– Pero antes, una cosa -dijo Andi-. Creo que tengo que llamar a Viktor. Es posible que un traductor de ruso nos venga muy bien si el dueño de ese club nocturno empieza a mentir y negar cosas, como probablemente hará. Viktor es un maestro con esa gente, una habilidad muy oportuna que adquirió en los malos tiempos con el Ejército Rojo.
– En estos momentos está llegando a casa -dijo Brant-, no le hará ninguna gracia.
– Me lo debe -dijo Andi-. ¿Acaso no me zambullí en un contenedor de basura por él, como hacen los chicos por divertirse? ¿Y eso no me costó un sujetador de realce?
– ¡Eh, muchachos! -dijo Charlie el Compasivo, que todo lo oía, como ele costumbre-, ¿están buscando a Viktor? Salió con muchísima prisa acompañado de Hollywood Nate y ese niño grandullón con el que trabaja. Me encanta ver correr a Viktor, parece un oso con patines.
El Pinto azul estaba registrado a nombre de Samuel R. Culhane, con domicilio en Winona Boulevard.
Viktor Chernenko iba en el asiento trasero del blanco y negro, preocupado por sus cervicales, pues Hollywood Nate seguía conduciendo a gran velocidad, en modo redención.
– ¿Sabe, investigador? -dijo Wesley a Viktor-. Lo único que no encaja es que la primera vez que hablamos con Trombone Teddy dijo que el tipo se llamaba Freddy o Morley.
– Quizá Samuel vendió el coche a Freddy -dijo Nate-. Seamos positivos.
– O se lo prestó a Morley -añadió Viktor.
La casa era casi una copia del viejo chalet hollywoodiense de Farley Ramsdale, pero bien conservada, con un poco de césped en la entrada, geranios alrededor del edificio y un macizo de petunias en el porche de delante.
Wesley corrió a la parte trasera para evitar huidas. No había anochecido del todo y no le hacía falta la linterna. Se apostó a esperar detrás del garaje. Viktor tomó la iniciativa y llamó a la puerta, con Nate a su izquierda.
Samuel R. Culhane no estaba tan delgado como Farley, pero sí pasaba por las últimas etapas de la adicción a la metanfetamina. Tenía pústulas en la cara y un tic nervioso constante en la comisura del ojo izquierdo. Era unos años mayor que Farley y se estaba quedando calvo, pero se malcubría la calva con el cabello de los laterales. Aunque no veía a Hollywood Nate, situado al lado del tipo que había llamado a la puerta, supo al instante que Viktor era poli.
– ¿Sí? -dijo con cautela.
– Tenemos que hablar con usted -dijo Viktor enseñándole la placa.
– Vuelvan con una orden -dijo Samuel Culhane, e intentó cerrar la puerta, pero Viktor se lo impidió con el pie y Nate empujó la puerta y entró tocándose la placa que llevaba prendida en la camisa.
– Esto es un pase universal, tronco.
Entonces, Nate fue hasta el fondo y abrió la puerta de atrás, silbó y entró Wesley, que vio al anfetamínico sentado ya en el sofá del salón con aire sombrío. Viktor le leía formalmente sus derechos, escritos en una tarjeta que todos los policías, Viktor incluido, se sabían de memoria.
– Pásalo por la base de datos, Wesley -dijo Nate a su compañero entregándole el carnet de conducir de Samuel Culhane.
– ¿No se alegra de vernos? -preguntó Viktor al insatisfecho propietario de la casa después de leerle sus derechos.
– Mire -dijo Samuel Culhane-, no van a registrar mi casa sin una orden, pero hablaré con ustedes el tiempo suficiente para enterarme de qué es lo que pasa aquí.
– Tenemos que saber dónde estaba usted cierta noche.
– ¿Qué noche?
– Hace tres semanas. Iba usted en su Pinto con una señorita amiga, ¿no?
– ¡Ja! -dijo Samuel Culhane-. ¿En mi coche con una señorita amiga? ¡No, tronco! ¡Soy gay! Más gay que la primavera. Se han equivocado de tío.
– Iban ustedes por Gower, lado sur de Hollywood Boulevard, hacia las ocho de la noche.
– ¿Y quién se lo ha dicho?
– Los vieron.
– Tonterías. No tengo ningún motivo para ir por Gower a esas horas. La verdad es que no salgo hasta las diez de la noche o más. Soy un ave nocturna, tío.
– Iba una mujer en su coche -dijo Viktor.
– ¡Ya le he dicho que soy gay! ¿Tengo que mamársela para demostrarlo? Un momento, ¿qué delito se supone que cometí?
– Lo vieron junto a un buzón de correos.
– ¿Un buzón de correos? -dijo, y de pronto-: ¡Ah, vale! ¡Ahora lo entiendo! Quieren endilgarme un robo de correo.
En ese momento entró Wesley con una ficha, que entregó a Viktor, en la que había anotado algunos datos del historial delictivo de Culhane.
– Lo han detenido por fraude… -empezó a leer Viktor- una, dos veces. Una por falsificación. Como se suele decir, esto encaja con el hurto de correspondencia estadounidense en buzones de correo público.
– De acuerdo, me cago en todo -dijo Samuel Culhane-. No voy a pasar una noche en la trena esperando que aten cabos y deduzcan de una puta vez que no soy el que buscan, así que, si se largan y me dejan en paz, voy directo al grano y les cuento lo que quieren saber.
– Proceda -dijo Viktor.
– Presté el Pinto una semana a un conocido mío. Tengo dos coches. Ese tipo vive cerca de Gower con otra anfetamínica majadera que se llama a sí misma su mujer, pero no están casados. Les advertí a los dos que no hicieran el gilipollas ni anduvieran trapicheando con mi Pinto. Pero no me hicieron caso, ¿verdad? Les diré dónde vive. Se llama Farley Ramsdale.
Hollywood Nate y Wesley Drubb se miraron.
– ¡Farley! -dijeron los dos a la vez, y con tal ímpetu que sobresaltaron no sólo a Samuel Culhane, sino también a Viktor Chernenko.
«Maldita Olive, nunca deja las cosas en su sitio», pensaba Farley, todavía en tiempo presente, aunque en el fondo sabía que ella ya pertenecía al pasado. Tenía que reconocer que iba a echar de menos algunas cosas. Ella era como las beduinas que cruzan los campos de minas delante del viejo, que va en burro detrás de ellas, siguiéndoles los pasos a cincuenta metros. Siempre obediente. Hasta ahora.
Por fin encontró las llaves electrónicas en el último cajón de la cocina, con un temporizador que nunca usaba y una sartén requemada que sí usaba. Eran las mejores tarjetas que habían robado en su vida y siempre se las habían pagado bien. Tenían el tamaño y el color exactos y la banda magnética perfecta para pasar por carnets de conducir californianos auténticos, sólo les faltaba añadirles la copia falsa en la parte de delante. Tendría que buscarse otra compañera que rondara por ese hotel en particular, para no quedarse sin suministro de llaves. Quizá una mujer con un poco de clase que no despertara sospechas. Pensó en cuántas mujeres con un poco de clase conocía, pero lo dejó inmediatamente.
Naturalmente, sabía que la cita en el desguace era muy peligrosa, que podía ser una trampa de Cosmo para matarlos, pero como a Cosmo no le importó saber que Olive se había largado y quiso seguir adelante con lo de las tarjetas a pesar de todo, le pareció que seguramente no le ocurriría nada. Ese armenio de mierda no se atrevería a matarlo si Olive andaba por ahí con posibilidades de denunciar su desaparición, si pasaba algo, ¿verdad?
O quizá sí. Nunca había tratado con un tío tan violento como Cosmo, y por eso ideó un plan. Desde luego, iba a ir en coche a ese desguace solitario de esa carretera solitaria de Los Ángeles Este por la que no rondaría de noche ningún blanco en su sano juicio. Pero no sacaría un pie del coche, eso desde luego. Llegaría allí, se acercaría a la cancela en contra dirección y cogería la bolsa de papel sin salir del coche. Si el dinero estaba dentro, entraría en el solar, haría un cambio de sentido, tocaría el claxon hasta que Gregori saliera, le tiraría la bolsa de papel con las tarjetas y saldría pitando de allí en dirección a territorio blanco otra vez. Si es que Hollywood podía considerarse territorio blanco, últimamente.
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