Batya Gur - Un asesinato musical

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De la celebrada autora israeli, Batya Gur, nos llega una nueva novela de Michael Ohayon, la cuarta de esta popular serie de thrillers fascinantes e inteligentes. En esta ocasion, Michael Ohayon, un detective culto, solitario y encantador, entabla amistad con una chelista perteneciente a una familia de musicos de fama internacional. Pero su aficion a la musica le llevara a investigar un inesperado caso de doble asesinato que afecta el entorno de su nueva amiga y que tiene que ver con el descubrimiento de un antiguo requiem barroco. Puede una obra de arte convertirse en el movil de un crimen brutal?

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Izzy Mashiah se dejó caer en una silla, junto a Michael, que estaba de pie.

– Yo qué sé -susurró-. Resulta muy difícil creérselo. No sé qué decir.

– ¡Por esto! ¿Por esto? -Nita señaló el manuscrito-. ¿Por esto Theo degolló a Gabi con una cuerda del chelo? ¿A padre, por esto?

– Nita -musitó Izzy Mashiah jadeante-. ¡Es un réquiem de Vivaldi!

– En realidad, no ha sido por esto, no sólo por esto -intervino Michael.

– Él dice -dijo Nita, como si no hubiera oído a Michael- que Theo siempre tuvo unos celos espantosos de Gabi. Siempre. Y de mí. Y que no podía perdonarle a padre que quisiera más a Gabi. Y dice que padre también me quería a mí. Y no dice nada más. Deja que yo misma saque la conclusión de que Theo también podría matarme a mí. Como si fuera un loco peligroso o algo por el estilo. Una especie de Macbeth. ¿Tú qué crees, Izzy? ¿Es posible?

– Sólo una persona puede dar respuesta a esa pregunta. Y de todos nosotros, tú eres la única a la que le debe una respuesta. Te debe una respuesta -dijo Izzy con voz despejada-. Y desde el mismo instante en que se ha planteado la pregunta, no lograrás estar en paz, ni yo tampoco, ni nadie.

– Querría estar muerta. Ojalá me tragase la tierra -dijo Nita.

Izzy miró a Michael desvalidamente; Michael le indicó por señas que saliera de la sala.

– No me trates como si estuviera loca -le advirtió Nita a la vez que alzaba la cabeza mientras la puerta se cerraba tras de Izzy-. Hay familias sobre las que pesa una maldición. Es un hecho y no hay que estar loco para creerlo.

– Yo no creo en las familias malditas -dijo Michael Ohayon-. Siempre doy por sentado que cualquiera es capaz de cualquier cosa. Es una lección que me ha enseñado la vida. ¿No crees que hay odio dentro de las familias? Piensa en las crónicas de la peste negra que asoló la Europa medieval. En las madres que abandonaban a sus niños de pecho y huían en cuanto reconocían en ellos los síntomas. ¿Crees que no querían a sus hijos? Los maridos abandonaban a las esposas, las esposas a los maridos, los amantes a sus amadas, los niños a sus padres… todos escapaban para sobrevivir. El horror que los amenazaba demolía todo y rompía todos los lazos. Era más fuerte que el amor, que la devoción o la responsabilidad. En el mundo no se puede dar nada por seguro. Es imposible pensar en nada que sea eterno. Siento mucho tener que ser yo quien te dé esta noticia. Pero créeme… no se puede vivir en este mundo sin conocer la verdad.

– Ojalá no te hubiera conocido -dijo de pronto Nita en un lamento-. Ojalá estuviera muerta.

Michael guardaba silencio.

– Lo único que quiero es… poner esto en orden. Obrar como es debido.

Michael seguía callado.

– No tengo elección -concluyó Nita, con menos odio-. Tengo que hablar con Theo, pero a solas. Y antes que tú. Antes de que hables tú con él. No quiero que estés presente mientras hablamos -le advirtió amenazadora.

Michael asintió.

– Quiero estar a solas con mi hermano. Aunque… incluso si… Sigue siendo mi hermano. No ha dejado de ser mi hermano. Y si tienes razón, si hay un mínimo de verdad en lo que has dicho, sigue siendo mi hermano. Y tú no puedes relacionarte con la hermana… de un asesino. Lo nuestro se acabó. Tanto si tienes razón como si no la tienes. Me has dejado sola, te has pasado al otro bando.

Michael advirtió que se había puesto muy pálido y que su respiración era acelerada y superficial. Cada una de las palabras pronunciadas por Nita era como una piedra lanzada contra su pecho, directamente al corazón.

– Una vez que haya hablado con él, aunque tú tengas razón, no volveré a verte nunca más. Aunque estés en lo cierto. Y ahora ni siquiera me atrevo a preguntarte si quieres que hable con él. Me siento incapaz de hablar con él. Eso es lo que has conseguido. O es como están las cosas, aunque no sea culpa tuya.

Michael quería preguntarle si las cosas habrían sido diferentes de no habérselo contado, si él se hubiese encargado de interrogar a Theo por su cuenta y más adelante le hubiera presentado los hechos a ella, si hubiera tenido mayor compasión. Quería acariciarla y decirle que, aunque los acontecimientos se hubieran desarrollado así, él siempre había estado a su lado. Quería explicarle que lo que importaba no eran las apariencias, sino los hechos. Pero cuando esos pensamientos empezaron a plasmarse en palabras en su mente, supo que no diría nada. En aquel momento no tenía derecho a exigir que Nita le prestara atención. Lo importante era ella, y el interrogatorio. No tenía sentido decirle nada puesto que los hechos no se podían modificar. Si Nita decidía verle a él como el principal responsable de la necesidad de enfrentarse a los hechos, nada podría impedirlo. «Y así es como lo ve ahora», comprendió de pronto.

– Podrías habernos ayudado -dijo de pronto Nita, con una voz desesperada e infantil.

Michael abrió los brazos en un gesto de impotencia que detestaba.

– Lo que ahora te importa es tu trabajo, tus éxitos -continuó ella con amargura-. Has optado por eso.

Michael quiso protestar, ansiaba decirle que no había otro camino, pero hablar no serviría de nada. Cabizbajo, comprendió que Nita eludía el quid de la cuestión, lo esquivaba, daba vueltas a su alrededor como si de un anillo de fuego se tratara. Nita, dominada por el deseo de hacerle daño, tenía la boca contraída, los dientes hincados en el labio inferior; al fin, los músculos de su cara y de su cuerpo se relajaron y se recostó con los ojos cerrados. Sus labios se movieron, repitiendo inaudiblemente una y otra vez, como si rezara: «Ojalá estuviera muerta». De pronto, inesperadamente, se irguió, estiró la espalda y dijo:

– No tengo más remedio. Necesito saberlo. No puedo vivir así. Cuando sepa la verdad de boca de Theo, y sólo de su boca, ya veremos si puedo seguir viviendo. Si queda algo en pie.

La primera vez que Michael sintió el impulso de precipitarse hacia la sala azul fue cuando Theo le puso las manos en los hombros a Nita. Tuvo entonces una visión espeluznante: aquellas manos rodeaban el cuello de Nita y apretaban con todas sus fuerzas. Pero Theo se limitó a mirar a Nita a los ojos, y a Michael le sorprendió una vez más la incongruencia de que los ojos de ambos fueran exactamente iguales y, sin embargo, reflejaran expresiones tan distintas. Las facciones de Theo transmitían una sensación de lejanía y frialdad, de arrojo, mientras que el rostro de Nita dejaba traslucir el horror de lo que sabía y un dolor difícil de contemplar incluso desde el otro lado de un cristal. Theo retiró las manos de los hombros de Nita. Michael cerró los ojos un instante. Al abrirlos, oyó que Nita decía:

– Han encontrado el réquiem.

Vio que Theo se echaba hacia atrás y miraba en derredor espantado.

– Estamos solos -dijo Nita-, no tienes nada que temer, Theo. Lo encontraron en tu despacho.

Theo se desplomó en una silla que tenía al lado.

– No me habías dicho nada del réquiem -lo acusó Nita gélidamente-. Ahora me lo tienes que contar todo.

Theo meneó la cabeza. Luego la irguió y se pasó la mano por la plateada cabellera. Con la voz ahogada, dijo:

– Están escuchando todo lo que decimos.

– Aquí no hay nadie -insistió Nita-. Me lo ha prometido.

– Miente. Todos mienten -replicó Theo-. Siempre has sido una ingenua.

Michael se puso en pie y se aproximó tanto a la pared de cristal que dejó sobre ella la marca de su aliento. Se vio entrecerrando los ojos y después abriéndolos de par en par.

– Tal vez lo era -la oyó decir con sencillez, y vio que las manchitas rosadas de sus mejillas se oscurecían-, pero lo he dejado de ser. Ya no me lo puedo permitir.

Theo masculló algo ininteligible y la miró en silencio.

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