Batya Gur - Asesinato En El Kibbutz

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Asesinato En El Kibbutz: краткое содержание, описание и аннотация

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Tras el éxito obtenido con Un asesinato literario y El asesinato del sábado por la mañana, Batya Gur vuelve a presentarnos al comisario israelí Michael Ohayon, ahora decidido a resolver un crimen que ha tenido lugar en una sociedad compleja y cerrada: el kibbutz. Informado repetidamente de que «quien no haya vivido en un kibbutz no puede comprender cómo es la vida allí», Ohayon penetra con mayor determinación el espíritu del mundo que debe investigar. De forma gradual, revelando poco a poco los secretos del kibbutz, desenmascarando todas las contradicciones de este estilo de vida tan idealizado, Batya Gur logra crear una ingeniosa y original novela policiaca que examina la crisis de fe política e ideológica de la sociedad israelí a través del fascinante mundo del kibbutz.

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Michael tenía la impresión de que de nada valdría amenazarla ni tratar de conmoverla de algún otro modo. Oía como en un eco la voz de Simjá Malul. «No vi a nadie», había repetido lastimosamente. «Si hubiera visto a alguien se lo diría.” Lo había jurado por sus hijos llevándose la mano al corazón. No había visto a nadie ni en el camino de ida ni en el de vuelta. «Me echaría a llorar», le había contestado cuando él le pidió que lo simulase. «Siempre lloro cuando digo una mentira, y, si no, me río. No puede pedírmelo. ¿Por qué quiere que diga que la vi saliendo de la enfermería si en realidad no vi nada?»

Mientras hablaba en frases entrecortadas, Simjá Malul, el pelo cubierto por un pañuelo blanco, frotaba y restregaba un plato reluciente en la pila de la cocina de la enfermería. Al final le había dicho: «Usted es uno de los nuestros… ¿Cómo puede pedirme que cuente una mentira así sobre una mujer como ella?». Michael la había mirado implorante. Y por fin ella había dejado el cuenco verde de plástico que tenía en las manos y se había sentado a la mesita de la cocina. «Mire», le había dicho en árabe marroquí, «si pudiera le ayudaría, pero de ahí a contar una mentira». Y luego, retomando el hebreo: «Es una señora, no puedo decir una cosa así de ella. Aquí le tienen mucho respeto. Nunca me ha hecho ningún daño y yo no sé mentir, ni siquiera a mi marido».

Ahora Michael contemplaba el brazo extendido de Dvorka. Señalaba la puerta sin el menor temblor. Michael se levantó y salió de la habitación.

20

– ¿Todavía estás aquí? -le preguntó a Michael una sorprendida telefonista cuando él se dirigía a su despacho-. Una mujer ha preguntado por ti y yo creía que ya te habías ido.

– ¿Y…?

– No ha dejado ningún recado. ¿Vas a estar por aquí? Por si alguien más quiere hablar contigo…

– Tengo que hacer unas cuantas llamadas -respondió Michael, despidiéndose con la mano mientras se apresuraba pasillo adelante.

Ni siquiera oyó el último comentario de la telefonista. Al abrir la puerta de su despacho, observó los papeles acumulados en su mesa y colocó sobre ellos el archivador; luego miró por la ventana, que daba a un patio desnudo de vegetación, y sintió nostalgia de la hiedra polvorienta que enmarcaba su ventana en las dependencias policiales del barrio ruso. Pensó en que aquí cada vez se esforzaba menos en cultivar su relación con las telefonistas y las secretarias. Lo que solía resultarle tan fácil, como una parte más de su trabajo, se había vuelto una tarea insípida, mecánica. Recordó a Gila, la secretaria de Ariyeh Levy, su jefe de Jerusalén, y echó un vistazo a su reloj. Vio mentalmente las largas uñas de Gila moviéndose sobre el teclado del ordenador que había sustituido recientemente a su máquina de escribir. A ella también la echaba de menos.

«Es por esta sensación de transitoriedad», se dijo, «que tú mismo has creado para no tomar apego a nada de lo que hay aquí. ¿Qué tienes en contra de este sitio?», se preguntó, y la respuesta, que no llegó a formular, estaba relacionada con la autoestima herida. En su nuevo trabajo ponían constantemente en entredicho su capacidad y, para colmo, ni siquiera le reconocían sus méritos, al contrario de Ariyeh Levy, que sí solía hacerlo aunque fuera a regañadientes.

Tomó asiento en el mullido sillón de detrás de la mesa de un despacho al menos el doble de grande que el que tenía en el barrio ruso y pasó las páginas del archivador. Después de leer y releer las transcripciones de los interrogatorios de Yoyo, marcó el número de la telefonista, quien, tras escuchar su petición, le dijo: «Ahora mismo». Durante los diez minutos transcurridos antes de que sonara el teléfono, Michael se fumó dos cigarrillos y limpió compulsivamente el polvo de su mesa con el dedo. Trató de examinar el rimero de documentos, pero no se concentraba. Las palabras no llegaban a componer frases. No se dio cuenta de lo tenso que estaba hasta que oyó a Aarón Meroz por el auricular.

Con voz lejana, indistinta, Meroz le dijo que se sentía mejor y Michael notó su tristeza por la reserva con que le dijo: «Tengo que pasar ingresado una semana más y luego ya veremos».

– Estoy hablando desde el control de enfermeras -dijo vacilante en respuesta a una pregunta de Michael. Al fondo se oían voces y murmullos-. Si no puede usted venir aquí…

– Dígales que le pasen la llamada a la sala de médicos -dijo Michael persuasivamente, y las voces de fondo se amortiguaron cuando Meroz tapó el auricular con la mano.

– La van a pasar -le comunicó finalmente Meroz.

Michael esperó al aparato tres minutos. Iba contando los segundos, la vista fija en el reloj. Mientras esperaba anotó sus preguntas con pulso inseguro en el dorso de un sobre.

– ¿Cómo se ha enterado? -preguntó el parlamentario desde la sala de médicos.

Sin dar importancia a la respiración agitada de su interlocutor y reprimiendo la cólera, Michael dijo:

– ¿Por qué no me lo había dicho antes en alguna de nuestras numerosas conversaciones?

– Porque le había prometido que no la abriría hasta una fecha concreta, dentro de un par de semanas, más o menos. Está en mi caja fuerte, en el banco. Yo no la he abierto, no tengo ni idea de qué trata, se lo juro.

– ¿Y qué más daba que se lo hubiera prometido? -le increpó Michael-. ¡Está muerta!

– A veces nos tomamos así las cosas -respondió Aarón Meroz tras un largo silencio-. Si la persona a la que hemos prometido algo se muere, nos parece aún más importante mantener la promesa. Ella me dijo que no era nada relacionado con nadie. Que era un asunto personal.

– Eso ya no importa -dijo Michael-. Sólo espero que sea lo que buscamos. Iré a verlo en persona, pero antes voy a mandarle a alguien para que le entregue una autorización para abrir la caja fuerte -se quedó un momento a la escucha y antes de colgar, dijo-: No se preocupe, irá con un abogado y llevará los documentos precisos para que los firme.

Su inquietud fue creciendo en intensidad cuando salió al pasillo y se dirigió casi a la carrera al despacho de Benny. Mientras le dictaba las instrucciones pertinentes y Benny las iba anotando con una letra sesgada, curva, sorprendentemente femenina, Michael tenía la sensación de que su voz interior le ponía en guardia diciéndole «cuidado», «atención». Benny al fin alzó la cabeza y, después de pasarse una mano adornada con un grueso anillo de boda por la bien rasurada mejilla, dijo titubeante:

– Con tus contactos en Jerusalén, ¿no sería más sencillo…? Olvídalo.

– De esto dependen demasiadas cosas -dijo Michael con sensación de apremio-. Ahora no puedo ponerme a buscar a mis contactos. La necesito hoy mismo.

– Creía que tenías prisa -dijo Nahari, echando una ojeada a su reloj-. Ya ha pasado media hora desde que me has dicho, una vez más, que cada minuto que estás aquí es un minuto de peligro en el kibbutz.

Estaban en el ancho pasillo, junto al despacho de Nahari.

– Es cierto, no nos podemos permitir perder tiempo -dijo Michael-; pero Benny ya ha salido hacia allá y va a traerla aquí más tarde. No sé cuándo encontraré un momento para hablar con Yoyo, pero si tienes un minuto, tal vez podrías consultarle a Sarit cómo va el interrogatorio.

– Hoy no tengo ni un minuto libre -repuso Nahari en tono pomposo-, porque estoy citado con el fiscal general dentro de quince minutos, pero no creo que sea mala idea que hables con ella esta tarde.

Michael se despidió con un ademán de desesperación y salió corriendo hacia el aparcamiento.

Cuando su vista recayó sobre el velocímetro y vio la aguja oscilando entre los 130 y los 140 kilómetros por hora, trató de relajar la presión del pie sobre el acelerador a la vez que acallaba la voz interior que sonaba como la de Avigail. Al sentir el habitual dolor de mandíbulas, encendió otro cigarrillo. Su inquietud aumentaba a medida que se aproximaba al kibbutz. Aparcó junto al comedor y hubo de contenerse para no dirigirse corriendo a la clínica. «¿Por qué crees que le va a pasar algo?», se preguntó casi en voz alta mientras se encaminaba a la secretaría a zancadas. Un cartel escrito a mano que colgaba torcido bajo el rótulo de bronce de la secretaría anunciaba: «Vuelvo dentro de un momento».

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