– ¿Por qué lo dices?
– Tienes buen corazón.
– ¿Cómo sabes lo que tengo por dentro? Sólo me has visto por fuera.
– Instinto policial.
– Cuidado, amigo. Estoy en la edad de ponerme tonta con esa clase de halagos. Podría hacer cualquier sandez, como tomarte en serio.
– Te saco unos años, ya es hora de que me tomen en serio.
– Vamos a dejar esta conversación para el final del turno -dijo Andi-, así podré concentrarme mejor.
– Lo que tú digas, compañera.
– Digo que vayamos a buscar el vídeo y aclaremos el homicidio.
– ¿Sigue en pie lo de que Viktor se pase a charlar un rato en ruso?
– Esta noche tiene mucho que hacer, pero ha dicho que sí.
– Hacia el Gulag, camarada -dijo Brant con una sonrisa que le arrugó los ojos, esos ojos verdes con pestañas tan espesas, y a Andi se le encogieron los dedos de los pies.
Ilya se asustó al ver el estado en que Cosmo subía las escaleras cojeando. Lo ayudó a limpiarse la herida de la cabeza y a cortar la hemorragia del todo. En cuanto al dedo, hizo cuanto pudo por cerrarle el tajo con tiritas y luego se lo vendó y le puso esparadrapo, hasta que pudiera ir al médico a cosérselo al día siguiente. Dónde se lo haría y dónde estarían al día siguiente nadie podía saberlo. De momento, lo único que Ilya quería era concentrarse en conseguir el dinero de Dmitri esa noche.
– Podemos huir ahora, Ilya -dijo Cosmo-, Tenemos los diamantes. Buscaremos a alguien en San Francisco.
– La policía nos pisa los tacones -dijo Ilya-. Pasan muchas cosas. Ya no tenemos ningún tiempo más. Vendrán en cuanto Farley informe sobre nosotros. No tenemos tiempo de buscar comprador de diamantes en San Francisco. Necesitamos dinero ahora. ¿Sabes una cosa, Cosmo? Quizá me voy directamente a Rusia. No sé.
Él tampoco sabía. Lo único que sabía era que le asustaba mucho enfrentarse a Dmitri esa noche sin el dinero del cajero, y tener que colarle una mentira. Dmitri era muy listo, más que Ilya, le parecía. Llamó al número de móvil que Dmitri le había dado.
– Sí -contestó Dmitri.
– Yo, hermano -dijo Cosmo.
– No digas tu nombre.
– Me gustará voy dentro de treinta minutos.
– De agcuerdo.
– ¿Estás preparado para terminamos el negocio?
– Sí. ¿Y tú?
– Listo, hermano -dijo Cosmo después de tragar saliva.
– Te veo dentro de treinta -dijo Dmitri, y Cosmo creyó ver su sonrisa típica.
Cosmo se tapó la herida de la cabeza con una boina negra, la que se ponía Ilya con su jersey negro cuando quería estar muy atractiva. Se vistió con una americana de sport clara, pantalones azules y sus mejores zapatos de vestir. Se guardó la Beretta en la cintura de los pantalones, a la espalda, y se apretó el cinturón para que la pistola no se moviera.
Ilya se puso la falda roja más ceñida que tenía y una camiseta muy escotada que le realzaba mucho el pecho, y encima, una torera negra ribeteada de lentejuelas. Y, como iban a un club ruso, se calzó unas botas negras de caña alta y tacones de siete centímetros y medio. Pensó que no se quedaba corta ni de brillo. A Ilya le gustaba esa palabra, «brillo».
– Vamos a buscamos nuestros treinta y cinco miles, Ilya -dijo Cosmo obligándose a sonreír con ánimo-. Vamos al Gulag.
El Oráculo miró el reloj. Empezaba a tener hambre y la noche había sido muy movida, con la persecución encabezada por un muerto y Viktor Chernenko ocupando uno de los coches del turno medio, además de la habitual locura hollywoodiense, que no había parado de estallar de vez en cuando como si fuera noche de luna llena. El estómago le dio un pinchazo y se tomó un par de pastillas contra la acidez.
– Tengo que ir de relaciones públicas -dijo al sargento del tercer turno-, para evitar que un abogado gilipollas presente quejas personales contra todo bicho viviente del distrito de Hollywood que ha tratado o dejado de tratar con la mema de su hija, que ha puesto una denuncia por un delito falso. Tengo que ir un momento a tomar nota del nombre y la dirección del encargado de un club nocturno, si es que de verdad es el encargado. A lo mejor sólo lo es en las tarjetas de visita que da a las chicas en los bares, para impresionarlas.
– ¿A qué club tiene que ir? -preguntó el sargento.
– Es un local ruso que se llama El Gulag, ¿lo conoces?
– No, pero supongo que será un lugar de reunión de mafia rusa. Esos locales cambian de dueño y de nombre más que de calzoncillos.
– Después me voy de código siete con Fausto y su compañera. Han descubierto un nuevo restaurante mexicano familiar muy bueno. Llámame si me necesitas.
Cuando salía del aparcamiento de comisaría, el Oráculo mandó un mensaje a la patrulla 6 X 76 diciéndoles que estaba de camino al Gulag y que no creía que fuera a estar allí más de quince minutos.
El aparcamiento del Gulag estaba atestado en el momento que Cosmo entró con el Cadillac. Tuvo que aparcar en el último rincón, junto a los contenedores de basura.
– Dmitri tendría que poner mozos aquí -comentó Ilya con nerviosismo.
– Demasiado barato -dijo Cosmo.
Oyeron el barullo del local nada más bajarse del coche. Cosmo apagó el cigarrillo, tocó la pistola que llevaba bajo la americana y se acercó a la entrada cojeando con Ilya.
Ilya fue directa a la barra, a las filas de clientes que intentaban que les sirvieran, y llamó al sudoroso camarero.
– Disculpe un momento, por favor.
Un joven borrachín que estaba sentado a la barra se dio media vuelta y le miró la cara, luego las tetas, se levantó del taburete y le dijo:
– Le cedo mi asiento si me permite invitarla.
– Encantador, querido -dijo ella dedicándole su mejor sonrisa profesional al tiempo que se apoderaba del taburete.
– ¿Es rusa? -dijo él al oír su acento.
– Sí, querido -dijo ella.
– ¿Le apetece un ruso negro?
– Prefiero un americano blanco -dijo ella, y el joven se rió a carcajadas, con el alcohol suficiente en el cuerpo para que cualquier cosa le hiciera gracia.
Ilya pensó que ojalá el mundo no hubiese dejado de fumar. En esos momentos, habría dado un diamante por un cigarrillo.
A pesar de lo atareado que estaba, Viktor Chernenko había hecho una promesa a Andi McCrea, y las promesas se cumplen. Miró la hora y dijo a Charlie el Compasivo que tenía que ir rápidamente a un club ruso llamado El Gulag a ejercitar el músculo oral en el idioma del propietario, porque Andrea se lo había pedido. En cuanto a los investigadores de fuera, que ya estaban de camino a la comisaría para ayudarles a componer el rompecabezas del asesinato de Ramsdale y los atracos de Hollywood, Viktor tenía intención de quedarse esa noche mientras hubiera esperanzas de localizar a la mujer de Farley Ramsdale. Tenía una copia de su historial por hurtos menores y posesión de droga y vio que el nombre «Olive Ramsdale» debía de ser un alias reciente, porque los antecedentes estaban a nombre de Mary Sullivan, ¿pero quién podía saber cuál era su verdadero nombre? Después hizo una llamada rápida a casa y habló con Maria, su mujer.
– Hola, mi amor -le dijo-. Soy tu amantísimo esposo.
– ¿Qué demonios…? -farfulló Charlie el Compasivo, y miró a Viktor como si acabara de eructar spray de pimienta. Charlie no soportaba los arrumacos telefónicos.
– Estoy trabajando en el asunto más importante de toda mi carrera, amorcito querido -dijo Viktor-. Es posible que duerma aquí, en el cuarto del catre, esta noche, no lo sé con seguridad. -Se quedó escuchando con una sonrisa bobalicona en su ancha cara eslava-. ¡Yo también! -dijo al final, y dio besos de verdad al auricular antes de colgar.
– ¿Es su primer matrimonio, Viktor? -le preguntó Charlie.
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