Batya Gur - Piedra por piedra

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Una madre hace saltar por los aires la tumba de su propio hijo. Éste murió durante el servicio militar, víctima de una macabra broma. En la tumba se habían esculpido las usuales palabras anónimas que se emplean en estos casos: «Caído en acto de servicio». Pero la madre no lo acepta. En la tumba de su hijo tiene que ser grabada, bien visible para todos, la verdad: «Asesinado por sus superiores».
Éste es el comienzo de una larga serie de desesperados intentos por parte de Rajel para que se haga justicia. Como en otras novelas de Batya Gur que no pertenecen a la serie policiaca de Michael Ohayon, por la que es conocida en España, se ponen al descubierto las contradicciones y el lado oscuro de la sociedad israelí.

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– Ustedes no nos van a poner sus propias condiciones -lo amenazó Rajela, que notaba que la sangre se le retiraba de la cara.

Julia Efrati, que ahora empezaba a sentirse completamente liberada de las ataduras de la vergüenza que la había paralizado, y a quien la libertad de decir lo que pensaba la llenaba de una satisfacción nueva y de un empuje desconocidos para ella, posó una mano en el brazo de Rajela y, con una voz tranquila y agradable -ahora tenía los ojos secos y a su rostro había vuelto el rubor rosadito de siempre-, le dijo al hombre sentado ante ellas:

– Señor Malaji, no quisiera tener que decir nada malo de usted ni tampoco creer que es usted una mala persona, pero la verdad es que se está comportando con mucha crueldad y como si usted fuera el dueño de todos los cementerios militares del país, y debe usted saber que no es el dueño y, por otra parte, tampoco creo que usted quiera ser un malvado. ¿Por qué se comporta con nosotras de esta manera?

– Esto no es un asunto de malos y buenos -se removió incómodo el hombre, bajo la mirada penetrante e inocente de Julia-. Existen unas leyes y unos reglamentos que hay que cumplir. Y el Tribunal Superior de Justicia es un asunto de años, años. Aquí tengo, por ejemplo -y volvió a echar mano de uno de los expedientes de las carpetas marrones que había en un extremo de la mesa-, un caso en el que se niegan a que en la lápida ponga «La guerra por la paz en Galilea», porque quieren que ponga «La guerra del Líbano». Y ahora soy yo el que le pregunto a usted, señora Efrati, ¿acaso fui yo quien decidió cómo se llamaba esa guerra? Fue el Estado quien lo decidió, el Estado soberano, fue el Estado de Israel el que lo decidió. ¿Tengo yo, acaso, la libertad para darle a esa guerra un nombre diferente? Pero ¿cómo voy a poder? -preguntó enardecido, mientras se incorporaba hacia delante-. Es cierto que en las conversaciones con los amigos yo también utilizo el término «Guerra del Líbano», pero cuando hay que emitir un documento oficial, me limito a respetar la decisión del Estado de Israel. ¿Quién soy yo para hacer otra cosa? -volvió a abrir los brazos, tensó los labios hasta convertir la sonrisa en una mueca y se apoyó en el respaldo de su asiento-. Pero si yo no soy más que un funcionario que obedezco las órdenes que me dictan. Si recibo la orden de modificarlo, lo modifico. Pero si yo no tengo ningún interés en todo esto. Y todas estas exigencias, todos estos casos excepcionales, lo único que consiguen es dividir al pueblo. Se lo dije a esa familia y también se lo digo a ustedes: están dividiendo al pueblo. No lo hagan. Existe una fórmula unitaria y un tamaño de lápida unitario, existe un estilo común para todos los cementerios militares, y existe una razón para ello. Desde el principio lo pensaron para que no hubiera una lápida que destacara sobre otra, para que no… Dejémoslo, porque las razones son varias, y ahora no vamos a citarlas todas, porque la principal es que todos nuestros soldados son iguales. No hay losas más iguales o menos iguales, para el Tsahal no existen las clases, y no puede ser que el que tenga dinero, o una iniciativa propia, o ciertas ideas políticas, o… necesidades artísticas -dijo, guiñando un ojo- decida hacer lo que él quiera.

Rajela colocó ambas manos sobre el cristal de la enorme mesa. Los ojos de Malaji seguían recelosos los movimientos de aquellas manos, como si temiera que fueran a romper o a manchar el cristal.

– Usted y todos los miembros del consejo no funcionan como un cuerpo público, que es lo que deberían haber sido, sino como una organización profesional, como un gremio destinado a conservar la situación vigente -le soltó, mirándolo directamente a los ojos, unos ojos muy claros, de manera que lo vio parpadear varias veces muy deprisa, sobre todo cuando añadió-: como si fueran ustedes inmortales, como si alguien los hubiera situado en una categoría moral especial.

– ¿Y por qué dice usted que todos los soldados son iguales? -le preguntó Julia, inclinándose hacia él-. El día del recuerdo hablé con los padres de Ben-Zaken, y su hijo, Aviad, murió cuando dos terroristas atacaron su campamento, en el norte, y dispararon contra los soldados que estaban haciendo la guardia. Los padres me contaron que han pedido que se cambie el «Caído en acto de servicio», por «Caído en combate», porque su hijo, Aviad, no simplemente cayó, sino que luchó contra los dos terroristas antes de que lo mataran, y todo el mundo sabe que «Caído en acto de servicio» es menos, y me contaron entre lágrimas que tuvieron que pasar tres años para que ustedes les dieran la razón. Pero ni aun así quisieron ustedes que apareciera dónde había tenido lugar esa batalla, así es que se ve una línea vacía. Todo eso es muy importante para nosotros; para nosotros, todas y cada una de las palabras que se escriben en la lápida son como un miembro nuestro, y cada línea que falta es una herida. ¿Dónde está entonces la igualdad de la que usted habla? Ustedes consideran que hay soldados de primera y de segunda clase -terminó Julia, y volvió a enderezar el cuerpo.

– Ése es un asunto completamente diferente -dijo el funcionario enfadado-. Estamos hablando de otra cosa. Se trataba de un asunto que no estuvo en nuestras manos resolverlo. Fue un problema en el que incluso intervino la opinión del jefe del Estado Mayor y en el que el Ministerio de Defensa no recibió orden de decidir, la decisión no fue, en absoluto, nuestra. En ese caso estamos hablando de la Guerra del Líbano -añadió muy deprisa, como si quisiera evitar de antemano que lo volvieran a interrumpir-. Cuando ellos dijeron «no admitimos que ponga "La Guerra por la Paz en Galilea"», y eso es un asunto de decisión nacional, determinaron dirigirse al Tribunal Superior de Justicia y ya llevan siete años con el caso, señora Efrati, ¡siete años! Siguen discutiendo el asunto también con nosotros, y eso que la cuestión de cómo llamar hoy a esa guerra no es una decisión de un gobierno de derechas, porque estoy hablando del gobierno de Rabin. Así es que ahora yo le pregunto a usted, señora Efrati, ya que todos deseamos que el caso se resuelva lo mejor posible, por evitarle a usted y a su familia un dolor y un sufrimiento innecesarios, ¿merece la pena meterse en un pleito de siete años? Pero si usted no se encuentra en situación de… -y con la mirada señaló a Rajela, mientras dejaba los ojos vagando en un punto intermedio entre las dos y la frase sin terminar.

– Usted no tiene derecho a insinuar aquí nada contra nadie -le dijo Julia-, y no me amenace. Si tardamos siete años en conseguirlo, pues que sean siete años, si ellos pueden, nosotros también, con lágrimas o sin ellas. Existe un límite en la capacidad de uno para reprimirse. Nuestro duelo privado no es lo que divide al pueblo, sino las personas como usted, porque se comporta arteramente.

– ¿Cómo que arteramente? -dijo Malaji conmocionado, abriendo y cerrando el cajón de la mesa, presa del miedo-. ¿Por qué dice usted eso?

– Porque usted no nos cuenta los precedentes -dijo Rajela.

– ¿Qué precedentes? -preguntó Malaji, quitándose las gafas. Después, volvió a abrir el cajón y sacó de él una funda oscura, de la que extrajo una gamuza de pura franela. Frotó con ella los cristales de las gafas, devolvió la gamuza a la funda y ésta al cajón, se puso las gafas, pestañeó y volvió a preguntar-: ¿Qué precedentes?

– El precedente de la familia Abulafia -dijo Rajela tranquilamente.

– Bueno, está bien, pero ése es un caso completamente distinto -dijo el funcionario volviendo a mirar el reloj.

– ¡Usted no nos quiere ayudar! -dijo muy consternada Julia Efrati-. Usted, que es judío, que es israelí, que representa a la institución en memoria del soldado, usted, que debería ocuparse de todo esto como si de algo sagrado se tratara, ¿cómo es posible que se ponga en contra de nosotros? ¿A usted qué le importa? ¿Acaso se trata de las piedras o de las tumbas de su padre o de su abuelo?

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