Sor Síomha parecía indignada.
– ¡Cómo os atrevéis a sugerir…!
– La indignación no es una respuesta -replicó Fidelma con complacencia-. Y la arrogancia no es una contestación a…
Llamaron tímidamente a la puerta. Sor Brónach asomó por la trampilla.
– ¿Qué hay? -le espetó sor Síomha.
La hermana de mediana edad parpadeó ante aquel recibimiento tan brusco.
– Es la madre abadesa, hermana. Os requiere en su presencia inmediatamente.
Sor Síomha espiró con calma.
– ¿Y cómo voy a dejar el reloj de agua? -preguntó señalando el recipiente que tenía detrás, con un tono algo sarcástico.
– Yo me ocupo de él -respondió sor Brónach.
Sor Síomha se levantó y miró un momento a Fidelma.
– Supongo que tengo vuestro permiso para marcharme ahora. Os he dicho todo lo que sé respecto a este asunto.
Fidelma inclinó la cabeza sin decir nada y la joven administradora de la comunidad salió de la habitación con un gesto malhumorado. Por una vez Fidelma se reprendió por haber permitido que el temperamento de una persona marcara el tono de sus preguntas. Había creído que la mordacidad y la machaconería de su interrogatorio acabarían rebajando la arrogancia de sor Síomha. Pero no lo había conseguido.
Sor Brónach rompió el silencio.
– Está preocupada -observó en voz baja mientras se dirigía al hogar y comprobaba el recipiente de agua humeante.
Mientras hacía esto, el cuenco de cobre que flotaba se hundió de repente y sor Brónach se giró inmediatamente hacia un gran gong que estaba situado junto a la ventana abierta. Cogió un palo y lo golpeó con firmeza, y el sonido pareció resonar en la abadía. Entonces fue rápidamente a sacar el cuenco del agua, usando con destreza unas largas tenazas de madera que medían dieciocho pulgadas de largo, para que las manos no entraran en contacto con el agua. Extrajo el cuenco y lo vació para que pudiera volver a flotar sobre la superficie del agua.
A Fidelma le intrigó aquella operación, y se olvidó por un momento de sor Síomha. Había visto uno o dos relojes de agua en funcionamiento.
– Explicadme este sistema, sor Brónach -dijo, realmente interesada.
Sor Brónach lanzó una mirada dubitativa a Fidelma, como si pensara que había algún motivo oculto en su pregunta. Al concluir que no era así, o que si lo había ella no lo percibía, señaló el mecanismo.
– Alguna persona tiene que estar constantemente vigilando el reloj, o clepsidra, tal como lo llamamos nosotras.
– Eso ya lo entiendo. Explicadme el mecanismo.
– Este recipiente -sor Brónach señaló el gran cuenco de bronce que estaba al fuego- está lleno de agua. El agua se mantiene siempre caliente y sobre ella se coloca el recipiente de cobre, que tiene un agujerito muy pequeño en la base.
– Entiendo.
– El agua caliente se va filtrando por el agujero de la base del recipiente, lo llena y entonces éste llega a hundirse. Cuando sucede esto, ha pasado un período de quince minutos. Lo llamamos pongc Cuando el recipiente se hunde hasta el fondo del gran cuenco, el vigilante tiene que hacer sonar el gong. Hay cuatro pongc en un uair y seis uair hacen un cadar. Cuando se hace sonar el cuarto pongc, el que está al cargo del gong hace una pausa y luego golpea tantas veces como el número del uair que corresponda; cuando se toca el sexto uair, hay que hacer otra pausa y luego tocar el número del cadar, del cuarto del día. En realidad es un método muy simple.
Como Brónach se iba entusiasmando con la explicación, pareció cobrar vida por primera vez en todos los breves encuentros que Fidelma había tenido con ella.
Fidelma se quedó un momento pensando, al ver una forma de mejorar sus conocimientos.
– ¿Y este reloj de agua es el método mediante el cual estáis convencida de la hora en que fue encontrado el cuerpo?
Sor Brónach asintió con la cabeza sin prestar atención, pues comprobaba la temperatura del agua y reavivaba el fuego que ardía bajo el gran cuenco.
– ¿Entonces es un trabajo aburrido ocuparse de este reloj de agua?
– Bastante aburrido -admitió la hermana.
– Me resulta por tanto sorprendente encontrar a la rechtaire de la comunidad, la administradora, realizando esta labor -comentó Fidelma intencionadamente.
Brónach respondió que no con la cabeza.
– No es así; nuestra comunidad se enorgullece de la precisión de la clepsidra. Cada miembro de la comunidad, cuando ingresa en ella, se compromete a hacer turnos para vigilarla. Está escrito en nuestra regla. Sor Síomha ha mostrado un gran interés en aplicar esta regla. Así, durante estas últimas semanas, por ejemplo, ha insistido en hacer ella las guardias nocturnas, es decir, de medianoche a la hora del ángelus de la mañana. Incluso la madre abadesa a veces hace un turno, como todas las demás. Nadie puede quedarse haciendo guardia más de un cadar, o sea, un período de seis horas.
De repente Fidelma frunció el ceño.
– Si sor Síomha hace la guardia de noche, ¿qué estaba haciendo aquí ahora, después de mediodía?
– Yo no he dicho que hiciera todas las guardias nocturnas. Eso no está permitido, cada hermana ha de hacer su turno. Ella hace la mayoría y es una persona muy meticulosa.
– ¿Y sor Síomha hacía la guardia nocturna la noche anterior a que se descubriera el cuerpo?
– Sí. Creo que sí.
– Es mucho rato para estar aquí, sólo mirando, esperando que el recipiente se hunda y luego recordar cuántas veces hay que darle al gong -consideró Fidelma.
– No si uno es contemplativo -respondió sor Brónach-. No hay nada más relajante que hacer el período del primer cadar, es decir de medianoche hasta el ángelus de la mañana, a las seis. Ése es el momento que más me gusta. Probablemente por eso también a sor Síomha le gustan las guardias nocturnas. Una está aquí, sola con sus pensamientos.
– Pero con los pensamientos a una se le puede ir la cabeza -insistió Fidelma-. Puede olvidársele el período que ha pasado y cuántas veces hay que hacer sonar el gong.
Sor Brónach cogió una tablilla con un marco de madera en cuyo interior había una capa de arcilla blanda. Al lado había un estilo. Hizo una marca con el estilo y luego se la entregó a Fidelma.
– A veces pasa -confesó-, Pero hay una serie de rituales que hay que llevar a cabo. Cada vez que hacemos sonar el gong, hemos de registrar el pongc, el uair y el cadar.
– ¿Pero hay errores?
– Oh, sí. De hecho, la noche a la que hacíais referencia, la noche anterior a que encontráramos el cadáver, incluso sor Síomha se había equivocado.
– ¿Equivocado?
– Es un trabajo que requiere mucha exactitud, el de vigilante de un reloj, pero si olvidamos el número de veces que hay que tocar, simplemente tenemos que mirar las notas, y cuando la tableta está llena, la raspamos para que quede bien lisa y volvemos a empezar. Síomha se debió de equivocar con varios períodos de tiempo, pues cuando yo la sustituí aquella mañana, la tablilla de arcilla estaba retocada y era inexacta.
Fidelma observó con atención la tablilla de arcilla. No le importaban mucho las cifras que se enumeraban, sino la textura de la arcilla. Era de un curioso color rojo y le resultaba familiar.
– ¿Esto es arcilla de la zona? -preguntó.
Sor Brónach asintió con la cabeza.
– ¿Qué hace que tenga un color rojo tan extraño?
– Ah, eso. No estamos muy lejos de las minas de cobre y la tierra de los alrededores de aquí produce a menudo una arcilla característica. El cobre se mezcla con la arcilla natural y el agua y produce este efecto rojo tan fascinante. Nos va muy bien para las tablillas. Mantiene la superficie blanda durante más tiempo que la arcilla normal, así que no hemos de desperdiciar otros materiales para escribir. Es perfecta para la numeración de la clepsidra.
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