Batya Gur - Un asesinato musical

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De la celebrada autora israeli, Batya Gur, nos llega una nueva novela de Michael Ohayon, la cuarta de esta popular serie de thrillers fascinantes e inteligentes. En esta ocasion, Michael Ohayon, un detective culto, solitario y encantador, entabla amistad con una chelista perteneciente a una familia de musicos de fama internacional. Pero su aficion a la musica le llevara a investigar un inesperado caso de doble asesinato que afecta el entorno de su nueva amiga y que tiene que ver con el descubrimiento de un antiguo requiem barroco. Puede una obra de arte convertirse en el movil de un crimen brutal?

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Nita tenía el rostro bañado en lágrimas. Michael oyó que Balilty se frotaba las manos y emitía un suspiro de alivio.

– No tenía intención de… -Theo se inclinó hacia Nita y le cogió las manos-. Ni siquiera sé cómo la almohada, en lugar de estrellarse contra la pared… No recuerdo cómo fue a parar a su cara. Lo único que pretendía era no verle esa cara cargada de desprecio hacia mi persona, de severidad, de insensibilidad absoluta. No quería verle la cara. Le puse la almohada encima. No sé cuánto tiempo pasó hasta que me di cuenta de lo que estaba haciendo. Y ni siquiera podría decirte cómo supe que estaba muerto. Debía de estar mucho más débil de lo que yo creía. Lo hice sin querer, Nita. Yo también lo quería. Mi intención era… no lograba comunicarme con él. Daba igual lo que hiciera. Compréndeme, por favor. Has dicho que querías comprenderlo.

– ¿Y el cuadro? ¿Y Gabi?

– Después me entró el pánico. No sé de dónde salió la idea del cuadro. Eso tampoco lo había planeado. Créeme. Estaba totalmente aturdido. No tenía ni idea de lo que iba a pasar. Ni yo mismo sé explicarte cómo ni por qué lo trasladé al sillón y lo amordacé, ni cómo desmonté el cuadro. Le quité el marco. Llevé el lienzo a casa de Herzl. No pensé en las consecuencias. No pensé en nada. Todo era… como un sueño.

– Y después, en el concierto, se te veía como si no hubiera pasado nada. ¡Y todos esperando a papá!

– Es que… es como si lo hubiera hecho otra persona -dijo Theo con voz lánguida-. Es imposible de explicar, lo sé, no te pido que me perdones. Me he pasado toda la vida desesperado, obsesionado. Hasta ahora, nunca había hablado de esto con nadie. Del dolor incesante. De la desesperación que se siente al comprender que, hagas lo que hagas, todo será inútil.

– Y Gabi.

– Y Gabi -Theo bajó la cabeza.

– Eso sí fue premeditado.

– Tampoco hay por qué decirlo así -objetó Theo.

– Pero ¿qué dices, Theo? -Nita sepultó el rostro en las manos-. Cogiste las cuerdas de repuesto que tenía guardadas en el armario.

Con antelación. Y los guantes también, según me han dicho, de una taquilla. Te llevaste un juego de cuerdas del que yo ni me acordaba. Y sabes que son cuerdas de concierto especiales. Que nadie más las usa. Como si quisieras que pensaran que… yo era tu cómplice. ¡Y permitiste que fuera yo quien lo encontrase! -sollozó-. Ni siquiera sé si tú lo viste después. ¡Cuánto odio debías de sentir para hacer lo que hiciste! ¡Sacaste fuerzas del odio!

– No me quedaba más remedio -alegó Theo-. Él habría descubierto que yo… Habría descubierto lo que hice… Se habría enterado de lo de padre. Y no habría cedido ni un centímetro de terreno. Se habría tomado como un deber sagrado cumplir los deseos de nuestro padre. Ya no podía echarme atrás. No podía.

Durante un rato, tan sólo se oyeron los sollozos de Nita al otro lado de la pared de cristal.

– ¿Qué vamos a hacer ahora? -preguntó Theo con un hilo de voz.

Nita se enjugó las lágrimas y se sonó.

– Lo primero será buscarte un abogado -repuso con voz ronca.

– Ningún abogado me librará de lo que me espera -dijo Theo-. Pasaré el resto de mi vida, lo que me quede de vida, entre rejas. Supongo que comprenderás que eso no es para mí.

Nita lo miró en silencio.

– Dijiste que me apoyarías -le recordó Theo, como un niño que hablara a su madre-. Dijiste que me ayudarías -en su voz había picardía. Y, tal vez por eso, Nita se levantó, temblorosa, y apoyó la mano en el brazo de Theo, como si de verdad fuera un niño.

– Tengo que pensarlo -dijo Nita-. De momento no tengo ni idea de cómo actuar.

– Pregúntaselo a tu amigo -susurró Theo, y alzó los ojos al techo.

– Ahora -dijo Balilty, tirándole de la manga a Michael-. Entremos ahora.

Nita estaba en pie de cara a la puerta. Los brazos le colgaban flácidos a lo largo del cuerpo.

– Te dirá lo que quieras -dijo Nita, saliendo de la sala-. Consíguele un abogado, y todo lo que necesite -añadió, y se desmayó. Michael no habría sido capaz de soportar su peso si no se hubiera apoyado contra el marco de la puerta. Danny Balilty la llevó al despacho de Shorer y llamó a una ambulancia.

El interrogatorio de Theo van Gelden se prolongó durante cinco días. Michael no abandonó el edificio en todo ese tiempo. El mundo cesó de existir. De vez en cuando, Danny y Eli Bahar se sumaban al interrogatorio. «Para que aprenda a estimarte más a ti», le decía Balilty a Michael, bromeando. Durante aquellos días pasados en un cuartucho desnudo y sin ventanas de la cuarta planta, Michael llegó a sentir en ocasiones que los límites entre su piel y la del hombre que tenía enfrente se disolvían. Durante aquellos días, cuando se retiraba a descansar unas horas al despacho de Shorer, Michael pensaba que estaba viviendo como si su vida y él hubieran dejado de existir, como si lo hubiera absorbido la mente de Theo van Gelden, quien, a su vez, mostraba una dependencia de él cada vez mayor.

Aun cuando cerraba los ojos en el despacho en penumbra de Shorer, las voces continuaban reverberando en su cabeza. Todo era confusión. Día tras día, Balilty maldecía a la prensa y trataba de calcular con exactitud el momento adecuado para reconstruir los crímenes. Sin cesar de quejarse del apego que Michael había desarrollado hacia el sujeto, Balilty también le informaba brevemente de la salud de Nita y le aseguraba que nunca la dejaban sola. Izzy Mashiah velaba junto a su lecho, y además la acompañaban una enfermera y una niñera contratada por Ruth Mashiah. En una ocasión, Balilty también hizo un comentario sobre el hijo de Nita: «Hoy Ido se ha puesto de pie, todavía no ha aprendido a volver a sentarse, y llora mucho».

A Theo tampoco lo dejaban solo en ningún momento. Michael siempre estaba alerta y Balilty se preocupaba de no salir de las dependencias policiales sin haberse cerciorado de que alguien montaba guardia junto a la puerta de la habitación donde Theo descabezaba un sueño, así como de que no tenía a mano objetos cortantes ni contundentes.

– Ni corbatas ni cordones de zapatos -le repetía Balilty al policía de turno-, ni cuchillos ni tenedores, sólo una cuchara.

El sargento Ya'ir precedía a Theo escaleras arriba, desde la improvisada sala de detención de la segunda planta hacia la sala de interrogatorios de la cuarta planta. Michael seguía a Theo a unos pasos de distancia, y el detenido avanzaba pasillo adelante cabizbajo, como un lastimoso caballo de tiro. Aquel caminar lento y sumiso por el estrecho pasillo fue el motivo de que Michael y el sargento Ya'ir se permitieran olvidar por un instante la posibilidad que se cernía sobre las dependencias policiales día y noche, y por eso les tomó por sorpresa que Theo pegara de pronto un salto con agilidad y ligereza sorprendentes y, por encima de la barandilla, se precipitara por el oscuro vacío del hueco de la escalera.

El alarido de Michael resonó en todo el edificio, y una multitud de policías se arremolinaba ya en el sótano cuando Michael llegó allí. Le abrieron paso para que pudiera ver el cuerpo destrozado, con el cuello roto.

Transcurrieron varias semanas antes de que se le permitiera ver a Nita. Entretanto, Ruth Mashiah llamaba todos los días a su puerta antes de salir del edificio. El rostro menudo y arrugado de Ruth se convirtió en la visión más preciosa para él. Cada día le contaba algo sobre Nita e Ido. Michael veía a veces al niño por la ventana de la cocina, cuando la niñera lo sacaba a dar una vuelta en la sillita. No osaba salir para verlo en persona. Y Ruth Mashiah le hizo comprender que no podría ver a Nita hasta que ella quisiera.

– De momento -le dijo con dulzura-, ni siquiera se puede mencionar su nombre en presencia de Nita. Pero creo -añadió compasivamente- que algún día, con mucha paciencia…

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