Fue manejando la embarcación hasta el embarcadero de la abadía y una vez más se preguntó si aquellas acusaciones contendrían algo de verdad.
Cuando amarró el bote y se dirigía a la playa, oyó el sonido de un gong.
Cuando sor Síomha no apareció en la residencia de huéspedes media hora después de mediodía, a la hora en que la había citado Fidelma, ésta decidió ir en busca de la administradora de la comunidad. Comprobó la hora al pasar ante el reloj de sol de bronce situado en el centro del patio que ostentaba una rimbombante inscripción en latín: Horas non numero nisi serenas («No cuento las horas si no son soleadas»). El día era frío pero, sin duda, claro y soleado. Las nubes con nieve que habían pasado durante la noche hacía tiempo que se habían ido.
Fue la joven sor Lerben quien pudo indicar el camino a Fidelma hasta la torre que se elevaba detrás de la iglesia de madera. Fidelma había descubierto que sor Lerben era más una criada personal que una simple ayudante de la abadesa. Lerben dijo a Fidelma que encontraría a sor Síomha en la torre, ocupándose del reloj de agua. La torre era una gran construcción situada justo al lado del almacén de piedra donde Fidelma había entrado la noche anterior. La base de la torre era de piedra y los pisos superiores de madera, y alcanzaban una altura de treinta y cinco pies. Fidelma vio, en la parte superior de la torre, la campana principal que llamaba a la oración a los miembros de la comunidad.
A medida que ascendía por las escaleras de madera en el interior de la base de piedra, Fidelma se fue sintiendo más molesta por la arrogancia de la administradora, que había ignorado su requerimiento. Si un dálaigh exigía la presencia de un testigo, éste tenía que obedecer so pena de recibir una multa. Fidelma decidió que se aseguraría de que la orgullosa sor Síomha aprendiera la lección.
La torre cuadrada estaba constituida por una serie de salas situadas una encima de la otra, con suelo de tablas de abedul que se apoyaban en pesadas vigas de roble. Unas escaleras conducían de una sala a otra. Cada cámara tenía cuatro ventanitas que daban a los cuatro lados del edificio, pero esas aberturas oscurecían las estancias en vez de proporcionarles luz. La torre en sí, o al menos los dos primeros pisos, estaba ocupada por la tech-screptra, la «casa de los manuscritos» o biblioteca de la comunidad. Unos marcos de madera recorrían la habitación con filas de perchas o colgadores. De cada uno de ellos pendía una tiag liubhar o saca para libro.
Fidelma se detuvo asombrada ante aquella colección de volúmenes que poseía la abadía de El Salmón de los Tres Pozos. Debía de haber más de cincuenta colgados de los ganchos en los dos primeros pisos. Fidelma examinó con atención varios de ellos y encontró, para gran sorpresa suya, copias de los trabajos del eminente erudito irlandés Longarad de Sliabh Marga. Otra saca contenía las obras de Dallán Forgaill de Connacht, que había presidido las grandes asambleas de bardos de su tiempo y que había sido asesinado hacía setenta años. Las sospechas habían recaído en Guaire el Hospitalario, rey de Connacht, pero nunca se pudo probar su implicación. Era uno de los grandes misterios que Fidelma consideraba a menudo, y habría deseado vivir en aquellos tiempos para poder resolver el enigma de la muerte de Dallán.
Miró en el interior de una tercera saca y encontró una copia de Teagasc Rí, La enseñanza del Rey. El autor de este trabajo era el Rey Supremo Cormac Mac Art, que había muerto en Tara en 254. Aunque no se convirtió a la fe, era conocido como uno de los monarcas más sabios y benefactores. Había escrito el libro de instrucciones sobre la vida, la salud, el matrimonio y las costumbres. Fidelma sonrió al recordar su primer día de enseñanza con su mentor, el brehon Morann de Tara. Se había mostrado tímida y casi con miedo a hablar. Morann había citado una línea del libro de Cormac: «Si sois demasiado habladora, no os prestarán atención; si sois demasiado callada, no os tomarán en consideración».
Fidelma frunció el ceño mientras examinaba las hojas de pergamino del libro. Muchas de ellas estaban manchadas de un barro rojizo. ¿Cómo podía permitir cualquier buen bibliotecario que un tesoro como ése estuviera tan pintarrajeado? Pensó en hablar de ello con la bibliotecaria y volvió a dejarlo en su saca, mientras se echaba en cara haberse olvidado momentáneamente del propósito que la había llevado a la torre.
Con desgana, salió de la biblioteca y subió hasta el tercer piso. Allí había una habitación dispuesta para los escribas y copistas de la comunidad. Ahora estaba vacía, pero había escritorios preparados con montones de plumas de oca, cisne y cuervo listas para ser afiladas. Algunos tableros estaban ya con las vitelas, las pieles de cordero, cabra o ternero extendidas. Había botes de tinta hecha con carbón, negra y duradera.
Fidelma miró en torno suyo y supuso que los escribientes que ocupaban la sala estaban comiendo después del ángelus de mediodía. El pálido sol se filtraba hasta la habitación a través de las ventanas del sur y del oeste, y la iluminaba con un haz de luz traslúcida, que le daba un aspecto cálido y cómodo a pesar del aire glacial. Era un lugar espacioso y seguro para trabajar, le pareció a Fidelma. Desde allí la vista era impresionante. Hacia el sur y el oeste, a través de las ventanas, veía el mar reluciente y los cabos entre los que se extendía la cala. El barco galo seguía anclado. Tenía las velas enrolladas pero a bordo no se veía señal de Odar ni de sus hombres. Supuso que estarían descansando o comiendo. El agua chispeaba alrededor de la nave, reflejando el azul pastel del cielo. Mirando directamente hacia el oeste, se veía la fortaleza de Adnár, y si se dirigía la vista hacia el norte y el este, los bosques y los picos cubiertos de nieve de las montañas que había detrás de la abadía; picos que recorrían la península como la espalda de un lagarto.
Se acercó a la ventana orientada al norte para mirar. Abajo, los edificios de la abadía se extendían alrededor de un gran claro al pie del cabo. El lugar parecía desierto ahora, y le confirmaba que las hermanas estaban comiendo en el refectorio. La abadía de El Salmón de los Tres Pozos estaba, sin duda, situada en un lugar realmente hermoso. La gran cruz se alzaba, blanca, bajo el sol. Justo debajo estaba el patio, con el reloj de sol en el centro. Había numerosos edificios que no se comunicaban entre sí y que formaban los laterales del patio, con la gran iglesia de madera, la duirthech, ocupando el lateral sur del patio enlosado. Detrás de los edificios principales que daban al patio había otras muchas construcciones de madera y algunas de piedra, donde vivían y trabajaban los miembros de la comunidad.
Fidelma estaba a punto de regresar al interior de la estancia cuando vio algo que se movía en un sendero, a una media milla de distancia de la abadía. Había un caminito que parecía descender de las montañas, desaparecía tras una línea de árboles e iba probablemente en dirección a la fortaleza de Adnár. Una docena de jinetes avanzaba con cautela por aquel sendero. Fidelma entornó los ojos para ver mejor. Tras los jinetes, más hombres avanzaban corriendo. Sintió lástima de ellos al ver que tenían que mantener el paso de los caballos por aquel terreno rocoso e inclinado.
No podía distinguir nada, salvo que los primeros caballeros iban ricamente equipados. El sol hacía relucir los vivos colores de sus vestimentas y también centellear los bruñidos escudos de varios de los hombres montados. A la cabeza de la columna, uno de los jinetes portaba un gran estandarte. Una corriente de seda, con emblemas que ella no podía distinguir, se sacudía y retorcía bajo la brisa. Fidelma frunció el ceño al ver algo extraño en los hombros de uno de los jinetes. Desde allí, en un primer momento le pareció que tuviera dos cabezas. ¡No! De vez en cuando veía que aquella cosa se movía, y se dio cuenta de que encaramado en el hombro del jinete iba un gran halcón. La fila de caballeros, con los infantes tras ellos, pasó bajó la hilera de árboles y Fidelma los perdió de vista.
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