Ya eran más de las cinco y Farley no había vuelto a casa ni había llamado. Olive estaba cansada y tenía mucha hambre. Se acordó de lo que le había dicho Mabel un día sobre guardarle comida. Se preguntó si la mujer le dejaría ayudarla a preparar algo de comer. Eso estaría bien, comer algo y charlar con Mabel. Fue a su casa y la mujer la recibió encantada.
– Lo siento, Mabel -le dijo-, no he encontrado a Tillie.
– No te preocupes, querida -le dijo Mabel-, ya volverá, siempre vuelve. Todavía es un poco salvaje. Tillie tiene espíritu gitano.
– ¿Quieres que te ayude a cocinar algo?
– Ah, sí -dijo Mabel-, si me prometes que te quedarás a cenar conmigo.
– Gracias, Mabel -dijo Olive-, cenaré contigo encantada, de verdad.
– Luego jugamos un rato a gin. Si no sabes, no te preocupes que yo te enseño. Se me dan muy bien las cartas. ¿Te he contado alguna vez que ganaba bastante dinero echando las cartas a la gente? Eso fue hace sesenta y cinco años.
– ¿De verdad?
– De verdad. Pero había algunos tecnicismos legales en contra de la predicción del futuro; me detuvieron dos veces y me llevaron a la comisaría Hollywood por desconocerlos.
– ¿Te detuvieron? -Olive no se lo imaginaba, siquiera.
– Sí, sí -dijo Mabel-. En mis tiempos, también fui una buena pieza, no creas. La antigua comisaría era un edificio muy bonito, construido en 1913, el año en que mis padres se casaron. Cuando nací, me pusieron este nombre por Mabel Norman, una estrella del cine mudo. No tuve hermanos, y ¿sabes?, tuve un novio policía que trabajaba en la comisaría Hollywood. Fue el que me detuvo la segunda vez y me convenció de que dejara de predecir el futuro cobrando. Murió en la guerra, una semana después del día D.
A Olive le encantaba escuchar las anécdotas y los chismes de los viejos tiempos de Hollywood que le contaba Mabel, y no quería interrumpirla, pero pensando en Farley, le dijo:
– Mabel, voy un momento a casa de una carrera y dejo una nota a Farley, para que sepa que estoy aquí. ¡Enseguida vuelvo!
– Date prisa, querida -dijo Mabel-, tengo muchas cosas que contarte sobre la vida en la época dorada de Hollywood. Y jugaremos a las cartas. ¡Qué bien nos lo vamos a pasar!
Cosmo Betrossian maldijo el tráfico. Maldijo a Los Ángeles por ser la ciudad que más dependía del coche y con más congestión de tráfico del mundo entero. Maldijo al camarero georgiano que le había pasado un coche robado con el que habían estado a punto de pillarlo. Pero sobre todo maldijo a Farley Ramsdale y a su estúpida mujer. Atascado en el tráfico en Sunset Boulevard Este, miró las señales viarias de alrededor, escritas en lenguas del lejano oriente, y también las maldijo.
Entonces oyó una sirena y sintió pánico, hasta que vio una ambulancia sorteando el tráfico de Sunset en dirección contraria, intentando, evidentemente, llegar a donde se había producido el accidente de tráfico que lo tenía atascado. Maldijo una vez más sin dejar de consultar repetidamente el falso Rolex.
En primer lugar lo dejaron una hora, o eso le pareció, en una sala de interrogatorios; sólo le permitieron salir al baño una vez y tuvo que orinar delante del vigilante. Como cuando el maldito agente de la condicional le obligaba a mear en un frasco dos veces al mes, sin compadecerse siquiera por lo difícil que era mear ante testigos, porque tenían que comprobar si la orina salía de la polla de uno, y no de otro frasco de orina limpia que uno llevara escondido en los calzoncillos.
Luego, entró un investigador haciendo de poli malo, lo interrogó sobre un robo en una mierda de almacén de componentes electrónicos del no que no sabía nada en absoluto. Después, otro investigador, haciendo de poli bueno, le dio un café. A continuación le sustituyó el poli malo, que empezó el juego otra vez desde el principio, hasta que a Farley le temblaban las manos y el pulso le vibraba.
Sabía que no se habían tragado el rollo de la dirección mal apuntada, pero a ella se aferró. Y estaba seguro de que empezaban a pensar que no estaba implicado en el robo del almacén, sino que no era más que un anfetamínico con tres dólares sesenta y cinco exactamente en el bolsillo al que habían encargado recoger y entregar la mercancía.
Delataría a Little Bart al instante si creyera que iba a servirle de algo, pero un matiz del tono del poli bueno en su última intervención le dijo que iban a soltarlo. Sin embargo, el poli malo volvió y se lo llevó a la pecera, donde había un banco de madera, y allí lo encerró. Y todos los maderos que pasaran por allí podían quedarse mirándolo como si fuera un mono araña del zoo de Grifith Park.
Cuando el quinto turno salió del control de asistencia a las seis de la tarde, varios policías pasaron por la pecera y, efectivamente, se quedaron mirándolo como bobos.
– ¡Eh, Benny! -dijo B.M. Driscoll a su compañero-. ¿No es ése el drogadicto al que multamos?
– Sí -dijo Benny Brewster. Entonces dio unos golpecitos en el cristal-. ¿Qué le ha pasado, hombre? -preguntó a Farley-. ¿Le pillaron vendiendo hielo?
– Que te jodan -murmuró Farley. Pero cuando Benny se hubo alejado riéndose, gruñó-: Eres tú quien tendría que estar en el zoo con los demás gorilas, antropoide de mierda.
Budgie y Fausto vieron a Benny hablando con alguien en la pecera, y Budgie miró a ver quién era.
– Fausto -dijo al ver a Farley-, ése es el tipo al que fichamos en el local de tacos.
– Ah, sí -dijo Fausto tras mirar a Farley-, el drogadicto de la novia escuálida. Seguro que lo pillaron trapicheando en Pablo's. Nunca aprenden, nunca cambian.
Cuando Hollywood Nate y Wesley pasaron junto a la pecera, Nate oyó el comentario de Fausto y echó un vistazo al interior.
– ¡Mierda! -exclamó-. Todo el mundo conoce a ese tío. ¡Eh, Wesley, ven a ver esto!
– ¡Ah, sí! -dijo Wesley al ver a Farley-. Ése se llama Rimsdale, ¿no? ¡Ah, no! ¡Ramsdale!
– Farley -dijo Nate-, como la vieja gloria del cine Farley Granger.
– ¿Quién? -dijo Wesley.
– Es igual -dijo Nate-. Vamos a buscar a Trombone Teddy. Tenemos que localizarlo o esta noche me estresaré soñando con un viejo borrachuzo que no para de apartarme con la vara de su trombón de oro.
– ¿De verdad tienes sueños así?
– No -dijo Nate-, pero sería una buena secuencia onírica para un guión, ¿no te parece?
Wilma Collins era una sargento negra del segundo turno que tenía cuarenta años. Tenía buena fama entre los agentes, pero también un insidioso problema de peso sobre el que bromeaban los compañeros de la comisaría Hollywood. No era obesa, en realidad, pero le llamaban «camilla de cuero». Su Sam Browne tenía mucho que sujetar.
Todos sabían que, unas horas antes de terminar el turno, a la sargento Collins le gustaba escabullirse a un IHOP y recargar energías a base de tortitas de manteca nadando en mantequilla, salchichas con huevos fritos y pastelitos empapados en mantequilla. Se hacían muchos chistes sobre el colesterol y el endurecimiento de las arterias a costa de la sargento Collins.
Cuando la unidad de surfistas hubo cargado las bolsas de guerra y se disponía a salir a la calle, el aparcamiento en pleno y la oficina del comandante de guardia estallaron de repente. Algunos de los que lo oyeron tuvieron que sentarse un momento a recuperar el control. Aquello fue un «momento comisaría Hollywood».
Al parecer, la sargento Collins había dejado el transmisor en el mostrador del IHOP, porque llegó un mensaje por la frecuencia de la comisaría de un camarero mexicano que había abierto el micro y hablaba por el transmisor.
– ¡Hola, hola! -decía el camarero-. ¡Señora policía negra y rechonchona! ¡Hola, hola! ¡Se ha dejado aquí la radio! ¡Hola! ¿Señora negra y rechonchona? ¿Está ahí, por favor? ¡Hola, hola!
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