un placer conoceros, Fidelma -dijo Olcán cuando llegaron a las escaleras y se detuvieron un momento-. Es muy triste, sin embargo, que este encuentro se haya debido a un acontecimiento tan terrible.
La bahía se veía iluminada por la pálida luz del sol. Olcán miró hacia donde estaba anclado el mercante galo, el único barco en la bahía.
– ¿Es ése el barco que os trajo desde Ros Ailithir? -preguntó el hombre observando sus formas extrañas con repentino interés.
Fidelma le resumió rápidamente el misterio.
Entonces intervino Adnár.
– Voy a enviar a mis hombres a bordo del barco galo esta tarde -dijo con decisión.
Fidelma se volvió hacia él, asombrada.
– ¿Con qué propósito?
Adnár le devolvió una sonrisa de suficiencia.
– Estoy seguro de que conocéis el derecho de salvamento.
Su tono produjo gran indignación en Fidelma.
– Si vuestra intención es hablar con sarcasmo, Adnár, os daré un consejo al respecto: nunca le gana a la lógica -replicó fríamente-. Conozco el derecho de salvamento y os vuelvo a preguntar en qué os basáis para pretender enviar a vuestros hombres a reclamar el barco galo.
Olcán sonrió sardónicamente ante la vergüenza de Adnár, que tenía las mejillas rojas.
Con resentimiento, el bó-aire apretó los labios.
– Conozco bien los textos del Mur-Bretha, hermana. Puesto que soy magistrado de una franja de costa he de conocer esas cosas. Cualquier salvamento que se traiga a esta costa me pertenece…
Olcán se volvió hacia Fidelma con una sonrisa compungida.
– ¿Seguro que es así, hermana? Pero siempre que el objeto de salvamento esté valorado en cinco séts o vacas. Si vale más, lo que supere esa cantidad se tiene que dividir, un tercio para el bó-aire, un tercio para el gobernador de este territorio, mi padre, y un tercio para los jefes de los principales clanes de esta zona.
Fidelma contempló la cara triunfante de Adnár y se volvió hacia Olcán con expresión grave.
– Os habéis olvidado de añadir, en vuestra exposición de las leyes del mar, que vuestro padre también tendrá que dar un cuarto de su parte al rey de la provincia, mi hermano, y el rey de la provincia tendrá entonces que darle un cuarto de esa parte al Rey Supremo. En eso consiste estrictamente la ley del salvamento.
Olcán se rió entre dientes apreciando el conocimiento de Fidelma del derecho de salvamento.
– Caramba, hacéis honor a vuestra reputación, sor Fidelma.
A decir verdad, Fidelma acababa de leer los textos del Mur-Bretha mientras investigaba el problema de Ros Ailithir. En ese momento, se había dado cuenta de que su conocimiento de las leyes del mar era muy deficiente. Sólo su estudio reciente la había hecho una buena conocedora del tema.
– Así pues también sabréis -añadió Adnár casi con malicia- que como bó-aire he de imponer una multa a Ross por no mandar un aviso inmediato, a mí y a los jefes de este distrito, de que había traído ese barco salvado hasta este puerto. Eso también lo dice la ley.
Fidelma miró el rostro sonriente y burlón de Adnár, pero permaneció digna. Empezó a sacudir lentamente la cabeza en señal de negación, y vio que la expresión del hombre mudaba hacia el desconcierto.
– Tenéis que estudiar las leyes del frith-fairrgi, o «hallazgos en el mar», con más atención.
– ¿Por qué? -inquirió Adnár, ya perdida su anterior confianza ante la seguridad demostrada por la monja.
– Porque si hubierais estudiado el texto atentamente, hubierais visto que si un hombre recupera un artículo valioso que estuviera flotando en el mar, lo cual incluye un barco al igual que meros restos, y ha rescatado ese artículo a una distancia superior a nueve olas de la costa, tiene derecho a quedarse con él y ninguna persona puede reclamarlo, ni siquiera el Rey Supremo. El barco, por lo tanto, pertenece a Ross y a nadie más. Sólo si el rescate se ha realizado dentro de esa distancia de nueve olas de la costa tenéis derecho a reclamarlo.
La distancia de nueve olas era lo que se conocía como forrach y equivalía a ciento cuarenta y cuatro pies. Así que Ross había encontrado el barco galo a una distancia muy alejada de las aguas territoriales.
La distancia de nueve olas tenía un simbolismo que se remontaba a la época pagana. Incluso ahora, entre aquellos que pretendían creer en la fe de Cristo, el símbolo mágico de las nueve olas era totalmente aceptado. Hacía dos años, cuando la terrible peste amarilla había asolado los cinco reinos de Irlanda, Colman, el profesor principal del colegio de san Finbarr en Cork, había huido con sus alumnos a una isla para poner una distancia de nueve olas entre él y la tierra de Irlanda. Había afirmado que «la peste no sobrepasa las nueve olas».
Adnár se quedó mirando a Fidelma consternado.
– ¿Estáis bromeando? -preguntó, casi apretando los dientes.
Olcán vio que Fidelma fruncía el ceño y la desarmó con una risotada.
– Por supuesto que no, Adnár. Ningún oficial de los tribunales se tomaría a broma la ley. Vos, mi querido bó-aire, estáis mal informado.
Adnár se giró y miró enojado al joven príncipe.
– Pero… -empezó a protestar, pero se calló ante la rápida mirada airada de Olcán.
– ¡Basta! Este asunto me aburre, y estoy seguro de que a sor Fidelma también. -Sonrió a la joven amablemente-. Ahora tenemos que dejarla regresar a la abadía. ¿Os acordaréis del consejo de Adnár y del hermano Febal? Sí, estoy seguro de que así será -continuó antes de que la hermana pudiera contestar-. Sin embargo, si deseáis algo durante vuestra estancia en nuestra tierra de Beara no tenéis más que pedirlo. Creo que hablo en el nombre de mi padre, Gulban, y en el mío propio.
– Eso es bueno saberlo, Olcán -contestó Fidelma-. Y ahora, voy a ocuparme de problemas más urgentes. Agradezco vuestra hospitalidad, Adnár… y vuestro consejo.
Se dio cuenta de que la observaban desde los muros de la fortaleza mientras ella se dirigía al embarcadero y un guerrero silencioso la ayudaba a subir al bote. Vio que la seguían mirando cuando se inclinó y empezó a remar rítmicamente para que la pequeña embarcación avanzara sobre las olas de regreso a la abadía. Se sentía incómoda. Había algo de lo acontecido durante su visita a la fortaleza de Adnár que la preocupaba.
Adnár y Olcán eran una compañía grata. Pero no acababa de entender por qué le resultaban antipáticos. El aspecto físico de Olcán era bastante repelente, pero no era desagradable. Adnár había intentado marcarse un tanto respecto al salvamento del barco galo. No tenía que culparlo por ello. Lo que le preocupaba más era esa casi irracional aversión que sentía hacia ellos, que no surgía de un análisis lógico. Había algo que no le infundía ninguna confianza y sintió que inmediatamente se le erizaban los pelos. Tal vez le ofendían las calumnias vertidas contra Draigen. No tardaría en averiguar si las historias eran ciertas. Y si lo eran, ¿ese hecho implicaba alguna culpabilidad por parte de la comunidad de la abadía? Pues, si había culpa, la totalidad de la comunidad no podía ser ajena a ella.
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