– ¿Qué?
– En lo que dijiste… sobre Lintz.
Rebus apuró el resto de café frío.
– ¿Quieres otro?
– John…
– Lintz quería ocultar ciertas llamadas telefónicas -dijo él mirándola-. Una de ellas a la oficina de Tommy Telford en Flint Street. No sabemos la relación, pero sí debe haber alguna.
– ¿Qué podían tener en común Lintz y Telford?
– A lo mejor Lintz le pidió ayuda. O Telford le facilitaba prostitutas. Ya te digo que no lo sabemos. Por eso no lo hemos revelado.
– ¿Sientes auténtico odio por Telford, verdad?
Él la miró pensativo.
– No tanto como antes. Ha desmerecido mucho.
– ¿Y por Cafferty también?
– Y por Tarawicz… y por la Yakuza… y todos los que les ayudan.
Ella asintió con la cabeza.
– Esa es la fiesta a que te referías, ¿no?
Él se dio unos golpecitos en la cabeza.
– Los tengo aquí dentro, Gill. Intento echarlos pero no se van.
– ¿Y si probaras a no escuchar la música?
– Pues es una idea -dijo él sonriendo con desgana-. ¿Qué sugieres, Emerson, Lake y Palmer, The Enid? ¿O el triple elepé de Yes?
– Esa es tu especialidad, no la mía.
– No sabes lo que te pierdes.
– Sí que lo sé. He pasado por ello.
Un antiguo refrán escocés dice que a quien le pegan le gusta pegar a otro. Ese fue el motivo de que Watson volviera a llamarle al despacho. Al jefe aún no se le habían ido los colores de su entrevista con el director general. Rebus fue a sentarse, pero Watson le ordenó seguir de pie.
– Siéntese cuando yo se lo diga.
– Gracias, señor.
– ¿Qué demonios está pasando, John?
– ¿Cómo dice, señor?
Watson miró la nota que Rebus le había dejado.
– ¿Esto qué es?
– Un muerto y un herido grave en Paisley, señor; son hombres de Telford. Cafferty está pegando donde duele. Probablemente se ha dado cuenta de que Telford quiere abarcar más territorio del que puede y eso le permite atacar en las brechas.
– Paisley. No es nuestro problema -dijo Watson guardando el papel en el cajón.
– Lo será, señor. Porque cuando Telford replique lo hará aquí.
– Olvídese de eso, inspector. Hablemos de Productos Farmacéuticos Maclean's.
Rebus puso cara de sorpresa y, acto seguido, de resignación.
– Iba a decírselo, señor.
– Pero he tenido que saberlo yo directamente por boca del director.
– No por culpa mía, señor. Es un asunto de la Brigada Criminal.
– Pero ¿quién ideó ese asunto?
– Iba a decírselo, señor.
– ¿Sabe cómo he quedado yendo a Fettes ignorando cosas de las que están al corriente mis subalternos? Como un imbécil.
– Perdone, señor, pero no creo que sea así.
– ¡Como un imbécil! -repitió Watson dando un golpe en la mesa con la palma de las manos-. Y además no es la primera vez. Sabe perfectamente que yo siempre he procurado su bien.
– Sí, señor.
– Siempre me he portado como es debido.
– Ni que decir tiene, señor.
– Y mire cómo me lo paga.
– No volverá a suceder, señor.
Watson le miró fijamente y Rebus le sostuvo la mirada.
– Eso espero -dijo Watson recostándose en el sillón y calmándose por efecto de la terapia abroncadora a un semejante-. Ya que está aquí, ¿tiene algo más que decirme?
– No, señor. Salvo que… no sé…
– Adelante -dijo Watson irguiéndose de nuevo.
– Señor, creo que el que vive encima de mi piso podría ser lord Lucan.
Leonard Cohen: There Is a War.
Estaban a la espera de represalias por parte de Telford. El director había sugerido una «presencia ostensible como factor disuasorio». Para Rebus no fue una sorpresa, y probablemente menos aún para Telford, que ya tenía a mano a Charles Groal para alegar acoso cuando se presentaron los coches patrulla en Flint Street. ¿Cómo iba su cliente a poder desarrollar su legítimo y sustancioso negocio y diversas mejoras sociales con el hostigamiento que representaba aquella desagradable y prepotente vigilancia policial? Con «mejoras sociales» quería decir los jubilados que vivían en pisos sin pagar alquiler y que Telford no vacilaría en esgrimir como justificación. Un caramelo para la prensa.
Acabarían por retirar los coches patrulla, desde luego, no iban a estar apostados eternamente. Y cuando lo hicieran, otra vez fuegos artificiales. Era lo que todos se esperaban.
Rebus se acercó al hospital y se sentó con Rhona. La habitación, con la que ya se había familiarizado, era un oasis de calma y orden donde a cada hora del día se sucedían los rituales al uso.
– Le han lavado el cerebro -comentó Rebus.
– Porque le hicieron otro encefalograma -dijo Rhona- y tuvieron que quitarle esa mugre que ponen. Dicen que tú la viste mover los ojos.
– Eso me pareció.
Rhona le tocó el brazo.
– Jackie dice que es posible que vuelva este fin de semana. El que avisa no es traidor.
– Recibido y entendido.
– Tienes cara de cansado.
Rebus sonrió.
– Seguro que un día de estos alguien me dice que estoy estupendo.
– No será hoy -replicó Rhona.
– La culpa la tienen la bebida, los clubs nocturnos y las mujeres.
Conforme lo decía pensó en las Coca-Colas, el Casino Morvena y en Candice. «¿Por qué estaré entre dos fuegos?» «¿No estarán Cafferty y Telford liándome en su juego?», y pensó también cuánto ansiaba que no le sucediera nada a Jack Morton.
Cuando llegó a su casa, en Arden Street, sonaba el teléfono. Lo cogió justo antes de que se conectara el contestador automático.
– Un momento que pare este cacharro -dijo pulsando al fin el botón adecuado.
– La tecnología, ¿eh, Hombre de paja?
Cafferty.
– ¿Qué quieres?
– Me he enterado de lo de Paisley.
– ¿Eres ventrílocuo?
– Yo no tengo nada que ver con ello.
Rebus soltó una carcajada.
– Lo digo en serio.
Rebus se dejó caer en el sillón.
– Y yo voy y me lo creo.
Seguía pensando en el juego que se traían.
– Lo crea o no, sólo quería decírselo.
– Gracias. Seguro que ahora duermo mejor.
– Me están tendiendo una trampa, Hombre de paja.
– Telford no necesita tenderte trampas -replicó Rebus con un suspiro estirando el cuello a un lado y otro-. Escucha, ¿no has pensado en otra posibilidad?
– ¿En cuál?
– Que tus hombres se hayan desmandado y actúen a espaldas tuyas.
– Lo habría sabido.
– Tú te enteras de lo que te cuentan tus subalternos. ¿Y si te mienten? No digo toda la banda, pero podría haber dos o tres que fueran por libre.
– Lo habría sabido.
Ahora contestaba en un tono de voz más hueco, como pensándoselo.
– Bueno, muy bien; lo habrías sabido. ¿Quién te lo iba a haber advertido? Cafferty, tú estás en la otra punta del país, en la cárcel. ¿Va a ser tan difícil ocultarte algo?
– Son hombres que tienen toda mi confianza -replicó Cafferty haciendo una pausa-. Me lo habrían dicho.
– Si lo supieran, o si no les hubieran advertido que no te dijeran nada. ¿Me entiendes?
– Dos o tres que fueran por libre… -repitió Cafferty.
– ¿Se te ocurre alguno?
– Jeffries lo sabrá.
– ¿Jeffries? ¿Se llama así El Comadreja?
– Que no le oiga que le llama así.
– Dame su número de teléfono.
– No, le diré que le llame.
– ¿Y si es de los desmandados?
– Al menos sabremos de uno.
– ¿Reconoces que puede ser?
– Reconozco que Tommy Telford quiere verme en una caja.
Rebus miró por la ventana.
– ¿Tal como suena?
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