Se quedó un rato preguntándose si volvería a verlos de nuevo, pero el espeso robledal los ocultaba. Sintió curiosidad por saber quiénes podrían ser y luego se olvidó. No tenía sentido perder el tiempo en eso si no tenía manera de contestar la pregunta.
Se alejó de la ventana y se dirigió hacia las escaleras que conducían al cuarto y último piso de la torre.
Entró en el piso superior por una trampilla, sin detenerse a llamar o anunciar de alguna manera su presencia.
Sor Síomha estaba inclinada sobre un gran cuenco de bronce que estaba colocado sobre un hogar de piedra y humeaba suavemente. La rechtaire de la comunidad alzó la mirada airada con un airado fruncimiento de ceño y luego cambió un poco de expresión al reconocer a Fidelma.
– Me preguntaba cuándo vendríais -dijo la administradora de la comunidad con tono irritado.
Por una vez, Fidelma se quedó sin palabras. Abrió bien los ojos de forma involuntaria.
Sor Síomha se detuvo a ajustar un cuenquito de cobre que flotaba sobre el gran recipiente de bronce y luego se irguió y se giró hacia Fidelma.
Una vez más a Fidelma le pareció que aquella cara angelical no encajaba con la actitud y el cargo de rechtaire. Fidelma la examinó minuciosamente; tenía los ojos grandes y de color ámbar. Sus labios eran carnosos y aquí y allá un mechón de cabello negro asomaba por debajo de su tocado. Su rostro estaba salpicado de pecas. La joven hermana transmitía una imagen de ingenuidad e inocencia. Sin embargo, algo brillaba en el fondo de aquellos ojos color de ámbar, una expresión que a Fidelma le costaba interpretar. Era un fuego como de inquietud y enfado.
Fidelma frunció el ceño e intentó recuperar su enojo.
– Quedamos en encontrarnos en el hostal a mediodía… -empezó a decir, pero con gran sorpresa vio que la joven hermana negaba firmemente con la cabeza.
– No quedamos en nada -replicó con tono brusco-. Vos me dijisteis que estuviera allí a mediodía y luego os marchasteis antes de que pudiera contestar.
Fidelma estaba asombrada. Desde luego era una interpretación de la conversación. Sin embargo, había que tener en cuenta el atrevimiento inicial de la joven, que había hecho reaccionar a Fidelma para poner freno a la insolencia y falta de respeto que mostraba hacia su labor. Obviamente, no había aprendido la lección.
– ¿Os dais cuenta, sor Síomha, de que soy abogada de los tribunales y que tengo ciertos derechos? Os he convocado ante mi presencia como testigo, y el hecho de que hayáis desobedecido os obliga a pagar una multa.
Sor Síomha sonrió con arrogancia.
– No me preocupan vuestras leyes. Yo soy la administradora de esta comunidad y son mis responsabilidades aquí las que requieren mi atención. Mi primer deber es con mi abadesa y la regla de esta comunidad.
Fidelma tragó saliva bruscamente.
No sabía si el comportamiento de la joven hermana se debía a la inocencia o simplemente a la terquedad.
– Entonces tenéis mucho que aprender -contestó Fidelma cortante-. Me pagaréis esa multa, pues yo la encuentro justa y, para asegurarme de vuestra buena disposición, eso tendrá lugar ante la abadesa Draigen. Mientras tanto, explicadme cómo es que estabais con sor Brónach cuando el cadáver se sacó del pozo.
Sor Síomha abrió la boca como si fuera a discutir con Fidelma, pero luego cambió de opinión. Entonces se dirigió a una silla y se dejó caer en ella. Nada en su porte indicaba que era una religiosa. No se movía con calma, no cruzaba las manos con modestia, no había sumisión contemplativa. Su cuerpo mostraba agresividad y arrogancia.
Era el único asiento que había en la habitación, y a Fidelma no le quedó más remedio que quedarse de pie ante la muchacha sentada. Fidelma echó rápidamente una mirada alrededor. La estancia, como las otras, tenía cuatro ventanas, pero eran más grandes que las de los pisos inferiores. Había un montón de leños y ramitas en un rincón. En el otro lado, estaba el hogar de piedra cuyo humo se escapaba por la abertura oeste, aunque, con la brisa cambiante, a veces el humo volvía hacia el interior y llenaba la habitación de un olor acre. Una mesita, con tablillas para escribir y algunos graib, o estilos de metal, era el único mobiliario que había. Sin embargo, delante de la ventana norte había un gran gong de cobre y un palo.
En otro rincón había una escalera que daba acceso al terrado de la torre, donde estaba la estructura de la que colgaba la gran campana de bronce. Cuando llegaba la hora de un servicio o de una oración, una hermana subía y la hacía sonar.
Fidelma reparó en todo esto con una breve mirada. Luego, volvió a posar la vista sobre sor Síomha, que seguía sentada.
– No habéis contestado mi pregunta -dijo Fidelma con suavidad.
– Sin duda sor Brónach os ha dicho lo que sucedió -respondió con tozudez.
La expresión de Fidelma dejaba traslucir un fulgor peligroso.
– Y ahora me lo vais a decir vos.
La administradora contuvo un suspiro. Su voz sonó monótona, como la de un niño que repite una lección ya sabida.
– Era la obligación de sor Brónach sacar agua del pozo cada día. Cuando la abadesa Draigen regresa de las oraciones de mediodía en la iglesia, sor Brónach ya tiene normalmente el agua preparada en su habitación. Aquel día no había rastro del agua ni de sor Brónach. Yo estaba con la abadesa y ésta me pidió, como administradora que soy, que fuera en busca de Brónach…
– ¿Sor Brónach es la portera de esta abadía, no es así? -interrumpió Fidelma, que conocía perfectamente la respuesta, pero que buscaba la manera de cortar aquel tono monótono.
Síomha parecía desconcertada, pero movió ligeramente la cabeza en un gesto afirmativo.
– Lleva aquí muchos años. Es la de más edad de casi todas las integrantes de esta comunidad, salvo por la bibliotecaria, que es la mayor. Tiene ese cargo más por su edad que por su capacidad.
– No es de vuestro agrado, ¿no es así? -observó Fidelma secamente.
– ¿Agrado? -La joven se mostró sorprendida por la pregunta-. ¿No fue Esopo quien escribió que no pueden agradarse las cosas que no se parecen? Entre sor Brónach y yo no hay ninguna afinidad.
– No hace falta ser el alma gemela de alguien para sentir afecto por él.
– La compasión no es la base del afecto -replicó la joven-. Ése es el único sentimiento que me despierta sor Brónach.
Fidelma se dio cuenta de que sor Síomha no carecía de inteligencia, a pesar de su vanidad. Tenía una habilidad verbal que ocultaba sus pensamientos más íntimos. Pero, al menos, Fidelma había cortado su tono. Se podía percibir mucho más cuando la voz era más animada. Fidelma decidió probar con otra táctica.
– Tengo la impresión de que no tenéis amistad con muchas de las hermanas de la comunidad. ¿Es así?
Esa idea la había colegido de su charla con sor Brónach, pero le sorprendió ver que Síomha no la negaba.
– Como administradora, mi trabajo no consiste en agradar a todos. Tengo que tomar muchas decisiones. No todas ellas son del gusto de la comunidad. Pero soy rechtaire y tengo un puesto de responsabilidad.
– Pero vuestras decisiones requieren la aprobación de la abadesa Draigen, por supuesto.
– La abadesa confía en mí implícitamente -dijo la joven con cierta jactancia.
– Ya entiendo. Bien, continuemos con el descubrimiento del cuerpo. Así que, a petición de la madre abadesa, fuisteis en busca de sor Brónach.
– Estaba junto al pozo, pero tenía dificultades para tirar de la cuerda. Yo pensé que intentaba excusar su tardanza.
– ¿Ah sí? ¿Y eso?
– Yo había sacado agua una o dos horas antes y no me había costado.
Fidelma se inclinó rápidamente.
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