Ian Rankin - El jardínde las sombras

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El inspector Rebus se desvive por llegar al fondo de una investigación que podría desenmascarar a un genocida de la segunda guerra mundial, asunto que el gobierno británico preferiría no destapar, cuando la batalla callejera entre dos bandas rivales llama a su puerta. Un mafioso checheno y Tommy Telford, un joven gánster de Glasgow que ha comenzado a afianzar su territorio
Rebus, rodeado de enemigos, explora y se enfrenta al crimen organizado; quiere acabar con Telford, y así lo hará, aun a costa de sellar un pacto con el diablo.

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– Eso es. Y aquel edificio grande… cuando el coche se detuvo y todos miraron la fábrica.

Ella asentía con la cabeza.

– ¿Hablaron? ¿Dijeron algo?

Candice meneaba la cabeza de un lado a otro.

– John…-balbució agarrándose a sus solapas, sorbiendo y restregándose la nariz. Luego, se dejó caer a sus pies, de rodillas, mirándole con ojos llorosos y palpando el suelo con sus dedos húmedos para recoger de las baldosas los trozos de píldoras amarillas.

Rebus se puso en cuclillas frente a ella.

– Ven conmigo -dijo-. Te ayudaré.

Señaló hacia la puerta, el camino de la libertad,\ pero ella estaba absorta en llevarse los dedos a la boca. Abrieron la puerta y Rebus alzó la vista.

Era una mujer joven, bebida, con el pelo caído sobre la frente, quien se detuvo a mirar a aquella pareja agachada. Sonrió y se dirigió a una cabina.

– Dejad algo para mí -dijo echando el cerrojo.

– Vete, John -dijo Candice con trozos de píldora en la comisura de los labios y otro alojado entre los dientes-. Vete, por favor.

– No quiero que te hagas daño -dijo él apretándole las manos.

– Ya no me hago daño.

Se incorporó y le dio la espalda. Se miró en el espejo, se limpió la boca y se retocó el maquillaje. Volvió a sonarse, respiró hondo y salió de los servicios.

Rebus aguardó lo suficiente para que ella llegara al bar y luego abrió la puerta y se dirigió al coche casi sin sentir las piernas.

Durante el trayecto a su casa estuvo a punto de llorar.

Capítulo 25

A las cuatro de la mañana, el bendito teléfono le sacó de la pesadilla.

Prostitutas de campo de concentración con dientes afilados arrodilladas ante él… Jake Tarawicz en uniforme de las SS sujetándole por detrás diciendo que era inútil toda resistencia. Veía a través de los barrotes del ventanuco las boinas negras de los maquis que liberaban el campo dejando para lo último su barracón. Se habían disparado las sirenas de alarma y por el estruendo sabía que faltaba poco para que le salvaran…

… La alarma era el teléfono… Se levantó a tientas del sillón a cogerlo.

– Diga.

– ¿John?

Era una voz con el inconfundible acento de Aberdeen: el jefe supremo.

– Diga, señor.

– Véngase para acá que tenemos un problemita.

– ¿Qué problemita?

– Ya se lo explicaré aquí. Muévase.

A toda prisa en plena noche por la ciudad dormida. En St. Leonard tenían las luces encendidas en contraste con las viviendas cercanas, pero sin que se detectara signo alguno del «problemita» que decía Watson.

El jefe supremo estaba en su despacho con Gill Templer.

– Siéntese, John. ¿Un café?

– No, gracias, señor.

Como Templer y Watson no decidían quién tomaba la palabra Rebus salió en su ayuda.

– Han atentado contra los negocios de Tommy Telford.

– ¿Telepatía? -preguntó Templer con cara de sorpresa.

– Hubo un ataque con bombas incendiarias a la parada de taxis de Cafferty y a su casa y se sabía que no tardarían las represalias -dijo Rebus encogiéndose de hombros.

– ¿Se sabía?

¿Qué podía decir? «Yo sí, porque me lo dijo Cafferty.» No, no les gustaría.

– Bueno, pensé que dos y dos suman cuatro.

Watson se sirvió un vaso de café.

– Así que ahora tenemos una guerra en toda regla.

– ¿Qué han atacado?

– El salón de recreativos de Flint Street -dijo Templer-. El destrozo no es mucho porque tenía un sistema de aspersión contra incendios -añadió sonriendo al imaginarse un salón de juegos con sistema de aspersión…

Realmente Telford era precavido.

– Más un par de clubs nocturnos y un casino -añadió Watson.

– ¿Cuál de ellos?

El jefe supremo miró a Templer.

– El Morvena -dijo ella.

– ¿Hay heridos?

– El director y un par de amigos, con conmoción cerebral y magulladuras.

– De resultas de…

– Una caída en grupo cuando bajaban corriendo la escalera.

Rebus asintió con la cabeza.

– Es curioso los problemas que les da a algunos la escalera -dijo recostándose en la silla-. Bien, ¿y qué tiene todo esto que ver conmigo? No me lo digan: después de cargarme al socio japonés de Telford, decidí echar leña al fuego.

– John… -Watson se puso en pie y se sentó en el borde de la mesa-. Los tres sabemos perfectamente que no tiene nada que ver con esto. Por cierto, esta vez hemos encontrado una botella de whisky sin empezar debajo del asiento de su coche…

– Es mía -asintió Rebus con la cabeza.

Otra de sus bombas de suicida.

– ¿Cómo es que bebe whisky de supermercado?

– ¿Eso pone en la etiqueta? Serán cabrones…

– Por otra parte, no se ha detectado alcohol en su análisis de sangre. Pero, como acaba de decir, el sospechoso de esto es Cafferty. Y Cafferty y usted…

– ¿Quieren que hable con él?

Gill Templer se inclinó en la silla.

– No queremos que haya guerra.

– Para un alto el fuego hacen falta dos.

– Yo hablaré con Telford -dijo ella.

– Ve con cuidado, es un cabronazo muy listo.

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Hablarás tú con Cafferty?

Rebus no quería la guerra porque distraería a Telford del atraco a Maclean's, pues necesitaría todos sus hombres y puede que se viera obligado incluso a cerrar la tienda. No, él no quería la guerra.

– Hablaré con él -dijo.

En Barlinnie era la hora del desayuno.

Rebus se encontraba nervioso por el viaje y sabía que un whisky le habría calmado. Cafferty le esperaba en el locutorio de costumbre.

– Vaya horas, Hombre de paja -dijo con los brazos cruzados y cara de satisfacción.

– Habrás tenido una noche agitada.

– Al contrario; nunca había dormido tan bien aquí. ¿Y usted?

– Llevo en pie desde las cuatro de la mañana leyendo informes de destrozos. Y no te creas que me ha hecho gracia venir a verte. Si me hubieras dado el número de tu móvil…

Cafferty sonrió.

– Me han dicho que han hecho polvo los clubs nocturnos.

– Me parece que tus muchachos se han lucido. -A Cafferty se le borró la sonrisa-. Los locales de Telford disponían del último grito en prevención de incendios a base de sensores de humo y surtidores y los daños han sido mínimos.

– Esto no es más que el principio -replicó Cafferty-. Voy a borrarlo del mapa.

– Creí que eso era asunto mío.

– Hasta ahora poco ha hecho, Hombre de paja.

– Estoy preparando algo. Si sale bien, te gustará.

Cafferty entornó los ojos.

– Explíquemelo para que lo crea.

Rebus negó con la cabeza.

– En ocasiones hay que tener fe. -Hizo una pausa-. ¿Vale, entonces?

– No sé si lo entiendo bien.

– Tú retiras tus fuerzas y me dejas a Telford.

– Eso ya lo intentamos. Pero si él me ataca y yo no respondo quedo como una puta mierda.

– Nosotros vamos a hablar con él para disuadirle.

– ¿Y mientras, tengo que creerme que va a cumplir lo prometido?

– Fue el trato que hicimos.

– He hecho tratos con muchos cabrones -dijo Cafferty con desdén.

– En esta ocasión has encontrado una excepción a la regla.

– Excepción a muchas reglas es usted, Hombre de paja -replicó Cafferty pensativo-. ¿Así que el casino, los clubs y el salón de juego… no han quedado destrozados?

– Creo que les ha causado más daños el sistema de aspersión.

Cafferty apretó los labios.

– Eso me hace quedar como un imbécil.

Rebus no hizo ningún comentario y aguardó a que acabase de darle vueltas a lo que pensaba en silencio.

– De acuerdo -dijo el gángster finalmente-. Retiraré las fuerzas. De todos modos, tal vez sea hora de reclutar más gente. Sangre joven -añadió mirándole.

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