Batya Gur - Piedra por piedra

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Una madre hace saltar por los aires la tumba de su propio hijo. Éste murió durante el servicio militar, víctima de una macabra broma. En la tumba se habían esculpido las usuales palabras anónimas que se emplean en estos casos: «Caído en acto de servicio». Pero la madre no lo acepta. En la tumba de su hijo tiene que ser grabada, bien visible para todos, la verdad: «Asesinado por sus superiores».
Éste es el comienzo de una larga serie de desesperados intentos por parte de Rajel para que se haga justicia. Como en otras novelas de Batya Gur que no pertenecen a la serie policiaca de Michael Ohayon, por la que es conocida en España, se ponen al descubierto las contradicciones y el lado oscuro de la sociedad israelí.

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– ¿Pero os habéis oído hablar? -le dijo Julia de repente cuando ya estaba en la puerta, con la nariz temblándole-. Parece que estéis hablando de personas extrañas, o del enemigo, yo no puedo acostumbrarme a hablar de ellos así -y de nuevo se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano.

– Nosotros no somos los culpables de eso -dijo Rajela, y enseguida salió con ella y cerró la puerta tras de sí.

Julia fue en silencio durante todo el trayecto mientras Rajela conducía con los labios fruncidos. De vez en cuando, Rajela miraba de reojo a su compañera de viaje, que llevaba las manos cruzadas en el regazo y cuyo rostro irradiaba un gran temor. Encendió la radio y el resumen de las noticias que emitían en ese momento se inició con la información acerca de un capitán muerto y dos heridos en el sur del Líbano: «Las respectivas familias han sido informadas», terminaba el breve noticiario.

– Los nombres no los dirán antes de las noticias de la noche -dijo Rajela, y apagó la radio. Julia Efrati suspiró, pero permaneció en silencio. Hasta que el coche entró en el aparcamiento-. No hay nada que temer -la tranquilizó Rajela, al ver el temblor que se había apoderado del cuerpo de Julia cuando ya se habían bajado del coche-. ¿De qué puedes tener miedo? Si lo peor ya te lo hicieron, ¿qué van a poder hacerte ahora?

Julia Efrati volvió a mirarla con aquella mirada asustada que tenía y el temblor de sus manos fue en aumento.

– Todo me da miedo, hasta tú me das miedo -susurró de repente-. Tengo miedo de lo que puedan hacerte a ti, no a mí.

– ¿A mí? -se sorprendió Rajela-. ¿Qué pueden hacerme a mí?

– En cualquier momento -dijo Julia mientras seguían allí, junto al coche- en cualquier momento puedes venirte abajo, de repente, sin que te des cuenta, ¿no lo entiendes? No se puede vivir así durante mucho tiempo, luchando, peleando con todos, sin dormir, sin llorar, al final todo el mundo se viene abajo. ¿Cuánto tiempo se puede aguantar?

– De eso nada -zanjó Rajela el asunto-, no pienso rendirme, y desde luego, no antes de que solucionemos lo de la lápida de Yuval.

Una mirada de duda asomó a los ojos de Julia, que se apresuró a bajarlos.

– Si tú lo dices -acabó por admitir, y se acercó mucho a Rajela, que notó en el cuello el hálito de su respiración-, si tú lo dices, será, porque nadie lo sabe mejor que tú.

Se encaminaron hacia el edificio, y al llegar, Rajela se apoyó contra la puerta de cristal para sujetarla y dejar pasar a Julia, que avanzaba despacio, como si le hubieran atado los pies. Desde el amplio vestíbulo unas escaleras subían hasta las oficinas y despachos.

– Que no se te olvide -le dijo Rajela cuando se detuvieron ante la puerta de la secretaría, en el primer piso-, no te olvides de quién tiene razón y tampoco de cuánto has deseado poner esa piedra.

Julia le dedicó una media sonrisa y bajó la mirada hasta posarla en sus dedos.

– Lo importante aquí no es quién tenga razón -dijo en voz muy baja-, no tiene nada que ver con todo esto. Eso -añadió mirando ahora a Rajela con unos enormes ojos llenos de asombro y de dulzura- todavía no lo has entendido. Con todo lo inteligente que eres, sigues sin entenderlo.

Rajela llamó a la puerta y acto seguido la abrió con ímpetu, antes de recibir respuesta desde el interior.

– Estupendo -le dijo a Julia, y puede que a sí misma-, la secretaria no está, nadie va a poder detenernos -y mientras todavía estaba hablando, llamó a la puerta interior, que también abrió de un empujón antes de que nadie le respondiera.

En aquel despacho tampoco había nadie. A un lado de la mesa se alzaban unas carpetas de cartón marrón, en cuyos márgenes aparecían anotados diferentes nombres.

– Siéntate -le dijo Rajela a Julia con firmeza-, esperaremos.

– Pero nos podemos pasar el día aquí -dijo Julia, después de sentarse en la silla negra que había delante de la mesa-, a lo mejor hoy no viene.

– Tarde lo que tarde, aquí nos quedamos -dijo Rajela, y se sentó a su lado en una silla cercana-. Esperaremos, que tiempo no nos falta.

El teléfono no dejaba de sonar. Julia miraba hacia el aparato y hacia Rajela alternativamente y cada vez más preocupada.

– Están llamando -dijo vacilante.

Rajela se encogió de hombros.

– Eso es señal de que se encuentra en el edificio -dijo finalmente. Y como si la hubiera oído, en ese mismo momento hizo su aparición en el despacho, con paso apresurado, aquel hombre bajito, cuyo cabello plateado y brillante, concienzudamente peinado y dividido por una raya muy recta, acentuaba el tono cetrino de su rostro. Corrió hacia el teléfono, que dejó de sonar justo en el momento en que levantaba el auricular, y después se quedó mirando a las dos mujeres con un aire de sorpresa que al instante se convirtió en nerviosismo.

– No han concertado la visita -dijo con acritud, mientras colgaba el teléfono y se sentaba en su silla.

Ambas mujeres permanecieron en silencio.

– Podríamos fijar ahora una visita -dijo el hombre, visiblemente incómodo-, pero es que mi secretaria… Mejor llamen ustedes mañana, cuando esté ella, y entonces podré…

– ¡De ninguna manera! -lo interrumpió Rajela-. La visita la tenemos ahora. A ver si no es esto una visita -añadió, señalando primero a Julia y luego señalándose a sí misma-. Ya tenemos hora. Usted va a hablar con nosotras ahora sobre lo que le han hecho a la familia Efrati.

– ¿Y qué es lo que le hemos hecho a la familia Efrati? -preguntó, mientras Rajela seguía mirándolo fijamente-. Efrati… Efrati… -murmuró mientras rebuscaba en el montón de expedientes que había atraído hacia sí desde el borde de la mesa-. ¿La señora Efrati? -preguntó mirando a Julia y esforzándose por no toparse con la mirada de Rajela.

Julia asintió con la cabeza y de sus ojos empezaron a fluir abundantes lágrimas.

– Pues un momento -dijo, y después se aclaró la garganta-, si se trata de un asunto de la señora Efrati, ¿qué falta hace aquí la señora Avni?

– Ha venido a acompañarme -respondió Julia, en mitad de un sollozo que se apresuró a acallar.

– ¿No sería mejor, entonces, que esperara fuera? -propuso el funcionario-. ¿Por qué va a estar aquí? Fuera, al otro lado de la puerta, hay unas sillas muy cómodas y hasta un sillón donde puede esperarla.

– No va a esperarme fuera -dijo Julia, a quien el hecho de que el hombre hablara de Rajela en tercera persona la había ofendido como si le hubieran propinado un puñetazo en plena cara. De repente, se sintió con unas fuerzas que no creía tener y que no había notado mientras hablaba, y se dio cuenta de su existencia al sentir ese poder del que, en ocasiones, una persona se hace dueña cuando alguien hiere en su presencia a un ser querido.

Si le hubieran preguntado a Julia Efrati qué era lo que la había empujado a levantarse de su asiento para decirle al hombre que tenía delante exactamente lo que pensaba, sin temores, no habría podido sino decir vagamente que se había sentido responsable de Rajela, que la había acompañado, y que no podía soportar que la hirieran o hablaran de ella con desprecio. Ella, personalmente, sentía un gran respeto por Rajela, se veía insignificante a su lado y la admiraba en secreto, por su integridad, su honradez y su incondicional fidelidad a unos principios y al camino que se había propuesto seguir. Durante todos aquellos años también le había estado inmensamente agradecida por ayudarla la noche en que nació Tamar. Efrati se encontraba sirviendo en la reserva, llovía, y ella llamó a Rajela desde la ventana porque acababa de romper aguas tres semanas antes de la fecha en que salía de cuentas, de manera que Rajela fue la que la llevó al hospital. Conducía muy deprisa y con seguridad, en medio de la oscuridad y de la lluvia, y después se quedó con ella en el paritorio y exigió que llamaran al médico y que no estuviera sólo la comadrona. Tamar nació por cesárea, y cuando vio que el médico desenrollaba con sumo cuidado el cordón umbilical de alrededor del cuello de la niña, Julia comprendió que Rajela, con su insistente autoritarismo y su falta de complejos («no hace falta», había dicho ella misma al oír que Rajela exigía insistentemente que llamaran al médico, «no hace ninguna falta», porque le daba vergüenza parecer una mimada y porque le daba todavía más vergüenza el jaleo que estaba armando Rajela por ella) había salvado la vida de su hija. Rajela nunca había comentado nada de su comportamiento de aquella noche, y con un gesto del brazo se negó a aceptar los intentos de agradecimiento que ella o Efrati habían querido demostrarle. En más de una ocasión Julia había querido expresar a Rajela unas palabras de consuelo cuando la veía caminar pesadamente hacia el barracón en el que tenía el estudio, porque notaba que su amiga se torturaba con todo tipo de pensamientos, pero nunca se atrevía a hablarle porque tenía la impresión de que, en realidad, no la entendía del todo y creía que por sus limitaciones no iba a dar con las palabras adecuadas. En lugar de eso, a veces le hacía un pastel de queso, o le llevaba un ramo de rosas, porque sabía que le gustaban mucho. Desde la noche en que Mishka le contó cómo había destruido Rajela la lápida, Julia buscó más que nunca la compañía de su amiga, porque se sintió como quien se entera de que alguien muy cercano está librando una batalla que él mismo no tiene el valor de librar. Y en un momento dado, sin pensarlo, sintió el impulso de ponerse del lado de Rajela, a la sombra de lo que a sus ojos constituía una auténtica heroicidad, de ser su incondicional seguidora, y al mismo tiempo guardaba la esperanza de que se le pegara algo de ella.

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