– Puedes contarme lo que te dé la gana, Theo -dijo Nita, y se agarró un brazo. Estaban sentados uno frente a otro, muy juntos. En la sala azul tan sólo había un par de sillas y una mesa metálica verde-. Pero tienes que decirme la verdad. Toda la verdad.
Theo exploró los rincones con una mirada rápida. Alzó después la vista hacia el techo como a la búsqueda de micrófonos ocultos. Al fin, se levantó e inspeccionó la sala, parecía a punto de empezar a medirla con sus pasos. Pero al darse cuenta de lo pequeña que era, volvió a sentarse.
– Todo. Es tu deber. Lo de padre también.
– Nita -dijo Theo airadamente-. ¿Qué voy a contarte de padre? Ya has oído que estuve con… una mujer, con dos, aquel día. Me siento incómodo hablando contigo de estas cosas.
El semblante de Nita palideció, como si de él se hubiera retirado la sangre de golpe. Michael tuvo miedo de que se desmayara, de que se cayera de la silla y se golpeara la cabeza contra el polvoriento suelo de piedra. Pero Nita se enderezó y dijo con un hilo de voz:
– Escúchame, Theo, escúchame bien. En primer lugar, como sabes, no soy precisamente virgen. No es ningún secreto que eres un mujeriego. Y, además, ya no soy una niña. Puede que lo fuera hasta hace poco, pero ya no. He tenido que madurar a toda prisa. Y, por último, la canadiense con la que estuviste en el Hilton, o donde fuera, dice que no estuvo contigo.
Theo sonrió. Incluso pareció animarse un instante.
– Cómo no lo va a negar -dijo casi con alivio-. ¿Qué esperabas? Es una mujer casada y respetable, un pilar de su comunidad. Tiene cuatro hijos.
– No me hables así -le replicó Nita con vehemencia-. No soy de la policía, soy tu hermana. ¡Estoy hablando contigo porque soy tu hermana! ¿No lo quieres comprender? Eres todo lo que me queda. Aunque… aunque seas un asesino -añadió en un susurro-. Ya está, ya lo he dicho -farfulló extrañada-. Aun en ese caso, te quiero, incondicionalmente. Pero tienes que decirme la verdad. Deja ya de mentirme. La canadiense dijo que en esos momentos estaba con otro hombre. Facilitó su nombre, y él lo ha confirmado; han grabado su declaración y ella la ha firmado. Y Drora Yaffe, la violinista con la que se supone que estuviste después, también se vino abajo en el interrogatorio. Dijo que te estuvo esperando y no apareciste. Así que no me vengas con cuentos.
– ¿Con otro hombre? -preguntó Theo, girando los ojos-. ¿Tenía otra relación? Pero si ni siquiera es guapa, la canadiense.
– ¿Es eso lo que te preocupa ahora?
– Entonces ¿por qué no me han arrestado?
– No lo sé -reconoció Nita-. Tal vez ya estás bajo arresto. Pero he solicitado hablar contigo, y me lo han permitido. Necesito enterarme de todo, por mi bien y por el tuyo. Y enterarme por ti, no por los interrogatorios y los juicios. Necesito que me lo cuentes tú.
– ¿Has sido tú la que ha solicitado hablar conmigo? ¿No te lo han pedido ellos? -en la voz de Theo había sorpresa y alivio-. ¿Estás segura?
– Lo solicité yo. Nadie me lo ha pedido -repuso Nita con voz destemplada-. ¿No comprendes que me debes una explicación honesta? ¿No comprendes que tienes que contármelo?
Theo permaneció en silencio.
– Sólo seré capaz de apoyarte si me lo cuentas. A pesar de… aunque padre y Gabi… seré capaz de… no sé cómo, pero ya sabes que yo no digo mentiras. Sólo si quieres acercarte a mí ahora, si me lo cuentas, si confías en mí.
– ¿Y qué más da? -masculló Theo-. Ya da todo igual. Créeme. Si han encontrado el réquiem. ¿Fue Herzl quien les habló del réquiem?
– No lo sé. Lo encontraron en tu despacho. Dentro de la partitura de Los troyanos. La que está encuadernada en terciopelo negro. La que te regaló mamá. Con esas ilustraciones que me enseñabas cuando era pequeña.
Theo guardó silencio.
– No te estoy preguntando por qué, Theo. Ahora mismo, no te pregunto por qué, sólo si lo hiciste o no. Eso es lo que te estoy preguntando. Los porqués los puedo comprender yo sola. Si es que son comprensibles. Los porqués podemos dejarlos para más adelante.
– ¿Lo puedes comprender tú sola? ¿Cómo es posible? -gritó Theo, y se puso en pie. Aquella fue la tercera ocasión en que Michael tuvo miedo de que se lanzara sobre Nita y la matara a golpes. Theo se colocó junto a ella y empezó a pegar gritos sin el menor dominio de sí mismo. En su cuello, largo como el de Nita, resaltaban las venas-. Cómo vas a entenderlo si toda la vida has sido la niña bonita de todos. Te concedían todos tus caprichos. Padre te adoraba, y Gabi también. ¿Cómo puedes comprender cómo me sentí cuando Herzl y después padre me hablaron del réquiem, diciéndome que no se me iba a permitir ni tocarlo? Que sería el motor para impulsar a Gabi a una merecida fama. ¿Lo oyes? ¡La merecida fama de Gabi! Eso es lo que dijo padre. Nada de lo que he hecho en toda mi vida, ni mis esfuerzos, ni mi fama, ni mis innovaciones, ni las alabanzas a mi genio… nada logró alterar el desprecio que le inspiraba a mi padre. ¡Ni su preferencia por Gabi! Hiciera lo que hiciese, era una causa perdida. Y me viene hablando de fama merecida. ¡De lo que se merece Gabi! De que él es un músico realmente serio. ¡Y a mí nunca me decía nada! ¡Ni una palabra! La primera vez que dirigí la Filarmónica de Nueva York, ¿lo recuerdas?, madre vino sola a verme. ¡Él no podía dejar la tienda desatendida! Ni siquiera me llamó después del concierto. ¿Puedes comprender eso? ¿Tú, con toda tu ingenuidad? ¿Tú, con ese mito sobre nuestra familia que te empeñas en cultivar? Tú… tú… con tu vida de cuento de hadas.
Nita estaba petrificada. Sus brazos descansaban rígidos, como los de Michael, en los de la silla, tan tensos que todo el peso de su cuerpo parecía concentrarse en las palmas de las manos.
– Jamás una palabra de alabanza. Ni un comentario sobre mi talento. Siempre Gabi, Gabi, Gabi -repentinamente, la voz de Theo bajó de volumen y adquirió un tono seco y apático-. Y yo deseaba tanto que también me apreciara un poquito a mí.
Nita no se movió.
– Después de la muerte de mamá, no quedó nadie en casa que tuviera una palabra amable para mí. Fue Herzl quien me habló del réquiem en lugar de nuestro padre.
Michael observó con perplejidad cómo aquel cincuentón, un afamado director de orquesta vestido de traje y corbata, se convertía en un niño de tres años. Hizo un mohín como si le hubieran ofendido en lo más hondo. Como si le hubiesen marginado y tratado con una injusticia ultrajante.
– ¿Has pensado en eso alguna vez? -dijo Theo a voz en grito-. ¿Que el lastimoso ayudante de padre era el único que estaba de mi parte? ¿Qué tienes que decir sobre el hecho de que padre no pensara ni contármelo?
– Planeaste matar a nuestro padre -dijo Nita con voz hueca-. ¿De verdad lo odiabas tanto? ¿Tanto como para planear su muerte?
– ¿Que si lo odiaba? ¿Cómo puedes decir que lo odiaba? Deseaba tanto… tanto… -se le quebró la voz. Al cabo de unos segundos se repuso-. No seas tan melodramática -la reprendió con severidad-. No planeé nada. Fui a su casa para hablar con él. Estuvo tan frío conmigo, y tan lleno de desdén. Le preocupaba que Herzl me hubiera hablado del réquiem y que yo fuera incapaz de guardar el secreto. Pensaba en Gabi en todo momento, en lo que Gabi se merecía. Estábamos en su dormitorio. Él tumbado en la cama. Vi que no comprendía en absoluto lo mal que lo estaba pasando, ni lo que significaba para mí. De pronto, se me subió la sangre a la cabeza. Cogí la almohada para tirarla contra la pared. No pretendía… lo hice sin pensar. De pronto me miró con una cara de monstruo, como… como dice Kafka que era su padre. Eso es lo que parecía. Con la dentadura postiza pegando chasquidos y esa seguridad suya en que yo era una nulidad. No lo planeé. ¿Cómo se podría planear algo así? Quería hacerlo, eso sí, muchas veces sentía ganas de matarlo, de zarandearlo con todas mis fuerzas, pero no lo planeé a sangre fría.
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