Ramsey Campbell - La historia secreta

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Escritor y editor británico nacido en Merseyside, Liverpool, el 4 de enero de 1946. Es considerado uno de los mayores exponentes del género de terror del siglo XX. Sus primeras historias, aunque situadas en lugares hipotéticos de Gran Bretaña (a instancias de su editor) y no en Estados Unidos, eran claramente lovecraftianas, tendencia que fue abandonando en posteriores relatos y novelas. Dentro del terror ha publicado tanto novelas y cuentos “realistas” como otros en los que aparecen elementos fantásticos en la trama, todo ello con un estilo muy particular y cuidado que le ha hecho merecedor de buenas críticas. Campbell también ha destacado como editor de antologías de terror, y colabora con la BBC en programas de crítica de cine. La obra de Campbell, tanto corta como en formato largo, ha sido galardonada en múltiples ocasiones, siendo uno de los autores del género con más premios en su haber.

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– Tengo que hacerlo -dijo, pero ya no al teléfono. Dio un salto.

Tiró de los cables del monitor y cogió la torre en brazos. Parecía tan vulnerable como cuando Dudley era un bebé, aunque aún debía estar bajo la personalidad que había creado. La idea de tener que estropearlo trajo más oscuridad a su visión y a su mente, pero ¿cómo iba a dejar que aquello perjudicara a su hijo? Si lo hubiese tirado, quizá habría dañado los documentos, pero no habría estado segura de haberlos eliminado. No se había dado cuenta de que sollozaba mientras llevaba el ordenador al cuarto de baño y lo colocaba con suavidad en la bañera.

– Tengo que hacerlo -se repitió mientras ponía el tapón y abría los grifos.

Salieron algunas burbujas del ordenador a medida que el agua lo alcanzaba, pero no flotaba. Dejó que el agua subiera hasta casi rebosar ya que no podía ver por culpa de las lágrimas. Se frotó los ojos con energía y se hizo daño en los dedos al cerrar los grifos. ¿Podría conservar al menos los manuscritos de sus historias? No sabía si la policía sería capaz de fijar las fechas con precisión en vista de lo desarrollada que estaba la tecnología. Si Dudley hubiera querido que ella no lo hiciera, seguramente se lo habría dicho. Sin embargo, también le resultó difícil recoger las historias de su habitación y llevarlas al jardín trasero, donde las puso en lo alto de un puñado de hierbajos. Había leído hasta la mitad de la primera página como si tratara de grabar cada palabra en su memoria, el comienzo de Los trenes nocturnos no te llevan a casa, cuando se acordó de que tenía que darse prisa. Con una cerilla de cocina, prendió fuego a las hierbas y a la esquina de las páginas y se puso derecha cuando las llamas corrieron a borrar las líneas impresas. Se giró y vio que Brenda Staples la estaba mirando por encima de la valla. Se frotó los ojos enérgicamente.

– Me ha entrado humo -explicó.

– ¿Qué está quemando? -le preguntó la vecina sin relajar la mueca-. ¿Son las historias de su hijo?

– ¿Porqué, Brenda? Tiene mucha imaginación. Qué idea ha tenido.

Kathy se apresuró a entrar en casa, coger el teléfono y llamar a su hijo.

– Dudley, Dudley -siguió diciendo hasta que su voz recitó el mensaje-. Lo he hecho. Ya puedes volver -dijo en cuanto terminó aquél.

Lo único que recibió como respuesta fue un ruido electrónico a medio camino entre un suspiro y un siseo. Kathy subió corriendo las escaleras para mirar desde su ventana, aunque apenas podía soportar estar cerca de aquel monitor huérfano. ¿Contestaría el teléfono de Patricia? Lo único que respondió fue su voz. Kathy volvió a dejar el mensaje y buscó por la ladera de la colina, desprovista de toda actividad a lo largo de la desierta calle. Estaba casi segura de que aún seguía vigilando la casa para comprobar que estuviese a salvo, pero ¿habría seguido su consejo? Quizá no contestaba a los teléfonos por miedo a que le siguieran el rastro. En tal caso, debería huir, aunque seguramente no podría haber llegado muy lejos desde que habían hablado por última vez. Ni siquiera habría abandonado la colina aún. Entonces se dio cuenta de cómo podía localizarlo. No podía soportar quedarse en su habitación ahora que se había quedado tan vacía de él y de sus historias. Se obligó a alejarse del escritorio y corrió a por su bolso que aún estaba encima de la maleta en el recibidor.

No tenía tiempo para ver si Brenda Staples la estaba observando correr por el sendero. Mientras daba una carrera para cruzar la calle y subía la cuesta del estrecho sendero por culpa la descuidada vegetación, tuvo la sensación de dejarse atrás mucho más que su casa y la calle. Si era por el bien de Dudley, lo tenía que hacer. Cuando llegó al espacio abierto de lo alto del sendero, marcó su número.

No pasaba nada si se negaba a contestar. Siempre que no hubiese desconectado el teléfono, podría oírlo si sonaba por allí cerca. Estaba tan ansiosa por escuchar aquel sonido que cuando el teléfono empezó a comunicar se alejó el aparato de la oreja. Lo sostuvo entre sus manos como si le fuese de ayuda para rezar y se convenció de que lo que estaba oyendo era su tono, a pesar de lo distante y confuso que sonaba.

– ¿Dudley? -llamó-. Puedo oírte. Sal que te vea. ¿No has oído mis mensajes?

Claro que también podría haber otros móviles con la misma melodía. De pronto temió que le hubiese revelado su presencia a alguien más en la colina. ¿Y si la policía estaba ya por los alrededores buscando a su hijo? Aquella posibilidad fue como un cordón negro capaz de abarcar todo el blanco sol y el cielo azul. Entonces, como una alarma el tono de Halloween cesó y Dudley apareció a su izquierda de detrás de unos arbustos.

– ¿Qué has hecho? -preguntó-. Yo no te dije que hicieras nada. Dios, ¿qué creías que te había dicho?

Podía imaginarse que sus labios temblaban bajo su mirada y tuvo que humedecérselos antes de poder utilizarlos.

– Tus historias.

Aquello hizo que Dudley tuviera problemas con su propia boca, cuyos labios no estaban seguros de que forma adoptar.

– ¿Qué has hecho con ellas… -dijo sin entonar apenas la pregunta.

– Ya viste lo que creía Patricia. ¿Qué crees tú que pensará la policía? -No fue capaz ni de expresarlo con palabras-. Tendrás copias de tus historias en alguna parte, ¿verdad?

– Sí. Las que imprimí. Las que le diste para que leyera.

La boca de Kathy se encogió más que nunca y casi se le quedó rígida e inmóvil. Tuvo que intentar no decir nada hasta que él dijo:

– También las has destruido, ¿no?

– Dudley, intentaba protegerte. Ya no puede ser solo por tus historias.

– No puede, ¿verdad? Se han esfumado. Perdidas para siempre. Nadie más las leerá.

Se quedó mirándola fijamente hasta que ella tuvo que secarse los ojos. Entonces él dijo:

– No has protegido nada. Lo único que has hecho es destruir todo lo que yo he sido siempre.

– No digas eso. Sigues viviendo bajo mi techo, a pesar de lo que hayas hecho.

– Dios, ¿ahora intentas parecerte a papá? Haces incluso peores rimas que las suyas. Los dos podéis decirle a todos cómo creíais que era. Gracias a Dios yo no estaré aquí para oírlo -dijo Dudley, mientras se dirigía al camino que conducía hasta la cima.

– ¿Dónde vas a ir? -alegó Kathy-. ¿Quién va a cuidar de ti?

– Adonde no puedas seguirme. Ya no tengo nada por lo que vivir ahora que mis historias están destruidas.

Apenas podía verlo por culpa de la oscuridad de su cabeza. La luz del día solo hacía que todo pareciese más carbonizado, casi podía olerlo. Fue dando tumbos hacia él a través de los bloques de roca.

– Puedes volver a escribirlas -intentó convencerlo-. Puedes escribir más e incluso mejores.

– Mi inspiración ha muerto. Tú la has matado.

Aquello era más que injusto, pero no quería examinarlo al detalle.

– No has dejado de ser escritor -gritó.

– ¿Por qué no? Tú lo hiciste, dejaste de escribir.

– Eso no es del todo cierto, ¿verdad? Terminé una de tus historias.

Antes de que pudiera decirle que se había acordado de que aún la tenía bajo la almohada, él anduvo hacia la cima y se giró para mirarla.

– ¿Llamas a eso escribir? Yo no habría hecho algo así ni en el colegio.

Kathy pensó que lo único que estaba haciendo era lo posible por alejarla de él. Vio que se alejó del observatorio abandonado y caminó por la cresta hacia el molino. Aquella ruta lo conduciría hasta Birkenhead. Se acordó de la carretera que cortaba la colina y el borde sin vallar del que tuvo que salvarlo una vez cuando tenía nueve años.

– No vayas por allí -suplicó a la vez que corría para ponerse a su altura-. Allí hay gente. ¿Quieres que te vean?

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