Ian Rankin - El jardínde las sombras

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El inspector Rebus se desvive por llegar al fondo de una investigación que podría desenmascarar a un genocida de la segunda guerra mundial, asunto que el gobierno británico preferiría no destapar, cuando la batalla callejera entre dos bandas rivales llama a su puerta. Un mafioso checheno y Tommy Telford, un joven gánster de Glasgow que ha comenzado a afianzar su territorio
Rebus, rodeado de enemigos, explora y se enfrenta al crimen organizado; quiere acabar con Telford, y así lo hará, aun a costa de sellar un pacto con el diablo.

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– ¿Crees que le vigilarán?

– Si son cuidadosos sí, y más si «pican».

– ¿Hablaste con Marty Jones?

– Irá mañana con un par de matones; pero a Jack le sacudirán poco.

– ¿No es correr demasiado?

– No podemos perder tiempo. Tal vez hayan pensado ya en alguien.

– Es mucho exigirle a Jack.

– Fue idea tuya.

– Lo sé.

– ¿Crees que no está a la altura?

– No es eso… sino que se va ver implicado en la guerra.

– Pues consigue el alto el fuego.

– Ya está conseguido.

– No es lo que a mí me consta…

Y fue lo que comprobó Rebus nada más colgar. Llamó a la puerta del despacho de Watson y al entrar comprobó que el jefe estaba de conferencia con Gill Templer.

– ¿Habló con él? -le preguntó Watson.

– Aceptó un alto el fuego -respondió Rebus-. ¿Y tú qué? -preguntó a Templer.

Ella lanzó un profundo suspiro.

– Hablé con el señor Telford en presencia de su abogado y le repetí varias veces lo que queríamos mientras el picapleitos no cesaba de insistir en que manchábamos el nombre de su cliente.

– ¿Y Telford?

– No hizo más que escuchar sentado sin dejar de sonreír mirando a la pared. Creo que ni puso los ojos en mi persona -añadió ruborizándose.

– ¿Pero tú se lo dijiste bien claro?

– Sí.

– ¿Y que Cafferty aceptaba?

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Pues qué diablos sucede?

– No podemos dejar que esto se nos vaya de las manos -comentó Watson.

– Me parece que ya ha sucedido.

La última noticia era que a dos hombres de Cafferty les habían destrozado la cara.

– Suerte que siguen con vida -prosiguió Watson.

– ¿Sabe lo que sucede? -dijo Rebus-. El problema es Tarawicz. Tommy está alardeando ante él.

– En casos así sería ventajoso tener independencia jurisdiccional para poder extraditar a ese tipo -añadió Watson.

– ¿Por qué no probamos? -dijo Rebus-. Se le comunica que aquí es persona non grata.

– ¿Y si no se va?

– Lo seguimos a sol y a sombra descaradamente y le hacemos la vida imposible.

– ¿Tú crees que serviría de algo? -dijo Gill Templer escéptica.

– Probablemente no -asintió Rebus dejándose caer en una silla.

– La situación se nos va de las manos -dijo Watson mirando su reloj-. Y eso no le va a gustar al director con quien tengo una cita en su despacho dentro de media hora. -Cogió el teléfono, pidió un coche y se levantó-. A ver si entre los dos dan con una solución.

Rebus y Templer cruzaron una mirada.

– Volveré dentro de un par de horas -añadió Watson mirando a un lado y otro como desamparado-. Cierren la puerta al marcharse.

Les dirigió un saludo con la mano y salió del despacho, que quedó en silencio.

– Él cierra el despacho con llave para que nadie le robe el secreto de su horrendo café -dijo Rebus.

– La verdad es que últimamente ha mejorado.

– ¿No será degeneración de tus papilas gustativas? Bien, inspectora jefe… ¿buscamos esa solución? -añadió Rebus mirándola.

– Watson cree que se le va de las manos -dijo ella sonriendo.

– ¿Se ha marchado convencido de que van a echarle la bronca?

– Probablemente.

– ¿Y nosotros tenemos que sacarle las castañas del fuego?

– La verdad, no creo que seamos el Dúo Dinámico.

– Pues no.

– Y por otro lado, subsiste una parte de tu ser que dice: déjalos que se destrocen. Siempre que los tiros no alcancen a los civiles.

Rebus pensó en Sammy y en Candice.

– Lo que sucede es que siempre los alcanzan.

– ¿Qué tal te va a ti? -preguntó ella mirándole.

– Como siempre.

– ¿Tan mal?

– Es mi sino.

– Lo de Lintz está cerrado, ¿no?

Rebus negó con la cabeza.

– Existe una posibilidad de que haya una relación con Telford.

– ¿Sigues pensando que el inductor del atropello es Telford?

– Telford o Cafferty.

– ¿Cafferty?

– Con el propósito de que detengan a Telford igual que trataron de hacer conmigo con el atropello de Matsumoto.

– ¿Sabes que aún no has quedado libre de sospechas?

– ¿Van a iniciar una investigación interna los jefazos? -preguntó él mirándola y ella asintió con la cabeza-. Que la hagan y se unan a la fiesta -añadió frotándose las sienes-, que no se la pierdan.

– ¿Qué fiesta?

– Ésta que tengo en la cabeza y que no para -respondió inclinándose hacia la mesa para coger el teléfono que sonaba en aquel momento-. No, no está. ¿Quiere dejar algún recado? Soy el inspector Rebus. -Hizo una pausa y miró a Gill Templer-. Sí, llevo ese caso -añadió cogiendo lápiz y papel; hizo una anotación-. Hummm, ya veo. Sí, puede ser. Se lo diré cuando vuelva. -Miró otra vez fijamente a Gill Templer-. ¿Cuántos muertos habías dicho?

Uno solo. El otro huyó sujetándose el brazo como un colgajo para acabar poco después en un hospital, donde lo llevaron inmediatamente al quirófano para hacerle una copiosa transfusión de sangre con carácter de urgencia.

Todo a plena luz del día, no en Edimburgo: en Paisley, ciudad natal de Telford y su plaza fuerte. Cuatro hombres con uniforme del Ayuntamiento, como si fueran obreros de un turno; pero en lugar de picos y palas llevaban machetes y revólveres de gran calibre. Persiguieron a dos hasta unas viviendas donde había niños en triciclo, jugando a la pelota y mujeres asomadas a la ventana. El herido siguió corriendo después de recibir un machetazo descomunal mientras el otro intentaba saltar una valla. Cinco centímetros más y lo habría logrado, pero tropezó con la punta del pie y cayó al suelo, y al incorporarse sintió en la nuca el cañón del revólver: dos disparos y un borbotón de sangre y masa encefálica. Los niños interrumpieron su juego y las mujeres les gritaron que salieran corriendo. Pero aquellos dos disparos fueron como el colofón de la caza y los cuatro hombres giraron sobre sus talones y echaron a correr hacia una furgoneta que les aguardaba en la calle.

Una ejecución pública en pleno territorio de Tommy Telford.

Las dos víctimas eran conocidos prestamistas. El ingresado en el hospital era Stevie Murray, alias «Pequeñín», de veintidós años, y el que acabó en el depósito, Donny Draper, conocido desde niño por «Cortinas». Ya estarían haciéndose chistes al respecto. A El Cortinas le faltaban quince días para cumplir veinticinco años. Rebus le deseaba que hubiera disfrutado al máximo durante su breve paso por el planeta.

La policía de Paisley estaba al corriente del traslado de Telford a Edimburgo y sabía que allí tenían problemas, por eso llamaron al subdirector Watson a quien informaron de que se trataba de dos de los mejores hombres de Telford, que la descripción de los agresores era algo imprecisa y que los niños no hablaban porque se lo impedían sus padres por temor a represalias. Bueno, a la policía no le explicarían nada, pero Rebus dudaba mucho que no soltasen la lengua cuando Tommy Telford les preguntara con argumentos convincentes.

Malo. Aquello iba en aumento. Las bombas incendiarias y las palizas tenían remedio, pero llegar al asesinato era elevar considerablemente el listón de la revancha.

– ¿Vale la pena que volvamos a hablar con ellos? -preguntó Gill Templer.

Estaban en la cantina y tenían delante unos sandwiches sin tocar.

– ¿Tú qué crees?

Rebus sabía lo que pensaba y que únicamente hacía la pregunta por considerar que era mejor que nada. Habría podido decirle que no gastara saliva.

– Han utilizado un machete -dijo él.

– El mismo instrumento con que le abrieron la cabeza a Danny Simpson. -Rebus asintió-. Estaba pensando… -añadió ella.

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