Ramsey Campbell - La historia secreta

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Escritor y editor británico nacido en Merseyside, Liverpool, el 4 de enero de 1946. Es considerado uno de los mayores exponentes del género de terror del siglo XX. Sus primeras historias, aunque situadas en lugares hipotéticos de Gran Bretaña (a instancias de su editor) y no en Estados Unidos, eran claramente lovecraftianas, tendencia que fue abandonando en posteriores relatos y novelas. Dentro del terror ha publicado tanto novelas y cuentos “realistas” como otros en los que aparecen elementos fantásticos en la trama, todo ello con un estilo muy particular y cuidado que le ha hecho merecedor de buenas críticas. Campbell también ha destacado como editor de antologías de terror, y colabora con la BBC en programas de crítica de cine. La obra de Campbell, tanto corta como en formato largo, ha sido galardonada en múltiples ocasiones, siendo uno de los autores del género con más premios en su haber.

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– No voy a llegar tan lejos.

No habría estado segura de que tuviera en mente la caída hacia la carretera, si no llega a ser porque su mirada apuntaba en aquella dirección e inmediatamente se echó a un lado. Ella intentó agarrarlo por el brazo, pero él ya estaba fuera de su alcance. Se resbaló al pisar unos líquenes y se cayó de rodillas sobre la roca.

– Detente, Dudley, escucha -gritaba, pero sin saber qué más añadir.

Entonces, Dudley se detuvo, como un corredor a la espera de la señal de salida en una carrera, porque su teléfono comenzó a sonar.

Kathy se puso de pie y volvió a cogerlo.

– ¿Estás seguro de que deberías cogerlo? -dijo mientras él sacaba el teléfono-. No sabes quién puede estar intentando localizarte.

– No me importa. Llegarán demasiado tarde.

Seguía mirándola fijamente cuando dijo:

– Dudley Smith. El señor Matagrama.

Vio en sus ojos que la respuesta le provocó arrepentimiento.

– Hola, Vincent -dijo-. Ahora no estoy escribiendo… ¿Más actores? Hombres, ¿no? ¿Cuántos? ¿Sabes ya cómo tienen que hacer de señor Matagrama?

Kathy lo supo enseguida, pero no sabía si decirlo habría marcado alguna diferencia.

– De mí -dijo Dudley.

Estaba consternada por no saber si tenía que estar o no de acuerdo.

– No te preocupes, ahora -le dijo a Vincent-. Empezad sin mí si no he llegado. Aún puedo confiar en ti, ¿verdad? Elige a quien consideres que más se parezca al señor Matagrama.

Se guardó el teléfono en el bolsillo y se apresuró hacia el borde del puente que había sobre la carretera.

– Aquí estás. Hay algo que tienes que recordar por mí -dijo sin mirar atrás-. Conozca al señor Matagrama.

– No quiero recordarte. Quiero tenerte conmigo.

Aquello fue demasiado vago, pero pudo añadir:

– Te quiero vivo -dijo, alcanzando su velocidad al pasar el molino.

Kathy miró al otro lado del puente, y esperó ver a alguien que hubiese salido a dar un paseo. Habían evitado encontrarse con gente, pero en aquel momento, lo único que le detendría sería que hubiese alguien más por ahí. Al igual que las aspas del molino, todo estaba en calma y no le servía de nada. Quería que se dirigiese hacia el puente aunque siguiera huyendo de ella. Casi había llegado allí cuando giró bruscamente, con un salto, hacia la carretera.

– No -casi gritó, intentando clamarse después-. Estás actuando como la gente de tus historias.

– ¿Y por qué no iba a hacerlo? Siempre he sido parte de ellas.

Por accidente o por una bravuconada, le dio una patada a una piedra que fue a parar al otro lado del bloque y desapareció por el precipicio. Después de un silencio, como si les hubiera faltado el aire, cayó en la carretera. Aunque el impacto fue apenas audible, a Kathy le pareció que había sonado como una campana oxidada. Aquello no intimidó a su hijo, que se fue detrás de la piedra como si quisiera seguirla hacia abajo.

– Dudley, escucha -gritó.

La última vez no se esperó para hacerlo y esta, tampoco.

– Les diré que todo es culpa mía -le prometió, mientras pasaba el puente corriendo-. No la forma en que te he criado. Solía tomar drogas antes de que nacieras. Aquello seguramente ha tenido algo que ver en esto. Les obligaré a que me escuchen. Tendrán que entenderlo y después…

No sabía cómo continuar, pero tenía que hacerlo. Él se había detenido, a punto de saltar, y la miraba con cierto aire de invitación en sus ojos. Las siguientes palabras que dijera serían las más importantes de su vida.

– Ambos necesitamos ayuda -dijo ella.

Pareció esbozar una sonrisa, como si ni siquiera fuese capaz de realizar el esfuerzo de parecer desdeñoso.

– Yo no -dijo dando un paso hacia el borde.

Kathy sintió como la oscuridad inundó su cabeza. Apenas podía ver nada mientras se abalanzaba para tirar de él hacia atrás. Parecía que la negrura le ralentizaba la visión, así que apenas podía saber si se estaba imaginando que su hijo aún no había caído, se había salvado a sí mismo metiéndose bajo un saliente justo debajo del borde. Podía haber proyectado aquella imagen en su oscuridad: la visión de su hijo esquivándola y lanzando una patada para engañarla. Escuchó que dijo algo como si ya no le importara que ella lo oyera.

– Tendría que haberlo hecho con Patricia primero -murmuró.

No había nada más a lo que agarrarse excepto a él. Su brazo la sostenía de la muñeca mientras ella perdía el equilibrio en el borde. Vio que la miraba boquiabierto mientras intentaba soltarse y mantener el pie de apoyo. No consiguió ninguna de las dos cosas. Aunque lo miraba, a su alto hijo, solo veía a un niño avergonzado y aterrorizado por la injusticia del mundo. No podía soportar más aquello e hizo un último intento por protegerlo aunque apenas era capaz de inspirar el aire que corría a su alrededor necesario para hablar.

– Había una vez un chico y una madre que podían volar -comenzó.

Epílogo

Cuando toda la fiesta ya había visitado el bufé del restaurante El Año del Ave Liver más de dos veces y cuando el grupo oriental de rock llamado Hung Like Sammo terminó su primera actuación, Walt se levantó en la presidencia de la gran mesa:

– Bueno, ¿es esta la mejor comida china que habéis comido en Liverpool?

El murmullo general podría haberse tomado como un asentimiento, aunque Tony Chan mantuvo la paz por el bien de la comunidad china y la crítica del restaurante, Denise Curran, murmuró:

– En esta semana, sí.

– He ahí el humor liverpuliano. No hay otro mejor en el mundo. No olvidéis que no se trata solo de lo que podáis comer, sino también de lo que podáis beber a mi costa. ¿Hay alguien que todavía no haya tenido suficiente?

Miraba a Patricia, quizá solo porque ella estaba sentada en el extremo opuesto.

– Estoy bien -dijo, sin necesitar que Valeria le diera un golpecito en la mano.

– Vale, pero que nadie tenga vacía su copa. ¿Por qué no las alzamos por la revista? Vamos allá; por La Voz del Mersey.

Patricia se sintió como si las respuestas entremezcladas difuminaran sus palabras.

– ¡Por La Voz del Mersey!

– Estábamos a punto de hacer tres grandes ejemplares. Qué pena que ya no tuviéramos más público, aunque nadie debería echarse la culpa de ello. Supongo que la controversia nunca viene bien después de todo y la gente dice que no sabíamos lo que íbamos a publicar. Quizá también esté la idea de que a algunos británicos no les gusta la iniciativa y quieren verla fracasar, pero dejadme que os diga que ha sido la mejor revista de la que nunca he formado parte. Aquí estamos todos los que participamos, incluso aunque no estén presentes esta noche. Alzad las copas.

Cuando cesó el entusiasmado chasquido de los bordes de las copas a lo largo de la mesa, Walt dijo:

– Escuchemos algo más de nuestra talentosa editora, Valeria Martingala.

Patricia se encontró con los ojos de su madre y levantó bien alta su copa.

– Valeria -dijo más alto que nadie.

Sorbía su chardonnay cuando Walt dijo:

– Y por Patricia, por haber hecho más de lo que se le puede pedir a nadie.

Sabía que había estado preparando aquella frase, pero tuvo la sensación de que aquello les había hecho sentir incómodos tanto a sus compañeros de cena como a ella. Habló antes de que pudiera revivir todas las pesadillas que ahora tenía cada noche: despertarse y ver que tenía la cabeza envuelta con cinta cuando solo estaba debajo de las sábanas o sentir el agua cerca con infinita lentitud sobre su cuerpo atado o abrir los ojos y ver a Dudley sonriéndole.

– Yo nunca me habría metido sola en aquella situación. Jamás haría así de detective.

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