Ian Rankin - El jardínde las sombras

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El inspector Rebus se desvive por llegar al fondo de una investigación que podría desenmascarar a un genocida de la segunda guerra mundial, asunto que el gobierno británico preferiría no destapar, cuando la batalla callejera entre dos bandas rivales llama a su puerta. Un mafioso checheno y Tommy Telford, un joven gánster de Glasgow que ha comenzado a afianzar su territorio
Rebus, rodeado de enemigos, explora y se enfrenta al crimen organizado; quiere acabar con Telford, y así lo hará, aun a costa de sellar un pacto con el diablo.

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– A ti también te nombra un par de veces. ¿Has encontrado algo arriba?

– Ve tú a echar un vistazo mientras yo miro en el despacho.

Rebus subió la escalera, se detuvo en la puerta del despacho contemplándolo y a continuación fue a sentarse al escritorio haciéndose la idea de que era el suyo. ¿Qué haría en tal caso? Despachar los asuntos del día. Había dos muebles archivadores, pero para examinarlos era necesario levantarse y él era un anciano. Lo lógico es que Lintz guardase en ellos la correspondencia pasada; los papeles más recientes los tendría a mano.

Abrió los cajones y encontró la agenda mencionada por Hogan, cartas y una cajita de rapé con el polvo solidificado. Ni aquel pequeño vicio se había concedido Lintz. En el cajón inferior había unas carpetas de archivo. Cogió la rotulada «General/Casa» y vio que contenía facturas y garantías. Vio un sobre grande marrón con las letras BT. Lo abrió y sacó los recibos del teléfono del año en curso; el más reciente estaba encima, pero le decepcionó ver que no incluía el desglose de las llamadas, aunque curiosamente sí que figuraba en los demás. Lintz era meticuloso y en cada una de ellas había escrito el nombre, repasando la suma a pie de página del montante que le cargaba British Telecom. Todo el año igual hasta… hacía muy poco. Rebus frunció el ceño y advirtió que faltaba el penúltimo estadillo. ¿Lo habría traspapelado el anciano? Le extrañaba. Una factura de menos habría sido un caos inaceptable en el mundo rutinario de Lintz. Tenía que estar en alguna parte.

Pero no pudo encontrar el maldito recibo.

Toda la correspondencia era con abogados u organizaciones y comités benéficos de Edimburgo y no había una sola carta personal; estaban las de su dimisión a los diversos comités, y Rebus pensó si no habría sido por efecto de presiones. Edimburgo llegaba a ser cruel y frío a ese respecto.

– ¿Qué? -dijo Hogan asomando la cabeza por la puerta.

– Estaba pensando…

– ¿Qué?

– Si añadiésemos un invernadero junto a la cocina…

– Perderíamos espacio del jardín -comentó Hogan entrando y apoyándose en la mesa-. ¿Has encontrado algo?

– Falta una factura del teléfono y de buenas a primeras comienza a recibirlas sin desglose de llamadas.

– Habrá que indagar eso -asintió Hogan-. Yo he encontrado un talonario en el dormitorio y en las matrices aparece un pago mensual de sesenta libras a nombre de E. Forgan.

– ¿En qué sitio del dormitorio?

– Lo tenía como señal entre las páginas de un libro -dijo Hogan abriendo el primer cajón y sacando la agenda de direcciones.

Rebus se levantó.

– Es una calle de gente de dinero. No creo que haya muchos vecinos que se hagan ellos mismos la limpieza.

Hogan cerró la agenda.

– La dirección de E. Forgan no la tiene. ¿La sabrán los vecinos?

– Los vecinos de Edimburgo lo saben todo, pero suelen callárselo.

Capítulo 16

Los vecinos de Joseph Lintz eran una artista y su esposo por un lado, y un abogado jubilado y su esposa por el otro. La artista tenía una mujer de la limpieza llamada Ella Forgan cuya dirección y teléfono les facilitó. Vivía en East Claremont Street.

De aquellas dos entrevistas la única información que recogieron fue sorpresa y horror por la muerte de Lintz y elogios al apacible y cortés vecino que todos los años enviaba una felicitación por Navidad y que en julio, un domingo por la tarde, les invitaba a una copa. No podían afirmar con exactitud si se ausentaba mucho porque era un hombre que salía de vacaciones sin avisar a nadie, salvo a la señora Forgan. Visitas, recibía pocas; o al menos era lo que ellos habían advertido, lo que, en resumidas cuentas, venía a ser lo mismo.

– ¿Hombres? ¿Mujeres? ¿O las dos cosas? -preguntó Rebus.

– Yo diría que las dos cosas -contestó la artista pensándoselo-. Realmente, sabíamos muy poco de él teniendo en cuenta que éramos vecinos hace más de veinte años…

Ah, algo también característico de Edimburgo; al menos en aquella clase de barrio. La riqueza era algo muy privado en la ciudad, no un objeto de presunción llamativo, sino una condición discretamente a resguardo tras los muros de piedra.

Rebus y Hogan celebraron conferencia al salir.

– Yo llamaré a la mujer de la limpieza para ver si puedo hablar con ella en la casa -dijo Hogan mirando hacia la puerta de entrada.

– Me gustaría saber de dónde sacó el dinero para comprar una casa como ésta -comentó Rebus.

– No resultará fácil de averiguar.

Rebus asintió con la cabeza.

– Deberíamos empezar por el abogado. ¿Y la agenda de direcciones? ¿No valdría la pena localizar a alguno de sus escurridizos amigos?

– Pues sí -contestó Hogan poco animado por la perspectiva.

– Yo averiguaré lo de los recibos de teléfono -dijo Rebus-, a ver si nos da alguna pista.

Hogan asintió con la cabeza.

– No olvides pasarme copia de tu documentación. ¿Tienes algo más entre manos en este momento?

– Bobby, si el tiempo fuese dinero, estaría empeñado con todos los prestamistas de Edimburgo.

Mae Crumley llamó a Rebus al móvil.

– Creí que ya no se acordaba de mí -dijo a la jefa de Sammy.

– Inspector, soy simplemente metódica y supongo que lo prefiere. -Rebus se detuvo en un semáforo-. Fui a ver a Sammy. ¿Hay alguna novedad?

– La verdad es que no. ¿Así que habló con sus clientes?

– Sí, y todos se mostraron sinceramente contrariados y sorprendidos; lamento decepcionarle.

– ¿Por qué piensa que me decepciona?

– Sammy mantenía con ellos muy buena relación y ninguno le habría deseado ningún mal.

– ¿Y los que rechazaron su asesoramiento?

Crumley dudó.

– Bueno sí, uno… No quiso tratar con ella al saber que su padre era inspector de policía.

– ¿Cómo se llama?

– Pero ése no pudo ser.

– ¿Por qué?

– Porque se suicidó. Se llamaba Gavin Tay y era conductor de una camioneta de helados…

Rebus le dio las gracias y colgó. Si habían tratado de matar a Sammy, la pregunta que se planteaba era: ¿Por qué? Él investigaba en el caso Lintz y Ned Farlowe había estado vigilando al anciano; él había tenido dos enfrentamientos con Telford, y Ned preparaba un libro sobre el crimen organizado. Y luego, estaba Candice… ¿No le habría contado algo a Sammy, algo que supusiera un riesgo para Telford, o para el señor Ojos Rosa? Imposible saberlo, pero estaba totalmente seguro de que el sospechoso más probable, el que tenía menos escrúpulos, era Tommy Telford. Recordó la primera entrevista y las palabras del joven gángster: «Eso es lo bueno de los juegos, que se puede volver a empezar después de un accidente. En la vida real no». Entonces le pareció una bravata, una fanfarronada para la galería, pero ahora le sonaba a amenaza.

Y además surgía el caso del señor Taystee, que relacionaba a Sammy con Telford; Taystee, cuyo trabajo era vender a la salida de los clubs de Telford y que no había querido saber nada de Sammy. No había más remedio que hablar con la viuda.

El problema principal que se perfilaba era la amenaza del señor Ojos Rosa de que si no dejaban en paz a Telford, Candice las pagaría. Asaltaron la imaginación de Rebus imágenes de Candice arrancada de su país y de los suyos, utilizada, violada y autolesionada como último recurso, aferrándose a las piernas de un desconocido… Recordó las palabras de Levy: «¿Puede el tiempo borrar la responsabilidad?». La justicia era algo bueno y noble, pero la venganza…, la venganza era un sentimiento mucho más fuerte que un concepto abstracto como «justicia». Se preguntó si Sammy querría venganza. Probablemente no. Desearía que ayudase a Candice, es decir, que cediera a las pretensiones de Telford. Pero Rebus no se veía capaz.

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