– ¿Y me llamas para decirme que me vas a mandar flores?
– Quiero hacer un trato contigo.
– ¿Qué clase de trato?
– Quiero que lleves un par de ordenadores nuevecitos a una casa estupenda del lado oeste de Laurel Canyon.
– ¿Y cómo quieres que los lleve?
– En tu coche.
– ¿Por qué no los llevas tú?
– Me han retirado el carnet por conducir colocado.
– ¿Ése es el único motivo?
– Y además me he hecho daño en la espalda y no puedo cargar pesos.
– No pesan tanto. Oye, mira, ¿y si los llevo en tu coche?
– Me lo requisaron cuando me trincaron.
– Ajá. Bueno, ¿y cuánto me das por el recado?
– Cincuenta pavos.
– Adiós, Bart -dijo Farley.
– ¡No, un momento! Te doy cien. Te llevará, máximo, media hora.
– Ciento cincuenta.
– Farley, yo no me saco mucho de esto. No son los ordenadores más modernos del mundo.
– Yo no arriesgo el culo por unos ordenadores chorizados que no tienes huevos para llevar personalmente si no me das ciento veinticinco.
– De acuerdo, hecho.
– ¿Cuándo?
– ¿Podemos quedar en Hollywood con Fairfax dentro de veinte minutos? Estaré en la esquina, me pondré a andar y tú me sigues hasta el sitio donde hay que recoger el envío. La mercancía está en un garaje de por allí. Luego, cuando lo tengas cargado, te acompaño hasta la dirección donde hay que dejarlo.
– ¿Y por qué vas a ir andando adonde hay que cargar, en vez de venir en el coche conmigo?
– No puedo aparecer en la recogida. No te lo puedo explicar.
– ¿Y llevarás la pasta?
– La mitad. Te doy la otra mitad cuando el trabajo esté hecho.
– ¿Y no podemos hacerlo más tarde? No sé dónde se ha metido esa maldita zorra.
– No la necesitas.
– ¿Y quién te crees que carga con el peso? -dijo Farley-. Y ella va delante, por si algo se tuerce a destiempo.
– No podemos esperarla. Veinte minutos, Farley -dijo Bart.
Farley la buscó por toda la calle pero no la encontró. Pasó un momento por casa de Mabel y se encontró a la vieja bruja leyendo las cartas del tarot, en las que Olive creía con toda su alma.
– ¡Eh, Mabel! -dijo Farley asomándose por la oxidada mosquitera-, ¿has visto a Olive?
– Sí, está buscando a Tillie. Creo que Tillie puede estar preñada. Se comporta de una forma muy rara y va por todas partes como buscando un buen nido. Antes era una gata salvaje, ¿sabes? Pero la adopté y la domestiqué.
– Sí, claro, seguro que la Sociedad Humanista te ha dado un premio -le dijo-. Si ves a Olive, dile que me surgió un trabajo y que me espere en casa.
– De acuerdo, Farley -dijo Mabel, y añadió-: quizá te interese saber que las cartas no pintan bien para ti. Sería mejor que también tú te quedaras en casa.
Le oyó murmurar «vieja loca» al marcharse.
Olive estaba en el patio trasero de una casa, a seis de distancia de la suya, buscando a Tillie y charlando con la vecina sobre las preciosas camelias blancas que rodeaban su propiedad. A Olive le gustaban mucho las azaleas de color rosa y blanco que trepaban por la cerca. Olive le dijo que esperaba tener un jardín algún día. La mujer se ofreció a enseñarle las nociones elementales y a ayudarla a empezar con las semillas más adecuadas y unos cuantos esquejes.
Olive creyó oír el Corolla de Farley; se excusó, salió corriendo a la calle y vio las luces traseras en la señal de stop. Gritó, pero Farley no la oyó y desapareció. Entonces, se fue a casa deseando que no estuviera muy enfadado con ella.
Allí estaba, en la esquina noreste de Hollywood con Fairfax, brincando como si se estuviera meando. O como si estuviera esperando para pillar meta, más bien, se imaginó. No le gustaba nada todo ese asunto. ¿Little Bart no podía conducir porque le habían retirado el carnet? ¿Desde cuándo ese detalle impedía conducir a un anfetamínico? ¿No podía transportar un ordenador porque le dolía la espalda? ¿No podía montar con él en el coche para ir al garaje donde estaban los ordenadores? ¿Pero de qué iba toda esa mierda?
– Sígueme muy despacio media manzana -le dijo Little Bart acercándose al coche-. Cuando llegue a la casa, la señalaré con el dedo por la espalda. Entonces tú te metes en el sendero y vas hasta el garaje. La puerta se abre manualmente. Carga los ordenadores y recógeme después dos manzanas al norte.
Iba conduciendo despacio detrás de Bart y echaba de menos a Olive más que en los dieciocho meses que llevaban juntos. El asunto parecía muy chungo. Bart no se atrevía a recoger la mercancía, lo cual significaba que no confiaba en el ladrón que la había robado ni en el revendedor que le había encargado la entrega.
Si Olive estuviera con él no habría problema. Se bajaría del coche en la dirección de la recogida, entraría en el garaje y sacaría el material. Si había policía allí y la detenían, él seguiría tranquilamente calle abajo. Si había algo de lo que estuviera seguro era de que Olive no lo vendería jamás. Se comería el marrón y cumpliría la condena que le impusieran, y volvería con él cuando saliera de la trena como si no hubiera pasado nada.
Pero Olive no estaba, y ese cabrón de Little Bart señalaba ya una casa con el dedo, una modesta entre las de alrededor. Bart siguió andando en dirección norte. Farley aparcó enfrente de la casa y echó un vistazo al garaje.
La casa no se diferenciaba de la suya. Era de un estilo omnipresente en California al que todo el mundo llamaba español y que sólo consiste en tejado de tejas y paredes estucadas. Cuanto más la miraba peor espina le daba.
Farley salió del coche y cruzó la calle hasta la casa. Se acercó a la puerta principal y llamó al timbre. Al no recibir respuesta, fue a la puerta lateral, que estaba a sólo doce metros del garaje, y la aporreó gritando: «¡Olive! ¿Estás ahí? ¡Holaaa! ¡Olive!».
En ese momento, dos investigadores del distrito de Hollywood salieron del garaje, le enseñaron la placa, lo pusieron contra la pared, lo cachearon y se lo llevaron a rastras al interior del garaje. Dentro no había nada más que un banco de trabajo, herramientas y ruedas y dos cajas con sendos ordenadores nuevos.
– ¿Qué es esto? -preguntó.
– Díganoslo usted -dijo el oficial de más edad.
– Olive, mi novia, fue a comer con un colega suyo y me dio la dirección del colega, que es ésta.
– De acuerdo -dijo el oficial joven-, ¿Por qué ha estado usted en la cárcel?
– Cosas de críos, sin importancia -dijo Farley-. ¿Pero a qué viene todo esto?
– ¿Lo han condenado alguna vez por robar en casas?
– No.
– ¿Por perista?
– ¿Perista de qué?
– No se haga el tonto, por vender propiedad robada.
– No, sólo fue por gamberradas de crío, posesión de droga y un par de robos menores.
– ¿Va a recurrir a la defensa NFY?
– ¿Eso qué es?
– No fui yo.
– ¡Soy inocente! -gritó Farley.
– Bien, compañero -elijo el agente joven al otro-, vamos a llevarnos estas cosas de críos a comisaría. Me parece que la fiesta sorpresa se ha aguado.
– ¡Eh, tío! -dijo Farley-. Seguro que escribí mal la dirección, nada más. Olive, mi novia, estará buscándome. Si me deja llamarla, ella misma se lo dirá.
– Dese la vuelta, cosas de críos -dijo el agente mayor-, y ponga las manos a la espalda.
Lo esposaron y se lo llevaron a la calle, donde se acercó un coche de investigación desde el lugar donde aguardaba apostado. Después registraron el Corolla pero, naturalmente, estaba limpio. No había ni una colilla en el cenicero, siquiera.
En comisaría, Farley miró los carteles de películas en las paredes. «¿A quién coño se le ocurre poner carteles de películas en una comisaría? -pensó-. ¿Y cómo me he metido yo en esa película de horror?» Lo único que sabía era que, si Olive hubiera estado con él, no le habría pasado nada. ¡Lo habían trincado por culpa de esa zorra imbécil!
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