Batya Gur - Piedra por piedra

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Una madre hace saltar por los aires la tumba de su propio hijo. Éste murió durante el servicio militar, víctima de una macabra broma. En la tumba se habían esculpido las usuales palabras anónimas que se emplean en estos casos: «Caído en acto de servicio». Pero la madre no lo acepta. En la tumba de su hijo tiene que ser grabada, bien visible para todos, la verdad: «Asesinado por sus superiores».
Éste es el comienzo de una larga serie de desesperados intentos por parte de Rajel para que se haga justicia. Como en otras novelas de Batya Gur que no pertenecen a la serie policiaca de Michael Ohayon, por la que es conocida en España, se ponen al descubierto las contradicciones y el lado oscuro de la sociedad israelí.

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Malaji abrió la boca, para volverla a cerrar, miró el reloj, esta vez abiertamente, y se incorporó ligeramente en su asiento.

– Usted no se marcha a ningún sitio -le dijo Julia-. De aquí no se va aunque tenga una reunión muy importante, porque nosotras de aquí no nos movemos hasta que usted me dé una respuesta -en ese momento se dio cuenta de que lo que estaba haciendo era luchar por el honor de Rajela, que estaba por completo en sus manos. Se limpió con la mano unas gotitas que tenía encima del labio superior y se quedó mirando a Malaji. Él apoyó las manos en la mesa de cristal, como si tuviera intención de levantarse, pero la vehemencia con la que ella le había hablado lo hizo vacilar y enseguida se volvió a sentar-. Rajela ya me lo había dicho, y no me lo podía creer -explicó Julia-. Pero ahora he visto que tiene razón, y si ella tiene razón, la verdad es que no hay nada que temer. ¿No nos cuenta nada de la familia Abulafia, que es un precedente, ni sobre el Tribunal Superior de Justicia, que les permitió escribir la fecha internacional? El Tribunal Superior de Justicia los obligó a ustedes a acceder a ello, así es que existe un precedente que nos puede ser de ayuda, ¡y usted nos lo tendría que haber contado por iniciativa propia, si de verdad hubiera querido hacernos las cosas más fáciles!

– Eso no es muy exacto -dijo el hombre, y se pasó la mano por el pelo plateado-. Se trató de un caso excepcional, muy particular.

– ¿Cómo que muy particular? -dijo Rajela-. ¿Particular porque se trataba del hijo de un general de la reserva?

El funcionario se sobrecogió en su asiento.

– ¡Señora Avni! -dijo conmocionado-. ¡Nosotros no medimos por dos raseros!

– Aparentemente no, eso es verdad, aparentemente -dijo Rajela mientras entrelazaba los dedos-. Pero la familia Abulafia oyó las tonterías que usted dice sobre el reglamento y su incumplimiento y se atrevió, de inmediato, a dirigirse al Tribunal Superior de Justicia. Lo hicieron al momento porque no les tenían miedo a ustedes ni iban a permitir que les tomaran el pelo. Sabían perfectamente lo que ustedes más temen. Y en efecto, en cuanto presentaron la denuncia ante los tribunales, a la fiscalía le faltó tiempo para correr a hablar con ustedes y poder llegar a un acuerdo. De él aprendí, precisamente del general de la reserva Yisasjar Abulafia, general del Tsahal, que eso es lo que ustedes más temen, que a ustedes les da pánico que un tribunal haga temblar la tierra que tienen bajo sus pies, eso y que se sepa, que se le dé publicidad al caso. De manera que existe un precedente según el cual Julia Efrati puede grabar la fecha internacional, y a usted se le había olvidado contárnoslo.

– También ustedes se han dirigido al Tribunal Superior de Justicia -le recordó Malaji a Rajela apretando los labios-. Y sabe muy bien que en su caso no hemos temido nada y que usted misma se ha puesto en tela de juicio.

– Habla usted muy mal -intervino Julia levantándose de su silla-. Yo diría que habla usted con mezquindad. Devuélvanos la piedra, y que sea hoy mismo, porque de aquí me voy inmediatamente al abogado a interponerles una demanda, y con el precedente del que ya tengo noticia creo que esto va a ser muy rápido, porque lo que nosotros queremos es exactamente lo mismo por lo que ya se ha fallado sentencia, poder escribir la fecha internacional para que no me sigan preguntando cuánto tiempo hace exactamente que mi querido Yuval murió. ¿Quién vive hoy aquí según las fechas hebreas? No queremos que nadie, excepto nosotros, tenga que estar pensando en el tiempo que ha pasado desde que murió.

También Malaji se había levantado, de manera que solamente Rajela seguía sentada.

– Cursen ustedes la solicitud por escrito y yo se la presentaré a la comisión -resolvió finalmente-. Aunque no es exactamente el mismo caso que el de la familia Abulafia, porque ustedes también quieren añadir el nombre de la hija, que no cabe en la lápida, y lo que está terminantemente prohibido es añadir una piedra o una inscripción a una lápida militar. En el caso de Abulafia, ya que ustedes lo han traído a colación, lo incluimos en el cuerpo de la lápida que había, mientras que en el caso de ustedes no habrá sitio para poner la fecha internacional y además el nombre de la hermana, créame que es así, porque tengo una experiencia de diecisiete años en estas cosas.

– Pues entonces tendrán ustedes que añadir una línea más o aumentar el tamaño de la lápida.

– Eso nos resulta completamente imposible, y ya le he explicado por qué, además, yo no tengo autoridad para decidirlo, pero sí estoy dispuesto a presentar a la comisión la solicitud que ustedes hayan preparado por escrito.

– Por escrito -balbució Julia bajando los ojos-. Qué vergüenza. Debería darles vergüenza a ustedes enviar una respuesta estándar, como la carta que nos enviaron cuando Yuval murió, «muy apreciados padre -barra- madre», eso es lo que ponía. Ni siquiera se molestan en borrar lo que sobra. ¿Y si hay alguien que no tenga padre o que no tenga madre? Sus cartas siguen un modelo unitario, sin nada… sin ningún vínculo personal.

– ¿Cuándo? -dijo Rajela mientras ahora también ella se levantaba-. ¿Cuándo va a presentar la solicitud ante la comisión?

– En la próxima reunión, dentro de… -se puso a ojear una enorme agenda de despacho-. Dentro de seis semanas y media -dijo, manteniendo el dedo en la página por la que se encontraba abierta la agenda.

– Eso es mucho tiempo -dijo Julia con desesperación, y las manos empezaron a temblarle de nuevo.

– A mí me hubiera gustado que… -susurró, y enseguida se calló.

– Podría hacerse de otra manera -dijo entonces Rajela en un tono muy duro y tocando suavemente la mano de Julia-. Con buena voluntad, se puede hacer de otro modo. Si de verdad existe buena voluntad y de verdad se quiere, se puede hacer de otra manera. Pero aunque la voluntad no sea todo lo buena que debiera y se desee sólo un poco, aunque no sea más que porque se tiene miedo, supongamos, lo que se puede hacer es reunir una comisión mínima, incluso por teléfono, y se puede también obviar el asunto de la solicitud por escrito, y se puede hacer un montón de cosas más, como usted muy bien sabe por sus diecisiete años de experiencia, durante los cuales ha estado amargándole la vida a cualquiera que se quiera apartar del reglamento, del procedimiento o de lo que sea. Porque, si usted decide que se actúe de una manera diferente, se puede actuar de una manera diferente.

– Haré todo lo que esté en mis manos -dijo, mientras miraba el reloj y erguía los hombros y la cabeza.

– Lo que tiene que hacer es informar a quien proceda de que en cuanto salgamos de aquí nos vamos directamente al abogado -dijo Rajela-. Y si no devuelven la piedra que arrancaron, les interpondremos una demanda también por eso, a no ser que la devuelvan hoy mismo, hasta esta noche. Eso lo dejaremos preparado, pero pendiente, en el abogado. Imagínense la cara que se les va a poner a ustedes cuando se les acuse de allanamiento de morada, de robo y de profanar una lápida.

– Los que se dedican a profanar lápidas no somos precisamente nosotros, ni los que hemos infringido la ley -dijo Malaji, con voz ahogada y estirando la camisa hacia abajo-. Y a usted, señora Avni, le digo que, sólo porque su padre nos ha dado su palabra y por su pasado militar y su buen nombre, esperamos que sean ustedes mismos quienes retiren lo que ilegalmente han colocado, en lugar de tener que ir inmediatamente y hacerlo nosotros. Pero nuestra paciencia también tiene un límite -le advirtió mientras se colocaba bien el borde de la camisa por dentro del fino cinturón de piel.

Se quedó junto a la puerta abierta, esperó a que las dos mujeres salieran delante de él y enseguida la cerró con una llave del pequeño manojo que había sacado del cajón de la mesa de la secretaria. Después esperó a que salieran del despacho de la secretaria, cerró también con llave esta última puerta, y se dirigió hacia el ascensor, punto en el que se quedó mirándolas con aquellos ojos tan claros -dos veces volvió Rajela la cabeza y vio su mirada- mientras bajaban a pie por la amplia escalera de mármol del edificio.

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