– ¿Más tarde? -dijo Michael abruptamente-. ¿Por qué más tarde? ¡Ahora mismo!
– Está bien -replicó Levy-. Ahora mismo me voy para allá, si quieres. Pero aún no te he comentado que ha estado llorando, ha llorado como un niño. Y que le ha dicho a Dvorka: «¿Cómo has sido capaz?». Lo oí al pasar de largo junto a la habitación de camino hacia aquí.
– ¿Qué más le oíste decir?
– No me detuve, venía a buscarte. Eso fue todo lo que oí: «¿Cómo has sido capaz? ¿Cómo has sido capaz de no contármelo?». No paraba de repetir eso.
Michael echó una ojeada a su reloj y vio la manecilla de las horas cerca de las tres.
– Tengo que acercarme un instante a la clínica -dijo-. Me vas a hacer un favor; ve al comedor y dile a Moish que quiero hablar con él dentro de un rato, media hora, digamos. Dile que me espere en su casa, en su habitación. Y tú búscate un escondite al lado. No le quites la vista de encima a su habitación.
– ¿Yo personalmente? -preguntó Levy, dando vueltas al anillo de su meñique.
– Sí, tú personalmente, y que no te vea. Escóndete tras ese arbusto grande, donde se escondió Ítzik anoche.
– Pero ¿qué es esto? -refunfuñó Levy-, ¿una película? ¿Una historia de detectives para niños? ¿Por qué no podemos sentarnos tranquilamente en la furgoneta y escuchar su conversación? ¿Para qué nos vale el equipo? ¿Qué sentido tiene andar metiéndose entre los arbustos? Y, para colmo, a plena luz del día.
– Majluf -dijo Michael, poniendo en juego todas sus reservas de paciencia-, hazme un favor, Majluf. Apóstate allí y que nadie te vea, arréglatelas como puedas. Ya sé que no estamos bien organizados, pero ahora no hay tiempo para organizarse, créeme, Majluf, no hay tiempo -posó la mano en el ancho hombro de su compañero, al que le sacaba al menos una cabeza.
En la clínica no había nadie salvo Avigail, ocupada en lavar una probeta en la pila. Michael advirtió el destello de pánico que asomó a sus ojos cuando lo vio abrir la puerta. Se secó las manos en la impecable bata blanca y se apresuró a bajarse las mangas y abotonárselas.
– Deja en paz esos botones, Avigail -dijo Michael severamente.
– ¿Por qué has venido? Nos van a descubrir, al final alguien se enterará, seguro -dijo Avigail.
– Porque tengo que preguntarte un par de cosas urgentemente -dijo Michael, y, para su sorpresa, se encontró acariciándole los mechones de pelo que le caían sobre la nuca. Escudriñó sus grises ojos y vio miedo y angustia. No había en ellos la menor alegría. Con un movimiento grácil y rápido Avigail se desembarazó de su mano y dio un paso atrás.
– Avigail -dijo Michael-, escúchame con atención, por favor, y haz lo que te digo: no te separes del teléfono. Toma, éste es el número del doctor Kestenbaum, pregúntale cuál es el antídoto y qué dosis hace falta…
– No es necesario -lo atajó secamente Avigail con voz apagada-. Ya lo sé, lo tengo todo listo.
– Entonces quédate a la espera junto al teléfono. No te muevas. Si te marchas de aquí, ve a tu habitación y quédate allí. Para que pueda ponerme en contacto contigo inmediatamente.
– No sé por qué estás tan seguro de que estamos a punto de dar con una solución -dijo Avigail rebuscando en un gran armario del que sacó una jeringuilla desechable metida en su bolsa de plástico. Michael observó sus elegantes movimientos y reprimió el impulso de acercarse a ella.
– Me he pasado la mitad de la noche hablando de esto. Creía que me habías entendido.
– ¿Qué tal la reunión? -preguntó Avigail mientras se metía en el bolsillo la jeringuilla y un frasquito.
– ¿Será un buen sitio para guardarlos? -preguntó Michael.
– ¿Por qué lo dices?
– ¿No se te van a caer?
– No voy a dar saltos ni a correr -dijo Avigail negando con la cabeza, sin sonreír. Luego añadió titubeante-: Creo que te has ido poniendo cada vez más nervioso y al final has llegado a la conclusión de que enseguida se va a producir un desenlace porque es lo que te conviene. Hoy ha venido a verme una periodista.
– ¿De dónde?
– ¿Qué más da? De La Voz del Néguev. Quiere una exclusiva. Cuando se levante la prohibición de informar, quiere ser la primera en entrevistarme -le explicó con una risita.
– ¿Por qué a ti?
– Porque soy enfermera y sabe que en un kibbutz la enfermera se entera de todo.
– ¿Y qué les has dicho?
– Que estaba muy ocupada con tantos pacientes y que me dejara su teléfono. Fui amable con ella porque no quería crearme una enemiga, y que se pusiera a husmear y descubriera algo.
– ¿Quién ha venido a la clínica esta mañana?
– Nadie especial, aparte de Dave, era él quien estaba aquí cuando telefoneaste. Me ha dicho que Yankele está al borde de un ataque. ¿Qué ha pasado en la reunión del equipo?
Michael echó un vistazo a su reloj y describió la reunión concisamente. Cuando ya estaba en la puerta, Avigail le dijo con aire reflexivo:
– Por cierto, ahora creo que sí tenemos fundamentos para sospechar de Yoyo.
– ¿Y ahora te acuerdas de eso? -dijo Michael-. Ya es historia, agua pasada.
– No me has explicado cómo va el interrogatorio -le reprochó Avigail, dolida.
Michael retiró la mano del picaporte y dijo:
– ¿Por qué piensas eso de Yoyo?
– Porque está demasiado bien informado sobre los psicofármacos y ya tenía la impresión de que debía de estar muy relacionado con algún enfermo mental antes de que se descubriera el pastel, hace un par de días, cuando hablé con él sobre Yankele. Y yo me pregunto: ¿cómo es que un tesorero sabe tanto de psicofármacos?
– ¿Cómo es que se le escapó esa información? -preguntó Michael con desconfianza.
– La gente se pone nerviosa cuando viene a la clínica… Le entran ganas de contar sus intimidades -dijo Avigail pensativa.
– No te apartes ni un centímetro de aquí -dijo Michael-, o de tu habitación.
– Ahora tengo que ir a comer -dijo Avigail-. Y luego iré a mi habitación, y a las tres estaré aquí de vuelta. Pero recuerda que sólo porque sea lunes no va a suceder todo como tú quieres.
Michael se encaminó a buen paso a la secretaría. El aire ardía y las suelas de los zapatos le quemaban como si estuvieran en llamas. Los caminos de cemento e incluso la hierba despedían un calor palpable. No había nadie a la vista. Michael sabía que hasta las cuatro no llegarían los primeros niños a las habitaciones de sus padres y que a las cinco la gente comenzaría a instalarse cómodamente en los jardines, donde ahora los aspersores giraban rociando gotas que el aire seco absorbía enseguida.
Moish estaba sentado a su mesa. Miró a Michael abrumado, con desesperación.
– ¿Qué ha pasado? -dijo Michael-. Cuéntemelo sin rodeos. No nos queda tiempo que perder.
Con la vista puesta en él, Moish despegó los labios pero no llegó a articular ningún sonido.
– Está pasándolo muy mal -afirmó Michael, mirando el rostro de Moish, medio oculto por sus manos.
– No lo sé -dijo Moish con dificultad.
Michael ensayó otra vía de aproximación.
– No es momento para venirse abajo. ¿Sabe que Yoyo sigue detenido? No vamos a soltarlo todavía.
Moish permaneció callado.
– Tal vez debería ser más concreto -dijo Michael- ¿Por qué no me cuenta de qué ha hablado hoy con Dave?
– Lo de Dave no tiene importancia -replicó Moish.
– ¿Y qué la tiene? -preguntó Michael, pero Moish no respondió-. Dígame qué tiene importancia -repitió obstinadamente-. El tiempo nos acucia, ¿no se da cuenta de que no hay tiempo que perder?
– Ya no puede asustarme -dijo Moish-. No comprendo nada de nada.
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