Ian Rankin - El jardínde las sombras

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El inspector Rebus se desvive por llegar al fondo de una investigación que podría desenmascarar a un genocida de la segunda guerra mundial, asunto que el gobierno británico preferiría no destapar, cuando la batalla callejera entre dos bandas rivales llama a su puerta. Un mafioso checheno y Tommy Telford, un joven gánster de Glasgow que ha comenzado a afianzar su territorio
Rebus, rodeado de enemigos, explora y se enfrenta al crimen organizado; quiere acabar con Telford, y así lo hará, aun a costa de sellar un pacto con el diablo.

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A Sammy tenían que hacerle nuevos análisis y el neurólogo los había recibido en su despacho para explicarles en qué consistían y advertirles que seguramente tendrían que operarla de nuevo. Apenas recordaba las explicaciones del médico, y los detalles que Rhona le había pedido a título de orientación tampoco habían disipado sus dudas.

La cena fue tediosa. Jackie se dedicaba a la venta de coches usados.

– Lo más rentable, John, es la sección necrológica. Repaso los periódicos e inmediatamente voy a ver si el muerto tenía coche para hacer una oferta dinero en mano.

– Sammy no tiene coche, lo siento -dijo Rebus haciendo que Rhona dejase caer en el plato tenedor y cuchillo.

Al terminar la cena ella le acompañó al coche y le agarró con fuerza del brazo.

– Detén a ese hijo de puta, John. Quiero mirarle a la cara. Coge al cabrón que nos ha hecho esto -añadió echando fuego por los ojos.

Rebus asintió con la cabeza. Rolling Stones: Just Wanna See His Face. Él también quería verle la cara.

La M8, que en horas punta llegaba a ser un horror, de noche tenía poco tráfico. Sabía que llevaba buena media de velocidad y que no tardaría en divisar la silueta de Easterhouse. No oyó sonar el teléfono a la primera por culpa de Wishbone Ash, pero lo cogió cuando terminaba la canción Argus.

– Rebus.

– John, soy Bill.

– ¿Qué has averiguado?

– Los de huellas se han portado. Hay bastantes, por fuera y por dentro. En diversos grupos. -Hizo una pausa y Rebus creyó que se había cortado la comunicación-. En el capó hay una muy clara de la palma y los dedos…

– ¿De Sammy?

– Sin ninguna duda.

– Entonces, ese es el coche.

– Hemos tomado las del dueño para descartarlo. Así que…

– No podemos respirar tranquilos, Bill. El coche estaba sin cerrar frente al cementerio y no sabemos si no lo limpiaron allí.

– El dueño dice que no había quitado la carcasa del radiocasete. Y también faltan media docena de cintas, una caja de paracetamol, recibos de gasolina y un mapa de carreteras. Sí, lo limpiaron; el cabrón ese o unos rateros.

– Por lo menos sabemos que es el coche que buscábamos.

– Mañana volveré a comprobar con Howdenhall si hay más huellas para compararlas. E indagaré en los alrededores de Piershill por si alguien vio quién lo abandonaba.

– Pero antes duerme algo, ¿eh?

– Eso no me lo quita nadie. ¿Y tú?

– ¿Yo? -Llevaba en el estómago los dos cafés solos de después de cenar y en la cabeza la preocupación del asunto que le había llevado allí-. Me acostaré de aquí a un rato, Bill. Mañana hablaremos.

En las afueras de Glasgow se dirigió a la cárcel Barlinnie.

Había llamado antes para estar seguro de que le recibirían, pues aunque no era hora de visitas había inventado una historia sobre una investigación por homicidio con el pretexto de «indagaciones de seguimiento».

– ¿A esta hora de la noche?

– Amigo, el lema de la policía de Lothian y Borders es la justicia nunca duerme.

Tampoco dormiría mucho Morris Gerald Cafferty. Rebus se lo imaginaba tumbado boca arriba con la cabeza apoyada en las manos escrutando la oscuridad y tramando una venganza. Dándole vueltas en la cabeza sobre el modo de conservar su imperio y contrarrestar el peligro que representaban los Tommy Telford. Rebus sabía que Cafferty enviaba mensajes a sus banda de Edimburgo por medio de un abogado, un hombre de mediana edad que vestía de punta en blanco y que vivía en el barrio elegante de New Town. En contraste, pensó en el letrado de Telford, Charles Groal, joven y agudo como su patrón.

– Hola, Hombre de paja.

Le esperaba ya en el locutorio con los brazos cruzados y la silla bien separada de la mesa. Y le saludó, como de costumbre, por su apodo.

– Qué agradable sorpresa, dos visitas en una semana. No me diga que viene con otro recadito del polaco.

Rebus se sentó frente a él.

– Tarawicz no es polaco -dijo mirando al guardián de la puerta y bajando la voz-. A otro de los muchachos de Telford le han hecho una faena.

– Qué estúpido.

– Casi pierde el cuero cabelludo. ¿Buscas guerra?

Cafferty acercó la silla a la mesa y se inclinó hacia Rebus.

– Yo nunca me he echado atrás peleando.

– También han hecho daño a mi hija y, curiosamente, poco después de nuestra charla del otro día.

– ¿Cuánto daño?

– La han atropellado.

Cafferty reflexionó.

– Yo no ataco a neutrales.

Bien, pensó Rebus; pero no tan neutral porque él la había empujado al campo de batalla.

– Convénceme -dijo.

– ¿A tenor de qué?

– A causa de la conversación que sostuvimos… Por lo que me pediste.

– ¿Telford? -suspiró y se recostó un instante en la silla pensativo. Cuando se inclinó de nuevo, sus ojos taladraron a Rebus-. Olvida una cosa: que yo también perdí un hijo. ¿Me cree capaz de hacerle eso a un padre? Capaz soy de muchas cosas, Rebus, pero de eso no. Nunca.

Rebus sostuvo la mirada.

– Vale -dijo.

– ¿Quiere que averigüe quién ha sido?

Rebus asintió pausadamente.

– ¿Es su precio?

Rhona había dicho: «Quiero mirarle a la cara». Rebus negó con la cabeza.

– Quiero que me lo entregues. Eso es lo que quiero que hagas; cueste lo que cueste.

Cafferty apoyó con parsimonia las manos en las rodillas.

– ¿Sabe que probablemente es cosa de Telford?

– Sí. Eso si no es cosa tuya.

– En ese caso, ¿lo trincará?

– Por todos los medios.

Cafferty sonrió.

– Pero sus medios no son los míos.

– Si tú lo coges antes, lo quiero vivo.

– ¿Y mientras, va a estar de mi parte?

– Estoy de tu parte -respondió Rebus mirándole a la cara.

Capítulo 15

Al día siguiente, a primera hora, Rebus recibió una llamada del Departamento de Investigación Criminal (DIC) de Leith, informándole que Joseph Lintz había muerto. La mala noticia era que parecía homicidio pues habían encontrado el cadáver colgado de un árbol en el cementerio de Warriston.

Cuando llegó al escenario del crimen estaban acordonándolo mientras el médico comentaba que la mayoría de los suicidas no se dan un golpe violento en la cabeza antes de hacer sus preparativos.

Antes de que depositaran el cadáver de Joseph Lintz en una funda de plástico Rebus echó una ojeada a su rostro. No era la primera vez que veía un anciano muerto; casi todos tenían aspecto sereno con cara reluciente, casi infantil. Pero la de Joseph Lintz denotaba sufrimiento y no desprendía serenidad.

– Tendrás que venir a darnos las gracias -dijo un hombre acercándose a él.

Tenía los hombros caídos bajo una gabardina azul y avanzaba con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos. Su cabello era canoso, recio y espeso y su tez casi ictérica correspondía a los vestigios de un bronceado de vacaciones.

– ¿Cómo estás, Bobby? -saludó Rebus.

Bobby Hogan era del DIC de Leith.

– Volviendo a mi primer comentario, John…

– ¿De qué tengo que daros las gracias?

Hogan señaló con la barbilla la bolsa de plástico.

– De haberte librado del señor Lintz. No irás a decirme que te divertía escarbar en ese asunto.

– La verdad es que no.

– ¿Tienes idea de quién habrá querido su muerte?

Rebus lanzó un resoplido.

– ¿Por dónde quieres que empiece?

– Bueno, podemos descartar lo habitual, ¿no? -dijo Hogan alzando tres dedos-. No es un suicidio, los atracadores no se complican tanto la vida y, desde luego, accidente tampoco es.

– Alguien con un propósito, sin duda.

– Pero ¿qué propósito?

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