– Así es que por lo de la red -recalcó el abogado.
Entonces el juez Neuberg sintió que se le acababa la paciencia y miró el reloj.
– No es necesario llevar esto al ritmo al que lo hacen en televisión -le advirtió al abogado-. Puede abreviar, ¿verdad? Porque el propósito está más que claro.
El abogado, que asintió con la cabeza como un niño que busca la aprobación de un adulto caprichoso, parpadeó, sorbió por la nariz y se enjugó, con un pañuelo de papel doblado, el ojo derecho, que se le veía muy rojo y que no le había dejado de lagrimear.
– Lo que queremos es mostrar el ambiente que reinaba en la base, señoría -explicó-. Queremos advertir sobre la cantidad de personas que lo sabían, que estaban implicadas, que daban su aprobación a ese juego por el hecho de haber participado ellas mismas, y por eso no se puede hablar de haber previsto el peligro de antemano. Porque todas eran personas correctas y, a pesar de ello, ni una sola movió un dedo para impedir que se jugara a ese juego, porque nadie, incluidos los comandantes, había previsto que pudiera encerrar peligro alguno. Lo que nosotros deseamos es mostrar el desconocimiento de la naturaleza del suceso, la falta de conciencia de que existieran unos factores de riesgo como causa de los resultados luego vistos. También en el pasado, señoría, se encontró mi defendido participando en ese juego llevado por las circunstancias, y después se vio él mismo, podría expresarse así, dando la orden, y este testimonio no viene más que a completar el testimonio que ya oímos acerca de la desgracia propiamente dicha.
– Con un poco más de agilidad, vaya más directo a los hechos -volvió a meterle prisa el juez Neuberg.
– En resumen, señorita Hayot, que el día que usted subió a la red lo hizo sustituyendo a una soldado que tuvo miedo. ¿Y cómo reaccionaron sus mandos ante ese miedo?
– Se rieron de ella, pero como les dijo que antes también le habían dado pánico los aviones y que lo había superado, por algún motivo, en esa ocasión, no la presionaron más y se lo pasaron…
– ¿Qué significa eso de que se lo pasaron? -preguntó el mayor Weizmann, inclinándose sobre la mesa de los jueces.
La testigo se encogió de hombros y explicó:
– Que no se la armaron. Otras veces yo había visto que si alguien tenía miedo no le hacían ni caso, era… como si eso formara parte del curso. Puede decirse que, aunque no quisieras participar, no te librabas, pero en esta ocasión, como parece ser que tenía hasta un certificado médico, no le insistieron demasiado, y al momento me preguntaron a mí si yo quería hacerlo.
– ¿Y usted quería subir a la red?
– Sí, hacía tiempo que quería hacerlo, pero no se me había presentado la ocasión.
– ¿Y por qué quería?
Abrió la boca y la volvió a cerrar, frunció los labios y todo su rostro adquirió una vaga expresión de turbación e incomodidad.
– No sé cómo explicarlo, es como ir a toda velocidad en un descapotable deportivo, por divertirme.
– ¿Y todos sabían que usted tenía unos fuertes deseos de subir a la red?
– Todos no, pero era algo que se sabía.
– Cuéntele al tribunal qué relación mantenía usted con el teniente Noam Lior.
– Salíamos -dijo la testigo, sintiéndose incómoda, mientras se miraba los dedos de la mano que mantenía abierta.
– ¿Quiere decir eso que eran pareja? ¿Que mantenían una relación de intimidad?
– Sí -dijo Rinat Hayot, y empezó a llevar el peso del cuerpo de un pie al otro antes de mirar al abogado y añadir-: Éramos pareja.
– ¿Significa eso que cabe suponer que usted era una persona muy importante para él?
– Señoría -clamó el fiscal.
El juez Neuberg le hizo señas a la mecanógrafa y le dirigió una mirada de reprobación al abogado.
– La pregunta no procede -anunció.
– ¿Mostró él, acaso, algún síntoma de preocupación por usted, en términos generales? -preguntó el abogado.
– Podría decirse así -balbució la testigo apretando los dedos.
– Pero a pesar de ello estuvo de acuerdo en que usted participara en el juego.
– Él no creía que fuera peligroso -explicó-, él pensaba…
– Señoría, la testigo no puede saber lo que él pensaba -dijo el fiscal con un deje de fatiga.
– Pero es que sí lo sé, porque me lo dijo.
– Dígale al tribunal qué es lo que él le dijo -le ordenó el juez Neuberg-, lo que recuerde.
– Me dijo que la seguridad era absoluta, que no había ningún peligro.
– ¿En qué contexto le dijo eso? -preguntó el mayor Weizmann.
– Yo le había preguntado por qué lo llamaban la ruleta de la red -susurró la testigo.
– ¿Y cuál fue su respuesta? -preguntó el mayor.
El juez Neuberg le tocó en el brazo al mayor Weizmann, y en tono de propuesta le dijo:
– Dejemos eso para la réplica.
– Me parece que me dijo que se trataba de una broma, que la red no sabía si se trataba de una persona o de un avión, exactamente no me acuerdo -murmuró la testigo, y la mecanógrafa miró al juez Neuberg como si pidiera ayuda, de manera que el juez tuvo que repetirle las palabras de la testigo, cosa que hizo con una absoluta exactitud.
El abogado consultó sus notas y se dirigió a la testigo:
– ¿Y realmente resultó ser «la bomba»? -le preguntó.
– Sí… fue… maravilloso -dijo la testigo, mirando a su alrededor, como atemorizada-. Quiero decir…, me refiero a que fue toda una experiencia, porque elevarte de golpe a esa altura, casi volar, es mejor que un vuelo, porque…
– ¿Y usted tenía las manos y los pies atados con unas esposas a la red? -la interrumpió el abogado.
– Sí, las dos manos. Y también los tobillos.
– ¿Hubo acaso algún comentario acerca del hecho de que se esposaran las manos y los tobillos?
Ella asintió con la cabeza y, tras meditarlo un momento, dijo:
– Sí, me preguntaron que para qué necesitaba yo eso.
– ¿Quiénes se lo preguntaron?
– No me acuerdo -dijo bajando los ojos-. Se habló de ello, así, sin más, alguien lo soltó.
– ¿Y qué pasó luego? -le preguntó el abogado.
– Dije que prefería que me ataran, que me daba miedo el impulso, temía salir volando.
– ¿Y su decisión fue aceptada sin más?
– No exactamente -dijo Rinat Hayot-, mi jefe dijo que no era obligatorio, que no había ninguna diferencia.
– ¡Su jefe! -repitió el abogado visiblemente conmocionado-. Es decir, ¿el comandante de la base?
– Sí, él estaba allí, a un lado, y opinó que estábamos armando demasiado jaleo por ese detalle, porque él quería acabar pronto con el asunto.
– ¿Cuánto tiempo se tarda en sujetar las manos y los pies? -se interesó el abogado.
– Unos pocos minutos, porque hay que ajustar la medida de las esposas para que no queden demasiado flojas y evitar que se salgan las manos, y no encontraban unas de mi medida -dijo, y levantó la mano del puño ante el tribunal y después rodeó la muñeca con los dedos de la otra, para demostrar lo delgada que la tenía.
– Pero el comandante de la base tenía prisa -le recordó el abogado.
Asintió con un gesto y dijo:
– Sí, tenía un día muy apretado.
– Tenía un día muy apretado -dijo el abogado dirigiendo la frase al espacio de la sala-. Él tenía prisa. ¿Y el comandante de la escuadrilla? ¿Estaba él allí?
– Sí, pero él opinaba que había que atarme las manos y los pies.
– ¿Por el peligro?
– Sí, dijo que el impulso era muy fuerte y que no había que correr riesgos.
– ¿Y de eso sí se acuerda usted? ¿Precisamente de eso? Y no recuerda quién propuso no sujetarla… -la testigo bajó la mirada-. Supongamos, por un momento, que eso es así, ¿y el comandante de la base, el coronel X, no pensaba igual? ¿Creía que la sujeción con las esposas estaba de más?
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