Los policías examinaban con minuciosidad el escenario del crimen llenándolo con su presencia y sus voces. Rebus hizo una seña a Hogan para que le siguiera y fueron hacia el fondo del cementerio, al sector que a Lintz tanto le gustaba. A medida que avanzaban había más matojos y hierbas entre las tumbas.
– Estuve aquí con él ayer por la mañana -dijo Rebus-. Yo no sé si a diario, pero casi todos los días venía al cementerio.
– Hemos encontrado una bolsa con útiles de jardinería.
– Le gustaba plantar flores.
– Luego, si sabían que vendría, le estarían esperando…
– Es un asesinato -dijo Rebus asintiendo con la cabeza.
– Pero ¿por qué ahorcarle? -preguntó Hogan pensativo.
– Tal como hicieron ellos en Villefranche. A los más ancianos del pueblo los colgaron en la plaza.
– Dios -exclamó Hogan deteniéndose-. Ya sé que llevas otro caso, John, pero ¿no podrías echarme una mano en éste?
– En lo que pueda.
– En principio me basta con una lista de posibles implicados.
– ¿Qué te parece una vieja que vive en Francia y un historiador judío que usa bastón?
– ¿Eso es todo?
– Bueno, y yo. Ayer le acusé de sopetón del intento de asesinato a mi hija. -Hogan se le quedó mirando-. Pero no creo que estuviera implicado. -Rebus hizo una pausa pensando en Sammy; había llamado al hospital y seguía inconsciente, el vocablo «coma» continuaba excluido del diagnóstico-. Otra cosa: un tal Abernethy de la Brigada Especial estuvo aquí hablando con Lintz.
– ¿Qué relación existe?
– Abernethy coordina las diversas investigaciones sobre crímenes de guerra pero es un veterano de la calle, no el clásico burócrata.
– Es extraño que le encomienden esa tarea -Rebus asintió con la cabeza-, pero no es para sospechar de él.
– Yo te digo lo que sé, Bobby. Podemos buscar en casa de Lintz por si encontramos una carta de amenaza de las que supuestamente le enviaban.
– ¿ Supuestamente?
Rebus se encogió de hombros.
– Con Lintz no se podía estar seguro de que dijera la verdad. ¿Tú qué crees que sucedió?
– Por lo que tú dices, supongo que llegaría aquí como de costumbre para cuidar sus plantas, a juzgar por su atuendo, y alguien estaría esperándole. Le dieron un golpe en la cabeza, le pasaron la soga al cuello y lo colgaron del árbol. La cuerda estaba sujeta a una lápida.
– ¿Murió ahorcado?
– Eso dice el médico a la vista de la hemorragia ocular. ¿Cómo lo llaman…?
– Manchas de Tardieu.
– Eso es. Le golpearían para atontarle, aunque también tiene arañazos y cortes en la cara, como si en el suelo le hubiesen pateado.
– Lo dejaron sin sentido, le golpearon en la cara y lo colgaron.
– Menudo odio le tenían…
Rebus miró a su alrededor.
– Alguien con ínfulas teatrales.
– Y sin temor al riesgo. No viene mucha gente por aquí, pero es un lugar público y además el árbol está a la vista y alguien podría haber pasado en ese momento.
– ¿A qué hora debió de ser?
– A las ocho u ocho y media. Supongo que el señor Lintz quiso hacer sus tareas de jardinero con la primera luz del día.
– Si era una cita concertada quizá viniera antes -dijo Rebus.
– Pero, en tal caso, ¿por qué con las herramientas?
– Porque pensaría que cuando amaneciera ya habría concluido la entrevista.
Hogan no parecía muy convencido.
– Y si fue una cita -añadió Rebus- en casa de Lintz tal vez haya constancia.
Hogan le miró y asintió con la cabeza.
– ¿Vamos en tu coche o en el mío?
– Vamos antes a coger las llaves.
Regresaron al lugar del asesinato y salvaron el declive.
«Hurgar en los bolsillos de los muertos. ¿Por qué no lo mencionarán en el reclutamiento?» pensó Hogan.
– Ayer estuve aquí porque él me invitó a tomar el té -dijo Rebus.
– ¿No tenía familia?
– No.
Hogan se detuvo en el vestíbulo y echó una ojeada.
– Es un caserón -dijo. -¿Qué será del dinero cuando se venda?
– Podemos repartírnoslo -dijo Rebus mirándole.
– O podemos mudarnos aquí. El sótano y la planta baja para mí y para ti la primera y segunda.
Hogan sonrió y abrió una de las puertas del pasillo que daba a un despacho.
– Aquí podría instalar mi dormitorio -dijo al entrar.
– Siempre que venía a verle me llevaba arriba.
– Pues adelante. Miramos un piso cada uno y después cambiamos.
Rebus comenzó a subir la escalera pasando la mano por la barandilla barnizada y sin una mota de polvo. Las mujeres de la limpieza solían ser una fuente preciosa de información.
– Si encuentras un talonario -gritó a Hogan-, busca pagos periódicos a una asistenta.
En el descansillo del primer piso había cuatro puertas. Dos eran de dormitorios, la otra de un cuarto de baño y la cuarta daba paso al estudio en que Rebus interrogaba al anciano y escuchaba las máximas filosóficas con que él le contestaba.
– ¿Cree usted, inspector, que hay componentes genéticos en la culpabilidad? ¿O es adquirida? -le dijo en una ocasión.
– ¿Importa acaso? -replicó Rebus.
Lintz asintió con la cabeza y sonrió como si fuese la respuesta de un alumno aplicado.
La habitación era amplia y con pocos muebles pero tenía enormes ventanales, limpiados no hacía mucho y con vistas a la calle. En las paredes había grabados enmarcados y cuadros. Al no ser Rebus experto en arte, no podía determinar si eran originales de valor o baratijas, pero uno de los óleos le gustaba: representaba a un viejo harapiento de pelo blanco sentado en una peña en pleno desierto con un libro abierto en el regazo, que miraba horrorizado o pasmado una luz que desde el cielo se derramaba sobre él. Debía de ser un tema bíblico, aunque Rebus no acababa de situarlo, pero sí reconocía aquella mirada: era igual que la de los acusados al ver que se desmoronaba una habilidosa coartada.
Sobre la chimenea de mármol había un gran espejo con marco dorado. Se miró en él; vio aquella pieza a sus espaldas y comprendió que él desentonaba allí.
Había un dormitorio para invitados y en el otro, el de Lintz, flotaba un suave aroma a linimento; en la mesilla vio media docena de frascos y un montón de libros. La cama estaba hecha y con un albornoz encima. Lintz era hombre metódico y aquella mañana no había salido precipitadamente.
En el segundo piso encontró otros dos dormitorios y un servicio. En uno de los cuartos había un leve olor a humedad y vio manchas en el techo. Pensó que Lintz no tendría muchos invitados ni prisas por arreglarlo. Al salir al descansillo observó que faltaba un trozo de barandilla que habían apoyado en la pared. Una casa como aquella debía de requerir continuas reparaciones.
Fue a la planta baja mientras Hogan miraba en el sótano. La cocina tenía una puerta que daba al jardín trasero: un patio con losas de piedra, césped lleno de hojas muertas y hiedra para preservar la intimidad.
– Mira qué he encontrado -dijo Hogan saliendo del trastero de la cocina con un trozo de soga deshilachada en la punta.
– ¿Crees que coincidirá con la del nudo corredizo? En ese caso el asesino la cogió aquí.
– Lo que significa que Lintz lo conocía.
– ¿Has encontrado algo en el despacho?
– Nos va a dar bastante trabajo. Hay una agenda de direcciones con numerosas anotaciones, aunque casi todas son muy antiguas.
– ¿Cómo lo sabes?
– Por los prefijos telefónicos.
– ¿Tiene ordenador?
– Ni una simple máquina de escribir. Gastaba papel carbón para dejar copia de la correspondencia, y hay muchas cartas a su abogado.
– ¿Pidiéndole acallar a los medios de comunicación?
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