Batya Gur - Asesinato En El Kibbutz

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Asesinato En El Kibbutz: краткое содержание, описание и аннотация

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Tras el éxito obtenido con Un asesinato literario y El asesinato del sábado por la mañana, Batya Gur vuelve a presentarnos al comisario israelí Michael Ohayon, ahora decidido a resolver un crimen que ha tenido lugar en una sociedad compleja y cerrada: el kibbutz. Informado repetidamente de que «quien no haya vivido en un kibbutz no puede comprender cómo es la vida allí», Ohayon penetra con mayor determinación el espíritu del mundo que debe investigar. De forma gradual, revelando poco a poco los secretos del kibbutz, desenmascarando todas las contradicciones de este estilo de vida tan idealizado, Batya Gur logra crear una ingeniosa y original novela policiaca que examina la crisis de fe política e ideológica de la sociedad israelí a través del fascinante mundo del kibbutz.

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– ¿Qué quería preguntarle a Yankele?

– Estaba de turno de cocina cuando murió mi padre.

– Pero si ya lo hemos interrogado varias veces sobre lo que pasó esa noche. Yankele no vio nada. ¿Qué lo ha llevado a pensar que sí vio algo?

– Dave me lo ha hecho comprender -dijo Moish con voz quebrada, retirándose un mechón gris de la pálida frente.

– ¿Qué ha pasado con Dave? ¿Qué le ha dicho? -preguntó Michael, y encendió un cigarrillo.

Moish levantó con pulso tembloroso una jarra de agua y llenó un vaso azul de plástico que tenía delante.

– Me cuesta tragar -dijo-, la alergia me está matando. Ni siquiera el agua me sabe a nada. ¿Quiere un poco? -llenó un vaso y se lo tendió.

– ¿Qué ha dicho Dave? -insistió Michael, dejando el vaso sobre la mesa.

– Todo comenzó después de la sijá del sábado. De regreso a mi habitación, hablé con Dave. Y me dijo que últimamente Yankele estaba diciendo cosas raras. Que había algo que le tenía preocupado. Y que le daba la impresión de que iba a reaccionar muy mal después de la sijá. Cosas por el estilo. Apenas le presté atención. Pero se me quedó grabada una cosa. Dave dijo que Yankele no dejaba de hablar de frascos.

– ¿De frascos? ¿Le ha dicho a usted algo de eso? -preguntó Michael abruptamente.

– Pues sí. Yo tampoco lo entendía. Pero al recordarlo esta mañana, de pronto comprendí a qué se refería y fui a verlo a la fábrica. Hay que tener unas dotes especiales para hablar con Yankele. Y yo sabía que no iba a sonsacarle nada que no les hubiera contado a ustedes. Pero le pedí a Dave que me echara una mano después de explicarle la situación. Dave lo interrogó y consiguió que le explicara que Dvorka había salido por la puerta de la cocina esa noche, la noche en que celebramos el jubileo.

Michael lo miró a los ojos y preguntó:

– ¿Y qué relación tiene eso con los frascos?

– Yankele la siguió, se lo ha contado a Dave esta mañana. La siguió hasta la mitad del camino. Hasta… hasta… en dirección a la habitación de mi padre.

– ¿Y después?

– Nada más -dijo Moish mirándose las manos.

– ¿Nada más? Vamos, la historia no termina ahí.

– De momento no le voy a contar nada más -dijo Moish.

– Ya es tarde para eso -replicó Michael-. Con todo lo que me ha contado ya no puede tratar de proteger a nadie.

– El sábado por la noche celebramos una sijá muy traumática -dijo Moish-, y desde entonces… no me he sentido en paz desde entonces. De repente me he dado cuenta de que tengo que replanteármelo todo.

– ¿Qué le ha dicho Dvorka? -preguntó Michael.

Moish lo miró espantado.

– ¿Cuándo? -preguntó al fin.

– Ahora, cuando ha hablado con ella hace un rato -dijo Michael.

– No me ha dicho nada. ¿Cómo lo sabe? ¿Han estado siguiéndome? ¿El tipo ese del bigote? Pero ¿qué demonios les pasa? ¿Es que han perdido la cabeza? -su voz se había elevado hasta un grito.

– ¿Qué le ha dicho Dvorka?

– No ha dicho nada. Lo he dicho yo todo -repuso Moish con una voz distinta.

– ¿Y qué le ha dicho usted? ¿Qué idea le preocupa? Dígame en qué está pensando.

– No me encuentro muy bien -dijo Moish con un estremecimiento.

– Dígame en qué está pensando.

Moish se llevó la mano al estómago. Tenía la tez grisácea.

– ¿Cree que Dvorka fue a la habitación de su padre?

– Ya no sé ni qué pensar -dijo Moish con esfuerzo-. Usted no puede comprender cómo me está afectando esta situación.

Michael pronunció la frase que tantas veces había repetido en ocasiones similares:

– Explíquemelo usted.

– Dvorka no dijo la verdad. Usted se lo preguntó un par de veces delante de mí. Y también a solas, seguro, han estado volviendo locos a todos con sus preguntas. Yo también se lo he preguntado. Mi padre era amigo suyo. Dvorka no le dijo a nadie que había muerto. Y no me ha querido decir si vio o no vio un frasco a su lado. ¿A quién pretende proteger? No entiendo cómo me ha podido ocultar una cosa así. Para mí, que Dvorka mienta es… es como si… que Dvorka me oculte algo así… -Moish se enjugó la frente-. No puedo seguir así -dijo al fin-, me encuentro fatal. Y las medicinas están en mi habitación. Tengo que volver allí.

– Siempre lleva un frasco en su cartera -le recordó Michael.

Moish rebuscó en su cartera y sacó el frasco de plástico de siempre. Lo examinó y lo agitó.

– Está vacío -dijo, y lo tiró a la papelera-. Voy a ir a mi habitación.

– Lo acompaño -dijo Michael, reparando en el esfuerzo que le costaba a Moish levantarse-. ¿Quiere que vayamos a la clínica? -preguntó-. ¿Llamo a la enfermera? ¿Al médico? ¿Necesita un médico?

– Nada de médicos -replicó Moish-, ni médicos, ni enfermeras, ni nada de eso. Sólo necesito tumbarme en mi cama. Me encontraré mejor en cuanto haya tomado la medicina. Pero tengo que ir a mi habitación.

Echaron a andar lentamente. Michael reprimió el apremio que sentía. A cualquier observador ajeno a la situación le habría parecido que eran un par de amigos dando tranquilamente un paseo, pero no había nadie para verlos. El sol llameaba en el cielo y hasta la grisácea tez de Moish se veía casi amarilla bajo la luz deslumbrante. Moish se detuvo a la puerta de su habitación y dijo:

– No me va a pasar nada. De verdad. Ya puede marcharse.

Michael asintió con la cabeza y dijo:

– Hablaremos más tarde, cuando haya descansado.

Antes de encaminarse hacia la secretaría se volvió a echar un vistazo a la esquina de la casa de Moish. Luego se acercó al gran macizo de adelfas que había allí y separó las ramas. Una avispa salió como un rayo de entre las hojas polvorientas, pero Majluf Levy no estaba allí.

Algo le hizo detenerse. Tenía la sensación de que alguien lo miraba y se preguntó si estaría perdiendo el sentido de la realidad. Estaba a punto de alejarse cuando le pareció oír ruidos en el interior. Se acercó a la ventana. Moish estaba tendido en el suelo, vomitando. Su cuerpo se contorsionaba. Michael se precipitó hacia dentro y no encontró a nadie salvo a Moish, que profirió un quejido. A su lado, sobre la alfombra, estaba tirado un frasco de plástico del que manaba el blanco líquido que siempre olía a menta. Pero esta vez tenía un olor distinto, el mismo del aliento de Moish.

Michael sintió que lo invadía una oleada de esa fría eficacia que había perdido en los últimos días. Su voz resonó con certidumbre y autoridad cuando dijo por el teléfono:

– Ven inmediatamente a la habitación de Moish.

Luego se agachó sobre el hombre que se convulsionaba en el suelo. Estaba consciente.

– ¿Reconoce el olor? -le preguntó Michael, y oyó en su voz un tono delicado y tranquilizador, como si estuviera hablándole a un niño, era el tono con que le hablaba a Yuval de pequeño cuando tenía una fiebre muy alta por la noche.

– No huelo nada -dijo Moish con dificultad.

– ¿Es paratión? -preguntó Michael.

– Estaba en el frasco, claro. Me voy a morir.

– Morirse no es tan fácil -dijo Michael-. No se va a morir.

Moish volvió a vomitar. Tenía la cara blanca como el papel y su cuerpo volvió a convulsionarse. Emitió un estertor y Michael empezó a contar los segundos.

– Siempre pasa lo mismo -dijo Avigail envolviendo el frasco-. Sólo he tardado cuatro minutos en llegar, pero a ti te ha parecido una eternidad porque no estabas seguro de que fuera a llegar a tiempo.

– Habría muerto si no hubieras llegado inmediatamente -dijo Michael.

– Al cabo de otros cinco minutos, si no le hubiera puesto la atropina, probablemente habría muerto.

Michael se estremeció.

– Pero había otro problema del que tú no te has dado cuenta y que a mí me tenía igual de asustada.

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