Joseph Wambaugh - Hollywood Station

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Bajo la atenta mirada del sargento de policía apodado el Oráculo, los agentes de «la comisaría Hollywood» se enfrentan con su rutina habitual. Entre días en los coches de patrulla y noches en las entrañas de una ciudad que nunca duerme, este grupo de policías ve la urbe del glamour en su cruda realidad y, a medida que pasan por tugurios de drogas y sucias esquinas, una serie de acontecimientos sin relación aparente los lleva al caso más sorprendente sucedido en «Hollywood Station» en los últimos años, y les recuerda que en Los Ángeles el horror y el extremismo no tienen límite.

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– No, no, señor Butler -dijo el Oráculo-. No vaya al Gulag a remover las cosas, sería complicarlo todo y no sacaríamos nada en limpio. Escúcheme, iré allí yo mismo esta noche, hablaré con el tipo en cuestión y le sacaré la información necesaria para que los investigadores actúen. ¿Qué le parece?

– ¿Me lo garantiza personalmente, sargento?

– Sí, se lo garantizo -contestó el Oráculo.

Después de colgar, el sargento pidió a la patrulla 6 X 76 que se presentara en comisaría y, entre tanto, leyó el informe completo. Eran esas pequeñas miserias lo que lo desgastaba más que nada, lo que le hacía sentirse viejo.

Cuando le preguntaban por la edad que tenía, él siempre decía: «Soy de la quinta de Robert Redford, Jack Nicholson, Jane Fonda, Warren Beatty y Dustin Hoffman». Suponía que la imagen atemporal de las estrellas de Hollywood mitigaría lo que el espejo le enseñaba: surcos irregulares en las mejillas y en el cuello, la mandíbula floja, arrugas profundas entre los ojos castaños.

Pero el truco ya no funcionaba, porque muchos policías jóvenes preguntaban quién era Warren Beatty o en qué película había trabajado Jane Fonda en su vida, o comentaban que Jack Nicholson era el viejo gordote que iba a ver jugar a los Lakers. Abrió el cajón de la mesa y se tomó una dosis de líquido antiácido directamente del frasco.

Cuando la patrulla 6 X 76 entró en el despacho del comandante de turno, el Oráculo les dijo:

– Ese supuesto rapto del Omar's Lounge es un montaje, ¿no?

– Huele mal, sargento -dijo Budgie-. La mujer se empeñó en denunciar un rapto. Ha amenazado con juicios. Avisó a un equipo de noticias de televisión, pero no he oído nada sobre el caso, de modo que supongo que a ellos también les ha parecido un montaje. Su viejo es un abogado con influencias políticas, según ella.

– Acaba de llamarnos.

– Ella es actriz -dijo Fausto, argumento que, en la comisaría Hollywood, explicaba mucho. El Oráculo asintió.

– Sólo por mantener la paz -dijo-, iré al Gulag esta noche y tomaré el nombre y la dirección a ese tal Andrei; así cuando el papaíto vuelva a llamar, los investigadores podrán tranquilizarlo. No queremos más quejas personales por aquí.

– ¿A qué hora piensas ir? -le preguntó Fausto.

– Dentro de un par de horas.

– Nos encontramos allí y te llevamos a Marina's.

– ¿Qué es eso?

– Un restaurante mexicano nuevo de Melrose.

– Melrose no está al alcance de mi bolsillo.

– No, es un restaurante familiar, pequeño. Pago yo.

– Tendría que quitarme de la adicción a los mexicanos. Tengo ardor de estómago permanente.

– Lo que tú digas.

– ¿Tortillas caseras? -dijo el Oráculo tras pensarlo un momento- ¿Y salsa fresca?

– Me han hablado muy bien de ese sitio -dijo Fausto.

– De acuerdo, cuando llegue al Gulag, os llamo -dijo el Oráculo.

– Te alcanzo en cinco minutos, Fausto -dijo Budgie que, evidentemente, tenía que pasar por el cuarto de baño.

– Estoy asignando coches para el próximo cuadrante -dijo el Oráculo cuando Budgie se hubo ido-. ¿Qué tal te va con Budgie?

– ¿A qué te refieres?

– No querías trabajar con mujeres y me hiciste un favor. No quiero pedirte dos favores seguidos, si sigues opinando lo mismo.

Fausto no contestó inmediatamente, miró al techo y suspiró como si la decisión fuera difícil de tomar.

– Bueno, Merv, si estás apurado otra vez y necesitas que te eche un cable…

– Andamos tan cortos de personal que hacer el cuadrante es dificilísimo, últimamente -dijo el Oráculo-. Me facilitarías las cosas.

– No está mal, para ser una poli joven -dijo Fausto-, y, a mi entender, le vendría bien tener a un viejo perro guardián un poco más de tiempo.

– Me alegro de que lo veas así, Fausto -dijo el Oráculo-. Gracias por el cable.

– Bueno, más vale que vaya a recogerla -dijo Fausto-. Las tías tardan una barbaridad sólo en bajarse los pantalones para mear. Tendríamos que inventar otra clase de taparrabos de uniforme para ellas.

El Oráculo vio salir a Fausto por la puerta de atrás, iba a esperar a Budgie en el aparcamiento y, cuando ella salió del cuarto de baño, la retuvo un momento.

– Budgie -le dijo-, ¿le importaría trabajar otro periodo más con esa vieja morsa?

– No, sargento -le dijo sonriendo-, Fausto y yo nos entendemos. La verdad es que formamos un buen equipo.

– Gracias -dijo él-. Trabajar contigo ha obrado maravillas en él. Parece diez años más joven, y actúa en consecuencia. A veces pienso que soy un genio.

– Eso lo sabemos todos, sargento -dijo Budgie.

Farley llegó al solar de desguace a la hora convenida y aparcó a unos cincuenta metros con las luces apagadas. Si una sombra que recordara a Cosmo Betrossian, aunque sólo fuera remotamente, se acercaba a la valla, se largaría a pesar de la pasta. Pero pasaron diez minutos y no percibió movimiento alguno. Tenía que aproximarse a ver si la cancela estaba abierta y había una bolsa de papel sujeta a la cadena, de modo que se acercó muy despacio sin encender las luces todavía. Oyó ladridos de perro en otro solar cercano y se acordó de Ociar , el enorme dóberman guardián que se llamaba «no armenio».

Iba en contra dirección en ese momento, pero había tan poco tráfico nocturno en la calle del desguace que no importaba. Detrás de las cercas había montones de chatarra y coches desguazados en ambas aceras de la calle, y grúas enormes. Vio pequeños edificios de oficinas e incluso caravanas que hacían las veces de oficinas, y construcciones de mayor tamaño donde se podía desguazar y montar coches. Y todo estaba a oscuras, salvo algunas luces de seguridad en puertas y cercas.

Mientras se aproximaba lentamente a la cancela de Gregori por donde entraban los coches, con los faros apagados, vio a la luz de la luna que estaba abierta. Distinguió algo blanco entre los eslabones de la cadena. Al parecer, la bolsa con el dinero estaba allí.

Bajó la ventanilla, agarró la bolsa y volvió a la calle, donde aparcó a una distancia prudencial. Abrió la bolsa y encendió la luz interior del coche; allí estaban los ciento cincuenta dólares en billetes de diez y de veinte. Los contó dos veces. Después, la emoción sustituyó al temor. Pensó en el hielo que se fumaría esa noche. Era en lo único que podía pensar en esos momentos, pero entonces se acordó de que tenía algo que dejar.

Volvió envalentonado y entró en el solar con las luces encendidas, las ventanillas subidas y las puertas cerradas. Odar, atado con una correa larga que le permitía correr de la cancela a la oficina, ladraba y enseñaba los dientes, pero no había nadie en la cancela, sólo un bidón de aceite apoyado contra la cerca. Se sentía tan a salvo que hizo el cambio de sentido dentro del patio tranquilamente, tocó el claxon tres veces, bajó la ventanilla y tiró la bolsa con las tarjetas al asfalto; luego se dirigió a la cancela de nuevo.

¡Los faros alumbraron lo suficiente para ver a Cosmo Betrossian salir de dentro del bidón! Tuvo tiempo de apretar el acelerador, pero cuando llegó a la cancela, ¡Cosmo la había cerrado!

El Corolla arremetió contra la cancela y se paró con el faro izquierdo roto y el guardabarros clavado en la rueda. El motor se caló y Farley, despavorido, apagó el contacto y volvió a encenderlo mientras Cosmo se acercaba corriendo al coche, pistola en mano.

– ¡Alto, Farley! -gritaba Cosmo-. ¡No te haré daño!

Farley sollozaba cuando el motor se encendió; puso la marcha atrás bruscamente y retrocedió por todo el solar hasta estamparse contra la puerta de la oficina; rompió las dos luces traseras y la cabeza le rebotó con fuerza hacia atrás.

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