Joseph Wambaugh - Hollywood Station

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Bajo la atenta mirada del sargento de policía apodado el Oráculo, los agentes de «la comisaría Hollywood» se enfrentan con su rutina habitual. Entre días en los coches de patrulla y noches en las entrañas de una ciudad que nunca duerme, este grupo de policías ve la urbe del glamour en su cruda realidad y, a medida que pasan por tugurios de drogas y sucias esquinas, una serie de acontecimientos sin relación aparente los lleva al caso más sorprendente sucedido en «Hollywood Station» en los últimos años, y les recuerda que en Los Ángeles el horror y el extremismo no tienen límite.

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Hollywood Nate y Wesley Drubb no dijeron gran cosa al salir del control de asistencia. Conducía Nate, Wesley nunca le había visto vigilar la calle con tanta atención.

– Tuve que decir lo de Trombone Teddy en el control.

– Ya lo sé -dijo Nate-. La auténtica metedura fue que tenía que haberte dicho que te quedaras con la matrícula de Teddy, o al menos anotarla en la ficha.

– Tenía que haberlo hecho por mi cuenta -dijo Wesley.

– ¡Pero si acabas de salir del periodo de prueba…! -replicó Nate-. Todavía estás en modo «sí, señor». Yo tengo la culpa.

– Encontraremos a Teddy -dijo Wesley.

– Espero que todavía tenga la tarjeta -dijo Nate-. ¡Oye! -exclamó de pronto-. ¿No era una tarjeta comercial? ¿De qué establecimiento?

– De un restaurante chino, Ching o Chan o algo así.

– ¿The House of Chang?

– Sí, creo que sí.

– Bien, vamos a hacerles una visita.

La grúa estaba aparcada frente a la casa de Farley Ramsdale y el conductor mexicano llamaba a la puerta cuando Cosmo Betrossian llegó por la calle haciendo chimar las ruedas de su viejo Cadillac. El tráfico lo había retrasado todo.

– Soy amigo de Gregori -gritó mientras se acercaba corriendo al porche-. Soy yo.

– Aquí no hay nadie -dijo el mexicano.

– No es importante -dijo Cosmo-. Ven. Vamos a sacamos el coche.

Fue al garaje, abrió la puerta infestada de termitas y sintió alivio al ver que todo estaba tal como lo había dejado.

– Vamos sacamos el coche a la calle -dijo Cosmo-. Tenemos trabajamos deprisa, tengo cosas importantes.

Entre los dos, no tardaron en sacar el coche al sendero de entrada y Cosmo saltó al volante sin pérdida de tiempo, en cuanto consiguieron arrancarlo. El conductor hacía bien su trabajo y, en pocos minutos, tenía el Mazda enganchado y levantado. Cosmo tuvo que hacer un esfuerzo por no echar a correr por el sendero otra vez y coger el tubo lleno de dinero de los bajos de la casa.

– ¿Le llamo dentro de treinta minutos? -dijo el conductor de la grúa antes de marcharse.

– No, necesito más tiempo. Llama dentro una hora. El tráfico está muy mal esta noche. Te doy tiempo llegas al desguace de Gregori. Entonces llamas, ¿de acuerdo?

– De acuerdo -dijo el mexicano, esperando el premio prometido.

– Deja el Mazda con los coches de chatarra, ¿de acuerdo? -le dijo Cosmo tras abrir el billetero y darle cincuenta dólares.

En cuanto la grúa se alejó media manzana, Cosmo abrió el maletero del Cadillac y sacó la bolsa con las herramientas de matar. Estaba dispuesto a esperarlos al menos una hora, hasta que apareciesen, y los mataría.

Volvió rápidamente por el sendero de entrada, fue al patio de atrás y se llevó una gran sorpresa al ver que la pequeña trampilla de acceso estaba abierta. Soltó la bolsa, se tiró al suelo y, a rastras, entró en el subterráneo. ¡El tubo del dinero había desaparecido!

Profirió una maldición en armenio, se levantó, sacó la pistola de la bolsa y fue inmediatamente a la entrada de atrás. No se molestó siquiera en pasar la tarjeta por la cerradura, para abrirla, sino que dio una patada a la fina portezuela y entró en la casa a la carrera, dispuesto a matar a quien estuviera allí después de sacarle la verdad torturándolo.

No había nadie. Vio una nota en la mesa de la cocina escrita con letra infantil. Decía: «Estoy comiendo con Mabel. Te traeremos cena deliziosa».

El plan alternativo de hacerlos ir al desguace de Gregori, donde podría matarlos fácilmente, ya no podía ser. Le habían cogido su dinero. No se acercarían a él más que para cobrar el chantaje por el atraco a la joyería. Incluso le pedirían más, ahora que sabían lo del atraco al cajero automático y el asesinato del guardia. Seguro que también habían visto el Mazda. Farley les había robado el dinero y querría más para no hablar sobre todo lo que sabía.

Quizá la única posibilidad que le quedaba era entregar los diamantes a Farley, dárselos todos y decirle que hiciera él los tratos con Dmitri. Entonces rogaría a Dmitri que matara a los dos adictos después de obligarlos a confesar dónde tenían el dinero, y que fuera justo al repartir el botín, a pesar de los muchos fallos cometidos. A fin de cuentas, si su camarero georgiano no le hubiera dado un coche robado que apenas funcionaba, nada de eso habría sucedido.

¿O sería mejor irse a casa, recoger a Ilya y los diamantes y largarse al aeropuerto? Eran demasiadas cosas en qué pensar. Necesitaba a Ilya. Era una rusa muy lista y él no daba más de sí. Haría lo que ella dijera.

Agarró la bolsa con los instrumentos de matar y volvió al coche. En su vida se había sentido tan desmoralizado. Si el Cadillac no arrancaba, sacaría la pistola de la bolsa y se pegaría un tiro. Pero arrancó y se fue a casa a buscar a Ilya.

Cuando estaba a sólo dos manzanas del apartamento, sonó el móvil.

– Señor -dijo la voz del conductor de la grúa-, estoy donde Gregori con el coche. Ningún problema, todo en orden.

El coche robado estaba bien, pero todo lo demás distaba mucho de estar bien.

A las siete y cuarto de la tarde, sacaron a Farley de la pecera y le dijeron que estaba libre, que podía marcharse.

– Sabemos que está relacionado con esos ordenadores -le dijo el policía malo-, pero por el momento, le dejamos marchar. Sospecho que volveremos a vernos.

– Hablando de marchar -dijo Farley-, mi coche está donde me detuvieron ustedes. ¿Y si me lleva alguien hasta allí?

– Esto no es un servicio de taxis -dijo el poli malo.

– Tío, me tocáis las narices y me tenéis aquí cuatro horas sin haber hecho nada. Al menos podríais llevarme adonde está mi coche.

El Oráculo oyó el jaleo y salió del despacho del sargento.

– ¿Dónde tiene que ir? -preguntó a Farley.

– A Fairfax -dijo mirando al viejo sargento de arriba abajo-, justo al norte de Hollywood Boulevard.

– Yo salgo ahora -le dijo el Oráculo-, lo llevo hasta allí.

Quince minutos después, cuando el sargento lo dejó en la calle al lado de su coche, Farley le dijo:

– Muchas gracias, sargento. Usted se enrolla.

– Contrólese, Farley, contrólese. -El Oráculo le brindó el mantra de la comisaría, aunque sabía que a Farley no le funcionaría. ¿Quién se controlaba en Hollywood alguna vez?

– ¿Teddy? -dijo la señora Chang cuando Hollywood Nate pidió a un ayudante de camarero que fuera a buscarla a la cocina-. ¿Come aquí?

– Es un vagabundo -dijo Nate.

– ¿Vagabundo? -dijo ella debatiéndose con la palabra.

– Sin techo -dijo Wesley-, una persona de la calle.

– ¡Ah, pelsona de calle! -dijo-. Conozco, sí. Teddy, sí.

– ¿Viene por aquí?

– A veces viene po puelta de cocina -dijo la señora Chang-, a las siete o más. Y le damos comida que tilamos a basura. Teddy, sí. Sienta en cocina y come ahí. Buen hombre, silencioso. Da pena por él.

– ¿Cuándo fue la última vez que lo vio? -preguntó Wesley.

– Maltes noche, quizá. No acuelda bien.

– Cuando vuelva -le dijo Nate empezando a escribir en el bloc-, llámenos a este número, por favor. Diga que se presente aquí inmediatamente el coche Seis equis Setenta. Tenga, se lo he escrito aquí. No queremos detenerlo, sólo necesitamos hablar con él. ¿Me entiende?

– Sí, llama usted.

La casa estaba a oscuras cuando Farley llegó, y la puerta del garaje, abierta. ¿Para qué iba a ir Olive al garaje? Allí no había nada más que basura.

– ¡Olive! -gritó tan pronto como abrió la puerta principal-. ¿Estás en casa?

No estaba; fue a la cocina a ver si quedaba un poco de zumo de naranja y ¡se encontró la puerta de atrás abierta de una patada!

– ¡Hijos de puta! -dijo.

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