Ian Rankin - El jardínde las sombras

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El inspector Rebus se desvive por llegar al fondo de una investigación que podría desenmascarar a un genocida de la segunda guerra mundial, asunto que el gobierno británico preferiría no destapar, cuando la batalla callejera entre dos bandas rivales llama a su puerta. Un mafioso checheno y Tommy Telford, un joven gánster de Glasgow que ha comenzado a afianzar su territorio
Rebus, rodeado de enemigos, explora y se enfrenta al crimen organizado; quiere acabar con Telford, y así lo hará, aun a costa de sellar un pacto con el diablo.

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– Lleva quince días fuera de casa y no telefonea más que dos o tres veces por semana para preguntar si le han llamado o tiene correo y como mucho saber qué tal estoy.

– ¿Y qué tal está usted?

– Sí, ya sé que le pareceré su madre o algo así -replicó ella en un tono algo más risueño.

– Bueno, los padres, ¿sabe usted…? -añadió Rebus mirando al vacío-. Si no se les dice que ha sucedido alguna adversidad asumen alegremente que todo va bien.

– ¿Habla por experiencia?

– Ya lo creo.

– ¿Se trata de algo importante? -inquirió ella con interés.

– Muy importante.

– Bien, déme su número de teléfono y cuando llame le diré que se ponga en contacto con usted.

– Gracias.

Rebus le dio de carrerilla los números de su casa y del móvil.

– Muy bien -dijo ella-. ¿Quiere dejar algún recado?

– No; sólo que me llame. -Hizo una pausa-. ¿Ha recibido alguna otra llamada?

– ¿De alguien buscándole, se refiere usted? ¿Por qué lo pregunta?

– Pues… por nada. -No quería decir que era policía por no asustarla-. Por nada -repitió.

Cuando colgó alguien le tendió otro café.

– Ese auricular debe de estar al rojo vivo.

Lo tocó con la punta de los dedos y sí que estaba caliente, pero en aquel momento volvió a sonar el teléfono y lo cogió.

– Inspector Rebus.

– John, soy Siobhan.

– Hola, ¿cómo te va?

– John, ¿recuerdas aquel tipo?

– ¿Qué tipo?

– Danny Simpson.

– El lacayo de Telford, el despellejado.

– ¿Qué pasa con él?

– Me dicen que es VIH positivo. Su médico de cabecera acaba de comunicarlo en el hospital.

Rebus sintió la sangre salpicándole en los ojos, mojándole las orejas, regándole el cuello…

– Pobrecillo -musitó.

– Tendría que habernos informado en aquel momento.

– ¿Cuándo?

– Cuando lo llevamos a Urgencias.

– El pobre tenía otras cosas en que pensar y más aún con la cabeza tan desabrigada.

– ¡Por Dios, John, un poco de seriedad! -Se oyó la exclamación y algunos alzaron la cabeza del escritorio-. Tienes que hacerte un análisis de sangre.

– Muy bien. Por cierto, ¿cómo está?

– Le han dado de alta, pero está mal. E insiste en la misma versión de los hechos.

– ¿Influencia acaso del abogado de Telford?

– ¿Ese baboso de Charles Groal? Naturalmente.

– Así te ahorras una tarjeta para San Valentín.

– Oye, llama al hospital y hablas con la doctora Jones para que te dé cita. Pueden hacerte el test enseguida, aunque no es el último grito ya que los resultados tardan tres meses.

– Gracias, Siobhan.

Colgó y tamborileó con los dedos en el teléfono con los dedos. ¿No sería maldita la gracia…? Él, que perseguía a Telford, hace de buen samaritano con uno de sus hombres, pilla el sida y la diña. Se quedó mirando al techo.

«Vaya gracia, Gran Jefe.»

Sonó de nuevo el teléfono. Lo cogió de un manotazo.

– Centralita -dijo.

– ¿Eres tú, John? Patience Aitken.

– La única e incomparable.

– Quería saber si sigue en pie lo de esta noche.

– A decir verdad, Patience, no sé qué decirte. No estoy muy fino.

– ¿Quieres que lo dejemos?

– Ni mucho menos. Pero es que tengo que hacer una cosa en el hospital.

– Sí, claro.

– No, no es eso. No es por Sammy, sino por mí.

– ¿Qué te pasa?

Se lo explicó.

Fue con ella. Era en el mismo hospital de Sammy, pero en otro departamento. Lo que menos deseaba era tropezarse con Rhona y explicarle que cabía la posibilidad de que estuviera infectado por el sida, porque era capaz de echarle allí mismo una bronca.

La sala de espera era blanca y limpia; en las paredes había paneles de información y en las mesitas, folletos, como si el virus fuese una cuestión administrativa.

– Hay que reconocer que para un lazareto no está mal.

Patience se abstuvo de comentarios. Ahora estaban solos tras pasar por la recepción y después de que una enfermera anotara sus datos. Se abrió otra puerta.

– ¿Señor Rebus?

Una mujer alta y delgada con bata blanca le escrutaba desde el umbral. La doctora Jones, pensó. Patience se puso en pie cogiéndole del brazo para entrar pero a mitad de camino Rebus giró sobre sus talones.

Patience le alcanzó afuera y le preguntó qué sucedía.

– No quiero saberlo -dijo él.

– Pero John…

– Vamos, Patience. Sólo fueron unas simples salpicaduras de sangre.

Ella no parecía muy convencida.

– Tienes que hacerte el análisis.

Él volvió la vista hacia el edificio.

– Bueno, pero otro día, ¿vale? -añadió mientras echaba a andar.

Era la una de la madrugada cuando regresó a Arden Street. No había ido a cenar con Patience y optó por ir al hospital para hacer compañía a Rhona sellando un pacto con el Gran Jefe: si le devolvía a Sammy, dejaba la bebida. Acompañó a Patience a su casa y lo último que ella le dijo fue:

– Hazte el análisis. No lo dejes.

Estaba cerrando el coche cuando de pronto se le acercó un tipo.

– Señor Rebus, cuánto tiempo.

Conocía aquella cara. Barbilla puntiaguda, dientes mellados y respiración entrecortada. El Comadreja: uno de los hombres de Cafferty. Vestía como un mendigo, un camuflaje perfecto para su cometido de hacer de ojos y oídos del jefe en la calle.

– Tenemos que hablar, señor Rebus.

No sacaba las manos de los bolsillos de un abrigo demasiado grande para él y miraba hacia el portal.

– En mi casa no -dijo Rebus.

Había cosas sagradas.

– Aquí hace frío.

Rebus negó con la cabeza y El Comadreja sorbió por la nariz.

– ¿Cree que la atropellaron aposta?

– Sí -contestó Rebus.

– ¿Con intención de matarla?

– No lo sé.

– Un profesional no se andaría con bromas.

– Entonces, sería un aviso.

– Nos ayudaría disponer de sus datos.

– Eso no puede ser.

El Comadreja se encogió de hombros.

– ¿No pidió usted ayuda al señor Cafferty?

– No puedo entregar mis notas. ¿Qué te parece un resumen?

– Algo es algo.

– Rover 600 robado en George Street la misma tarde y abandonado en una calle cerca del cementerio de Piershill. Radio y cintas robadas… no necesariamente por la misma persona.

– Rateros.

– Podría ser.

El Comadreja reflexionó un instante.

– Para ser un aviso… tendrían que haber recurrido a un conductor profesional.

– Sí -asintió Rebus.

– Y de los nuestros no ha sido… Así que eso reduce la cifra. Un Rover 600… ¿de qué color?

– Verde Sherwood.

– ¿Aparcado en George Street?

Rebus asintió.

– Bueno, gracias -dijo El Comadreja dándose la vuelta para marcharse-. Me alegra volver a tratar con usted, señor Rebus -añadió antes de alejarse.

Rebus iba a decir algo pero recordó que necesitaba a El Comadreja más que El Comadreja a él. Pensó en cuánto había aguantado a Cafferty y cuánto tendría que aguantarle. ¿Toda la vida? ¿No habría sellado un pacto con el diablo?

Por Sammy habría sido capaz de mucho más…

En su casa puso el compacto de Rock'n Roll Circus y lo avanzó hasta las canciones de los Rolling Stones. Vio que el contestador automático parpadeaba. Había tres mensajes. El primero de Hogan.

– Hola, John. Era por comprobar si sabías algo de British Telecom.

Cuando él había salido de la comisaría aún no. Mensaje número dos, de Abernethy.

– Soy yo otra vez, el chico malo, etcétera. Me han dicho que me buscabas. Te llamo mañana. Adiós.

Rebus se quedó mirando el aparato, con deseos de que Abernethy dijera algo más o insinuara por dónde andaba, pero el aparato pasó al tercer mensaje; de Bill Pryde.

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