Batya Gur - Un asesinato musical

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De la celebrada autora israeli, Batya Gur, nos llega una nueva novela de Michael Ohayon, la cuarta de esta popular serie de thrillers fascinantes e inteligentes. En esta ocasion, Michael Ohayon, un detective culto, solitario y encantador, entabla amistad con una chelista perteneciente a una familia de musicos de fama internacional. Pero su aficion a la musica le llevara a investigar un inesperado caso de doble asesinato que afecta el entorno de su nueva amiga y que tiene que ver con el descubrimiento de un antiguo requiem barroco. Puede una obra de arte convertirse en el movil de un crimen brutal?

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Para convencer a Bonaventure de que hablase con la policía de Jerusalén y firmase una declaración fue necesaria la mediación del primer secretario de la embajada israelí en Bruselas («Un amigo mío del ejército», había explicado Balilty al tiempo que prometía «resolver el problema de inmediato»).

Aunque había desviado la vista de Balilty para concentrarse en la conversación, Michael advertía los esfuerzos del agente de Inteligencia por tomar nota de la apresurada traducción que él iba haciendo del torrente de francés vertido por el teléfono. Vio por el rabillo del ojo cómo Balilty apuntaba diligentemente, a la vez que se pasaba la lengua por los gruesos labios, expresiones como «datación del papel», «antigüedad de la tinta», «diferentes marcas de agua», «papel veneciano de gran calidad» y «técnicas de…»; llegado a ese punto, Balilty se detuvo y tocó a Michael en el hombro.

– ¿Qué has dicho? ¿Técnicas de qué? -preguntó.

Michael se excusó ante el musicólogo, desconectó el altavoz y respondió a Balilty:

– Técnicas de impresión de los pentagramas.

Balilty asintió y Michael conectó el altavoz. En el despacho volvió a resonar la voz potente y ronca del anciano musicólogo, a quien habían despertado con su llamada; explicó que había comparado la letra del réquiem con la de otros manuscritos autógrafos de Vivaldi y que de ese examen se desprendía claramente que el manuscrito propiedad de Felix van Gelden era obra de un copista, salvo algunos compases añadidos más adelante por el propio Vivaldi.

– ¡Sigo sin dar crédito a que Zippo le haya sonsacado tantas cosas a Herzl Cohen! -exclamó Balilty mientras escuchaba una vez más las grabaciones de las conversaciones con el musicólogo belga y con el abogado Meyuhas, especialista en derechos de autor-. Debería felicitarle o algo así, ¿no? -añadió en tono culpable.

– ¿Estás listo para entrar? -preguntó Michael. Estaba nervioso, tenía un nudo en el estómago y la sensación de que el futuro le reservaba más acontecimientos fatídicos-. Llevan esperándonos más de dos horas.

– Y mientras tanto, ¿yo qué he estado haciendo? ¿Jugando al bridge? -dijo Balilty enfurruñado-. Es mejor dejar zanjado todo esto de antemano.

En la sala de reuniones, Eli Bahar estaba en pie a espaldas de Abraham, quien examinaba unos papeles sentado a la mesa. Tzilla, que había entrado después de Michael y Balilty, dijo jadeante:

– Ya he traído a Nita. La he dejado en tu despacho, porque tiene un sofá -le explicó a Shorer-. No sabe que Theo ya está aquí. Se ha acostado en el sofá. Está en muy baja forma. Y Theo -prosiguió, volviéndose hacia Michael- está a la espera en tu despacho. Hemos pensado que lo mejor para él era un sitio pequeño. Y, siguiendo tus instrucciones, no está solo. Lo hemos dejado a cargo del sargento de guardia. Theo tampoco sabe nada de momento, ni siquiera que Nita está aquí. Izzy Mashiah está hablando con la experta en documentos del laboratorio. ¿Cómo se llama?

– ¿Sima? -dijo Balilty-. ¿La chica de pelo rizado y grandes gafas?

– Esa misma, Sima -confirmó Tzilla.

– Estupendo, Sima sabe lo que se hace -dijo Balilty, y tomó asiento a la derecha de Shorer, quien estaba embebido en el informe forense, cuyas páginas repasaba a gran velocidad. En el extremo opuesto de la mesa, el sargento Ya'ir también leía con atención el mismo informe. Iba pasando el dedo sobre las líneas, el ceño fruncido en un gesto de concentración, como si no quisiera perderse ni una palabra.

– «Gran fuerza» -murmuró Shorer-. ¿Lo oís? Aquí dice que quien lo haya hecho, hubo de ejercer una gran fuerza. Si fue una mujer, tendría que ser gigantesca. Mirad -continuó sin dirigirse a nadie en particular-, dice: «Escasa probabilidad» -se quitó las gafas de leer.

– Con eso parece que queda excluida -señaló Balilty-. Siendo así… -continuó pensativo, y se quedó en silencio.

Michael lo escudriñó con inquietud, como si estuviera leyéndole el pensamiento, y se apresuró a decir:

– Olvídalo.

– ¿Qué quieres que olvide? -replicó Balilty inocentemente.

– Olvida lo que estás pensando. Me puedo encargar yo. Quiero encargarme de eso personalmente.

– ¿Entraste con ella sin llamar la atención de los periodistas? -le preguntó Eli a Tzilla.

– Ya sólo quedaba uno a la espera. Los demás han desistido. El que está ahí no para de darme la paliza con lo de la navaja japonesa.

– ¿Qué navaja japonesa? -preguntó Eli sorprendido.

– Se le ha metido en el coco que a Gabriel van Gelden lo han degollado con una navaja japonesa. Ya sabes cómo son. Si no les cuentas nada, enseguida se inventan algún disparate y…

– No la puedes obligar a hacer eso -le advirtió Michael a Balilty.

Shorer los miró alternativamente y luego preguntó con impaciencia de qué estaban hablando.

– Éste cree saber lo que estoy pensando. Ahora ha aprendido a leer el pensamiento -Balilty alzó la vista al techo.

– No podemos perder el tiempo con jueguecitos -les espetó Shorer irritado-. Mañana tengo una reunión con el comisario jefe y el ministro. Ya es la una. Quieren quitarnos el caso. Vamos al grano, Balilty, por favor.

– Pues bien -dijo Balilty, haciendo alarde de paciencia-. Nos enfrentamos a un grave problema, que por otra parte no es ninguna novedad. No pretendo decir que nunca nos haya sucedido algo parecido, pero esta vez el problema es más grave. Usted mismo lo sabe, señor -le dijo a Shorer-. Lo hemos aprendido de usted, y también de él -añadió, señalando a Michael con un gesto-. Es una cuestión de la dinámica del interrogatorio que nos espera. Casi todos los datos de este caso son meros indicios. Me parece que no vamos a lograr que cante.

– ¡Pero si no tiene coartada! -exclamó Eli Bahar-. ¿Qué dices de indicios? Su coartada era un embuste. Hemos hablado con la canadiense y con la violinista. Con la primera no estuvo, y con la otra estuvo a destiempo. Y ahora ya tenemos un móvil. Y la oportunidad de hacerlo. Lo tenemos todo. ¡Es un caso resuelto!

– Necesitamos una confesión y una reconstrucción del crimen -sentenció Balilty. Se inclinó hacia delante y extendió las manos sobre la mesa, como si fuera a apoyar en ellas todo su peso-. Hemos hecho un gran trabajo. Hasta tenemos el testimonio del abogado sobre la reunión que debían haber celebrado y sobre la visita que le hizo Gabriel van Gelden. Por no mencionar al belga y las copias de los documentos de autenticidad que llegarán mañana por correo urgente. Hemos conseguido muchísimas cosas. Sería una pena tirar la toalla antes de arrancarle una confesión. Si no la conseguimos, el caso puede prolongarse durante meses y meses en los tribunales.

– ¿Cuál es el problema? -preguntó Abraham.

– A nuestro estimado maestro -dijo Balilty lentamente- no le importamos un comino ninguno de nosotros. Ni nos respeta ni nos tiene miedo.

Zippo fue el único que replicó.

– ¿Y por qué necesitamos importarle un comino? -preguntó, sin dejarse desalentar por la desabrida expresión de Balilty-. Quiero comprenderlo -perseveró-. ¿Cómo me voy a enterar si no pregunto?

Balilty echó una mirada en derredor con el gesto fatigado de quien se ve en la obligación de explicar lo que es obvio.

– Pues bien -dijo de mala gana-, es una cuestión de la dinámica de la investigación.

– Sigo sin entenderlo -dijo Zippo con una determinación inusual en él-. Explícamelo, por favor.

– Ya sabes cómo se desarrolla un interrogatorio de esta clase -dijo Balilty, y exhaló un suspiro-. Puede durar varios días, o, como poco, varias horas.

– ¿Y?

– Y sabrás que tiene que establecerse una relación determinada entre el sujeto y quien lo interroga.

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