Ian Rankin - El jardínde las sombras

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El inspector Rebus se desvive por llegar al fondo de una investigación que podría desenmascarar a un genocida de la segunda guerra mundial, asunto que el gobierno británico preferiría no destapar, cuando la batalla callejera entre dos bandas rivales llama a su puerta. Un mafioso checheno y Tommy Telford, un joven gánster de Glasgow que ha comenzado a afianzar su territorio
Rebus, rodeado de enemigos, explora y se enfrenta al crimen organizado; quiere acabar con Telford, y así lo hará, aun a costa de sellar un pacto con el diablo.

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– John, he intentado localizarte en el despacho y te he dejado un mensaje. Pero pensé que querrías saber que nos han dado el resultado definitivo de las huellas. Si quieres localizarme en casa, el número es…

Rebus tomó nota. Eran las dos de la mañana pero Bill lo comprendería.

Al cabo de unos dos minutos contestó una voz de mujer algo borracha.

– Perdone -dijo Rebus-. ¿Está Bill?

– Ahora se pone.

Oyó que hablaban entre ellos y que a continuación cogían el receptor.

– Bueno, ¿qué hay de las huellas? -preguntó.

– ¡Cielo santo, John! ¡Te dije que podías llamar pero no a estas horas!

– Es importante.

– Lo sé. ¿Cómo sigue Sammy?

– Inconsciente.

Pryde bostezó.

– Bueno, la mayoría de las huellas del interior son del dueño y de su mujer. Pero hay otras y lo curioso es que son de niño.

– ¿Cómo estás tan seguro?

– Por su tamaño.

– Hay muchos adultos con manos pequeñas.

– Bueno, sí…

– Te noto un tanto escéptico.

– Mira, hay dos probabilidades: que a Sammy la atropellara alguien que daba una vuelta con un coche robado, o que las huellas sean del que limpió el interior una vez abandonado en el cementerio.

– ¿El crío que robó la radio y las cintas?

– Exacto.

– ¿No hay más huellas? ¿Ni parciales?

– El coche está limpio, John.

– ¿Y por fuera?

– Lo mismo. Hay tres clases de huellas en las puertas más las de Sammy en el capó -Pryde volvió a bostezar-. Así que tu teoría de una venganza…

– Sigue en pie. Un profesional usaría guantes.

– Es lo que yo he pensado. Pero no hay tantos profesionales.

– No.

Rebus pensó en El Comadreja: «Me estoy metiendo en el fango para cazar una babosa», se dijo. Pero esta vez por motivos personales.

Y no creía que fuese a haber juicio.

Capítulo 18

Desayunó con Hogan panecillos con beicon en el DIC de St. Leonard. Habían instalado una sala de homicidios en Leith y a Hogan le correspondía estar allí, pero quería la documentación en poder de Rebus y sabía de sobra que no podía confiar en que se la enviase.

– Pensé que así te ahorraba molestias -le dijo.

– Eres un señor -dijo Rebus examinando el interior de su panecillo-. Oye, ¿el cerdo es una especie en peligro de extinción?

– Te he quitado media loncha -dijo Hogan sacándose de la boca una tira de grasa que arrojó a la papelera-. Pensé que te hacía un favor por el colesterol y todo eso.

Rebus dejó el panecillo a un lado, dio un sorbo a la lata de Irn-Bru, idea de Hogan como bebida matinal, y deglutió. ¿Qué importancia podía tener el consumo de azúcar comparado con el VIH?

– ¿Qué te ha contado la mujer de la limpieza?

– Su gran pesar. En cuanto le dije que su patrón había muerto fue un mar de lágrimas -dijo Hogan sacudiéndose la harina de los dedos al terminar-. No conoce en persona a ninguno de sus amigos, nunca contestó al teléfono ni advirtió ningún cambio últimamente y no se cree que fuese un genocida. «Si hubiese matado a tanta gente yo me habría enterado», fueron sus palabras.

– ¿Se toma por vidente o qué?

Hogan se encogió de hombros.

– Todo lo que he podido sacarle es que tenía bastante genio y que le pagaba por adelantado, por lo cual habrá de devolver dinero.

– Considéralo como un posible móvil.

Hogan sonrió.

– Hablando de móviles…

– ¿Has averiguado algo?

– El abogado de Lintz me dio una carta del banco del difunto -dijo tendiéndole una fotocopia-. Hace diez días retiró cinco de los grandes.

– ¿Al contado?

– Él sólo llevaba encima diez libras y en su casa había otras treinta. De los cinco grandes ni rastro. Para mí que podría tratarse de un chantaje.

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿Y la agenda de direcciones?

– Nos va a dar trabajo. Hay muchos teléfonos antiguos con las señas de gente que cambió de domicilio o personas fallecidas. Eso, aparte de varias asociaciones benéficas, museos… y un par de galerías de arte. -Hogan hizo una pausa-. ¿Y tú?

Rebus abrió el cajón y sacó las hojas de fax.

– Acabo de recibir las llamadas que Lintz quería conservar en secreto.

Hogan echó un vistazo a la lista.

– ¿Las llamadas en general o alguna en particular?

– Lo he mirado por encima. Es de suponer que habrá personas con las que hablaba habitualmente cuyos números figurarán en los otros estadillos. La cuestión es detectar anomalías o excepciones.

– Lógico -dijo Hogan mirando su reloj-. ¿Alguna cosa más?

– Dos. ¿Recuerdas que te hablé del interés de la Brigada Especial?

– ¿Abernethy?

Rebus asintió con la cabeza.

– Ayer intenté localizarlo.

– ¿Y?

– Según su oficina venía hacia aquí. Ya se ha enterado.

– ¿Así que Abernethy anda husmeando por aquí y tú no te fías de él? Magnífico. ¿Qué más?

– David Levy. He hablado con su hija y no sabe dónde está, únicamente que se fue de viaje.

– ¿Y él odia a Lintz?

– Es posible.

– ¿Cuál es su número de teléfono?

Rebus dio unos golpecitos sobre el montón de carpetas.

– Lo tienes ahí.

Hogan miró con cara de pocos amigos el enorme montón de papeles.

– Lo he reducido a lo estrictamente necesario -comentó Rebus.

– Tengo lectura para un mes.

– Lo mío es tuyo, Bobby -dijo Rebus encogiéndose de hombros.

Después de irse Hogan, Rebus volvió a la lista de British Telecom y vio que venía desglosada como él quería. Contenía muchas llamadas al abogado y algunas a una empresa de taxis. Llamó a un par de números que resultaron ser entidades benéficas; Lintz habría llamado para comunicarles su dimisión. Otras se salían de lo normal: había una de cuatro minutos al Hotel Roxburghe y una segunda de veintiséis a la Universidad de Edimburgo. La del Roxburghe para hablar con Levy, sin duda alguna. El propio Lintz había confesado que había hablado con él; pero hablar, discutir con él, era una cosa, y llamarle al hotel otra.

Al marcar el número de la universidad le contestaron en la centralita y pidió que le pusieran con el antiguo departamento de Lintz. La secretaria, que llevaba más de veinte años en el departamento y estaba a punto de jubilarse, se mostró muy solícita y le dijo que, aunque recordaba al profesor, éste llevaba mucho tiempo sin contacto con el departamento.

– Yo me entero de todas las llamadas que recibimos.

– ¿No hablaría directamente con algún profesor? -sugirió Rebus.

– Ninguno me lo ha comentado, además, aquí ya no hay nadie de la época del profesor Lintz.

– Así que no está en contacto con el departamento.

– No sé los años que hará que no hablo con él, inspector…

¿Con quién habría sostenido el anciano una conversación de más de veinte minutos? Dio las gracias a la secretaria y colgó. Llamó a los otros números y resultaron ser dos restaurantes, una tienda de licores y la emisora local; explicó a la recepcionista lo que quería y ella le dijo que haría cuanto pudiera por averiguarlo. Luego, volvió a llamar a los restaurantes para que le informaran si Lintz había reservado mesa en ellos.

Al cabo de media hora comenzaron a llamarle a él. En el primer restaurante había reservado mesa para cenar él solo; en cuanto a la emisora, le habían invitado a un programa y Lintz había dicho que lo pensaría pero después les llamó declinando la invitación; en el segundo restaurante había reservado mesa para dos.

– ¿Para dos?

– El señor Lintz y otra persona.

– ¿Sabe por casualidad quién era la «otra persona»?

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