Joseph Wambaugh - Hollywood Station

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Bajo la atenta mirada del sargento de policía apodado el Oráculo, los agentes de «la comisaría Hollywood» se enfrentan con su rutina habitual. Entre días en los coches de patrulla y noches en las entrañas de una ciudad que nunca duerme, este grupo de policías ve la urbe del glamour en su cruda realidad y, a medida que pasan por tugurios de drogas y sucias esquinas, una serie de acontecimientos sin relación aparente los lleva al caso más sorprendente sucedido en «Hollywood Station» en los últimos años, y les recuerda que en Los Ángeles el horror y el extremismo no tienen límite.

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– Teddy -dijo Nate-. ¿Se acuerda de nosotros?

– No estoy haciendo nada malo -dijo-, me han invitado a entrar.

– Nadie dice que esté haciendo algo malo -replicó Nate-. Un par de preguntas y le dejamos comer tranquilo.

– ¿Se acuerda de la pelea que tuvo en el paseo? -le preguntó Wesley-. Somos los agentes que acudimos a ayudarle. Usted me dio una tarjeta con una matrícula apuntada, ¿se acuerda?

– ¡Ah, sí! -dijo Teddy con un fideo pegado a la barba-. Aquel hijoputa mamón me dio un puñetazo.

– Justo, esa noche -dijo Nate-. ¿Todavía tiene la tarjeta con el número de matrícula?

– Claro -dijo Teddy-, pero nadie la quiere.

– Nosotros la queremos ahora -dijo Wesley.

Trombone Teddy dejó el tenedor y rebuscó en la tercera capa de camisetas que llevaba puestas, metió los grasientos dedos en un bolsillo interior y sacó la tarjeta de The House of Chang.

Wesley la cogió, comprobó el número de matrícula y asintió mirando a Nate.

– Teddy, ¿qué coche era el que llevaba el ladrón de buzones?

– Un Pinto azul viejo -dijo Teddy-, tal como lo escribí en la tarjeta.

– ¿Y cómo era el tipo?

– Ya no me acuerdo -dijo Teddy-. Era blanco, de unos treinta o así, o cuarenta, muy grosero, me insultó. Por eso apunté la matrícula.

– ¿Y cómo era quien lo acompañaba? -preguntó Wesley.

– Era una mujer, sólo me acuerdo de eso.

– ¿Reconocería a alguno de los dos, si los viera otra vez? -preguntó Nate.

– No, estaba todo muy oscuro. El tipo no era más que una sombra oscura y malhablada.

– Díganos otra vez cómo lo llamó ella -dijo Wesley.

– No me acuerdo -dijo Teddy.

– Usted dijo Freddy -le dijo Wesley.

– ¿Ah, sí?

– O Morley.

– Si usted lo dice. Pero ahora no me suena nada.

– ¿Ha vuelto a verlos desde entonces?

– Sí, los vi intentando timar a un dependiente en una tienda.

– ¿Cuándo?

– Unos días después de que me insultara.

– ¿Qué tienda era?

– Pues a lo mejor era un Target, o un Radio Shack, o un Best Buy. No me acuerdo, me muevo mucho.

– Pero al menos -dijo Nate-, volvió a verlos otra vez, ¿no es eso?

– Sí, pero no me acuerdo de cómo eran. Son blancos, de unos treinta años. O cuarenta, puede, aunque también podrían ser cincuenta. Ya no sé calcular la edad. Vaya a hablar con el dependiente de la tienda. Me dio un billete de diez pavos en recompensa, por decirle que eran ladrones. Querían pagar con una tarjeta falsa, o dinero falso o algo así.

– Dios -dijo Nate mirando a Wesley con decepción.

– Si localizamos la tienda -dijo Wesley- y encontramos al dependiente que los vio, al menos podrá decirnos usted si son los mismos que vio robando en los buzones, ¿no es eso?

– Él robaba en el buzón -puntualizó Teddy-, ella no. Me da que ella es buena, pero él es un gilipollas sin remedio.

– Si los investigadores necesitan hablar con usted -dijo Wesley-, ¿dónde pueden ir a verlo?

– Hay un viejo edificio de oficinas abandonado en esa calle del lado este del cementerio de Hollywood. Ahora vivo ahí, pero vengo aquí algunas noches a la semana, a cenar.

– ¿Se acuerda de algo más? -dijo Hollywood Nate sacando un billete de diez dólares del billetero, que dejó en el tajo.

– ¡Dios! La mitad de las veces no sé ni en qué día vivo -dijo Teddy. Luego los miró y añadió-: ¿Qué día es hoy, por cierto?

Viktor Chernenko tenía fama de quedarse a trabajar hasta tarde, sobre todo esos días, por la obsesión de resolver el atraco a la joyería y el atraco con asesinato al cajero automático, y casi todos los policías veteranos de la comisaría Hollywood sabían que estaba allí. Nate también lo sabía y volvió a comisaría saltándose señales de stop, a mayor velocidad que cuando volvía a The House of Chang. Irrumpieron en el despacho de la brigada de investigación y se alegraron muchísimo al ver a Viktor trabajando todavía en el ordenador.

– Viktor -dijo Nate-. ¡Aquí lo tiene!

Viktor miró la tarjeta, el número de matrícula y las palabras «Pinto azul» escritas en ella.

– ¿Mi ladrón del correo? -preguntó.

Puesto que había asistido a la llamada inicial, Brant trabajó todo el día en Los Ángeles Sureste con Andi, en el caso de homicidio del Gulag. Doobie D., a quien habían identificado gracias a los datos recibidos desde su proveedor telefónico, era Latelle Granville, de veinticuatro años, perteneciente al clan ele los Crips y con un largo historial de venta de drogas y uso ilegal de armas. Había utilizado el móvil por la tarde.

Con la colaboración de un equipo de investigación del distrito sureste, las torres de telefonía móvil llegaron a triangularlo en los alrededores de una residencia de la calle Ciento Tres, domicilio familiar conocido de un patrullero de los Crips llamado Delbert Minton. El historial delictivo de este último era aún más denso que el de Latelle Granville, y resultó ser el crip que se había peleado con el estudiante acuchillado. Los dos fueron detenidos en casa de Minton sin incidentes, y enviados a la comisaría Hollywood para ser interrogados y denunciados. Ambos se negaron a hablar y exigieron la presencia de su abogado.

La jornada había sido muy larga, los investigadores tenían hambre y estaban cansados, después de tantas horas extra de noche. Más tarde, Andi devolvió una llamada a una camarera, una de las personas con las que había hablado en El Gulag la noche del asesinato. En aquel momento, la camarera, Angela Hawthorn, le había dicho que estaba en la barra de servicio esperando unas bebidas cuando la pelea estalló, y que no había visto nada. Andi se preguntaba por qué la habría llamado ahora.

– Oficial de investigación McCrea -dijo Andi cuando la mujer contestó.

– Hola -dijo Angela Hawthorn-. Ya no trabajo en El Gulag. Dmitri me ha despedido porque me he negado a enrollarme con uno de sus clientes rusos ricos. Tengo información que puede serle de utilidad.

– La escucho -dijo Andi.

– Arriba, en la esquina del edificio donde está la ventana del despacho de Dmitri, hay una cámara de vídeo que controla todo el patio de fumadores. Estoy segura de que estaba en funcionamiento durante la fiesta, como siempre. Pero cuando llegaron ustedes ya no estaba. Seguramente, Dmitri la retiró para que no la vieran.

– ¿Y por qué iba a retirarla?

– Tiene paranoia con la mala fama del local, los policías y los juicios. No quiere problemas con matones negros. En realidad, no quiere clientes negros, así es que no querría verse envuelto en un caso de asesinato. Pero la cuestión es que, si consiguen que les dé la cinta, apuesto a que verán al tipo negro clavando la navaja al chico. Pero no digan mi nombre en ningún momento, ¿de acuerdo?

– ¿Andas mal de dinero? -preguntó Andi a Brant después de colgar.

– ¿Por qué?

– Porque vas a hacer más horas extra todavía. Puede que haya un vídeo en el Gulag con las imágenes grabadas de nuestro asesino.

Brant miró alrededor, pero todos los demás investigadores se habían marchado ya. Sólo quedaba el investigador nocturno, Charlie el Compasivo, sentado allí con los pies en la mesa y chupándose los dientes como de costumbre, leyendo las páginas deportivas del L.A. Times.

– ¿Soy yo lo único que tienes?

– No seas mamón. Esto es más divertido que ser comadreja de Asuntos Internos, ¿no?

– No sé -dijo él-, empiezo a echar de menos la brigada de las ratas. Al menos allí me echaban de comer de vez en cuando.

– Cuando acabemos todos esta noche, te prepararé una cena muy tardía con una buena botella de pinot que tengo reservada. ¿Qué te parece?

– Me siento renovado de pronto -dijo él.

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