Batya Gur - Un asesinato musical

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De la celebrada autora israeli, Batya Gur, nos llega una nueva novela de Michael Ohayon, la cuarta de esta popular serie de thrillers fascinantes e inteligentes. En esta ocasion, Michael Ohayon, un detective culto, solitario y encantador, entabla amistad con una chelista perteneciente a una familia de musicos de fama internacional. Pero su aficion a la musica le llevara a investigar un inesperado caso de doble asesinato que afecta el entorno de su nueva amiga y que tiene que ver con el descubrimiento de un antiguo requiem barroco. Puede una obra de arte convertirse en el movil de un crimen brutal?

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– ¿Me haría el favor de explicarme qué rasgos específicos posee el estilo de Vivaldi? -dijo Michael-. En pocas palabras.

– ¿Ahora?

Michael asintió. Izzy Mashiah se recostó hacia atrás en un alarde de cansancio.

– Vivaldi tenía debilidad por lo que, en el Barroco, se denominaba bizarrerie. Es decir, lo extravagante, lo caprichoso, lo fantástico -dijo, y miró por la ventana como si sus ojos estuvieran absorbiendo la oscuridad-. Ese elemento se encuentra incluso en Las cuatro estaciones , que están llenas de efectos sorprendentes, novedosos. Vivaldi era extremadamente original, y aquí, en el Dies Irae -señaló con desgana el manuscrito-, eso se aprecia con toda claridad.

– ¿Es todo? ¿Basta con eso?

– Hay algo más -prosiguió Izzy Mashiah tras una larga pausa- que puede apreciarse en las partes corales de esta obra: su capacidad de abstracción. Si bien es cierto que al referirnos a las mejores melodías barrocas solemos pensar en Corelli, Vivaldi también poseía un gran talento lírico. Pero su especialidad era componer movimientos enteros sin ninguna melodía, a base de motivos recurrentes que se repetían en distintas tonalidades, tal como ocurre en el concierto La notte.

– ¿Y es eso una prueba suficiente de su estilo? ¿Bastaría para que los musicólogos determinasen que Vivaldi es el compositor de esta obra?

Izzy Mashiah suspiró.

– Aunque no fuera una composición de Vivaldi, no por ello dejaría de ser muy valiosa -dijo con indiferencia-. Pero estoy convencido de que es de Vivaldi. Los musicólogos estarían de acuerdo conmigo.

– ¿Y es realmente posible que algo como esto aparezca de pronto en un viejo órgano de Delft?

– La Misa de Berlioz se encontró en un estante del altillo del órgano de una iglesia belga. Un hato de papeles atados con una cuerda, cubiertos de polvo -dijo Izzy Mashiah-. A veces estos asuntos están relacionados con las herencias y otras complicaciones. Ya sabe que los músicos guardan sus obras en los lugares más insólitos. ¿Por qué no en un viejo órgano de Delft?

– No sé si ha caído en la cuenta -dijo Balilty lentamente- de que esto pertenecía a Gabriel van Gelden, y usted es su heredero. Le ha legado todo lo que tenía.

Izzy Mashiah palideció. Se quedó pasmado mirando el manuscrito y se apresuró a retirar las manos de la mesa.

– Gabi no me dijo nada de esto -se lamentó una vez más, cabeceando-. Nada de nada. No podía desear que pasara a mis manos. Si no hay nada registrado oficialmente a tal efecto, no puede ser mío. Y, en realidad, tal vez no merezca tenerlo, porque no confié en él y le acusé de… -su boca se frunció en un rictus de dolor. Y si él no pretendía dármelo, no lo quiero.

– ¿Cómo iba a pretender dárselo? -dijo Balilty, casi con lástima-. Pensaba publicarlo, no sabía que lo iban a decapitar por culpa de este manuscrito.

– ¿Por culpa del manuscrito? -Izzy Mashiah se encogió y miró a su alrededor-. ¿Por su culpa? ¿Quién?

– Teóricamente, podría haber sido usted -le recordó Balilty.

Izzy Mashiah lo miró desconcertado.

– ¡Pero si ni sabía de su existencia! ¡Él no me lo había contado!

– No sería la primera vez que pasara algo así -sentenció Balilty-. Y otras veces ha pasado con menor motivo.

– ¡Pero si no sabía nada de esto!

Nadie dijo nada.

– No quiero seguir mirándolo -susurró Izzy Mashiah-. No quiero ni tocarlo.

Balilty ladeó la cabeza.

– Le aseguro que lo superará. A fin de cuentas, un millón es un millón. Y además -añadió secamente-: ¿está dispuesto a testificar por escrito todo lo que nos ha explicado?

Izzy Mashiah asintió con gesto desolado.

– Yo no he matado a Gabriel -dijo cuando ya estaban junto a la puerta-. No sabía nada del manuscrito. Y no he estado en el auditorio.

– En la poligrafía mintió -le recordó Balilty.

– Pero no he matado a Gabi -se defendió de nuevo.

– Si no lo ha matado -dijo Balilty a la vez que abría la puerta-, nuestro deber es no perderlo de vista. Sabiendo todo lo que sabe, su vida corre peligro.

– ¿Y Nita? ¿Nita también está al tanto de esto? -le susurró Izzy Mashiah a Michael, espantado, cuando ya estaban en el pasillo.

– Y ahora quiero que venga un experto en documentos del laboratorio -le dijo Balilty a Michael en el coche-. Aunque aparezca el certificado de autenticidad holandés. ¿No encontrasteis algo de ese estilo en la caja fuerte?

– Puede estar en un banco extranjero -repuso Michael.

– Pero no ha salido del país después de que su padre… -Balilty se interrumpió cuando ya casi era demasiado tarde.

– Puede que dejasen la documentación en Holanda, y no ha habido tiempo para recuperarla. ¿Qué…? -Michael se volvió hacia atrás.

Izzy Mashiah los miraba como si acabara de comprender algo, y ese algo le hizo decir con voz trémula:

– ¡Pare ahora mismo! -y se cubrió la boca con las manos.

El sargento Ya'ir se apresuró a abrir la puerta trasera y espantó con un ademán y un gesto a una mujer que se detuvo a observar a Izzy Mashiah vomitando sobre el bordillo.

– Ningún experto del laboratorio querrá tocarlo -dijo Balilty a la vez que tamborileaba con los dedos en la ventanilla del coche-. Tendrán miedo de estropearlo. Los conozco. Dirán que no hay que arriesgarse a destrozarlo examinándolo. Será mejor tratar de sacarle a él los documentos de autenticidad.

– Vaya a lavarse la cara y a beber algo -le dijo Michael a Izzy Mashiah cuando llegaron al aparcamiento del complejo del barrio ruso-. Nos espera una larga noche -le advirtió a Balilty mientras la operadora les comunicaba por radio que Eli Bahar los buscaba.

– ¿Dónde está? -preguntó Balilty.

– En la autopista Tel Aviv-Jerusalén. En un atasco. Hay una manifestación y está tratando de salir al arcén. Quiere que lo llamen al móvil, que no usen la radio.

Izzy Mashiah se contempló en el espejo rajado del cuarto de baño del cuartel de la policía. Michael lo esperaba junto a la puerta, cruzado de brazos.

– Una vez que haya firmado su declaración -dijo-, le explicaré lo que queremos que haga en relación con Theo.

Izzy Mashiah abrió el grifo. Salió un estrepitoso chorretón de agua.

– ¿Va a venir Theo? ¿Y voy a tener que verlo? -musitó Izzy con la cabeza metida bajo el grifo.

– Ahora mismo no. Lo traerán, pero aún tardarán un rato, y entretanto tendremos tiempo de…

El pelo y la cara de Izzy chorreaban. Se pasó las manos por la cabeza.

– Soy incapaz de ver a Theo ahora -dijo, y se sentó en el suelo. Dobló las piernas y recostó la cabeza en las rodillas. Le silbaba la respiración. El grifo goteaba-. Soy incapaz -repitió implorante.

– Usted quería a Gabriel -le recordó Michael, sintiéndose como si estuviera hablándole a un niño a punto de montar una rabieta.

– No me había contado nada -se lamentó Izzy Mashiah entre sus rodillas-. Ni una palabra, ni una alusión, nada.

– Vámonos -dijo Michael con dulzura, y lo ayudó a levantarse-. Vamos a prepararle un té con limón.

15

Cuestión de dinámica

Con extremo cuidado, y sin soltar su habitual frasecita condescendiente: «Muy bien, Zippo, bien hecho», Balilty sacó la cinta de la pequeña grabadora. La cinta de las conversaciones de Zippo con Herzl Cohen estaba rebobinada hasta el punto donde se mencionaba el nombre del experto belga con quien Felix se había citado en Amsterdam. Balilty tenía el rostro petrificado. En él se veía la expresión de desconcierto de quien es incapaz de aceptar que la realidad ha refutado sus prejuicios. Se le notaba en torno a la boca y en la flacidez de los labios, y también dominaba sus ojos, que seguían el movimiento del lápiz con el que Michael golpeteaba mecánicamente la mesa. Michael estaba al teléfono, sosteniendo una larga conversación con Jean Bonaventure, un distinguido estudioso de la música y los manuscritos de la época barroca; era él quien, en Bruselas y hacía más de seis meses, había preparado y firmado los documentos que venían a ratificar las deducciones de Izzy Mashiah. Las explicaciones musicales de Bonaventure, facilitadas en francés con acento belga, le sonaban conocidas a Michael. El belga adujo motivos casi idénticos a los expuestos por Mashiah para considerar que la obra era el cuerpo central de un réquiem de Antonio Vivaldi. El musicólogo añadió que, en su momento, le había prometido a Felix van Gelden mantener en secreto el hallazgo, e incluso había firmado un documento notarial a tal efecto, pero que ahora le pesaba ese retraso en dar a conocer la existencia del réquiem de Vivaldi, en interpretarlo y publicarlo.

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