– Ya lleva así tres días, desde que vinieron a arrancar la piedra que habíamos añadido a la lápida -dijo, como si hablara de una enferma en coma o de un niño que no entendiera ni una palabra, y a Rajela le pareció notar en esa frase cierto tono acusatorio.
– Ha sido esta noche cuando he visto que la piedra no estaba -se disculpó Rajela-. ¿Cómo es que se han llevado la piedra y no se han llevado mi escultura? -se preguntó en voz alta-. Esta noche he estado en el cementerio y he visto que sigue ahí, que no han tocado nada.
– Ya se la llevarán -le aseguró Efrati, y no como quien anuncia una desgracia, precisamente, sino sobre todo por un impulso de vengativa furia-. Ya verás cómo se la llevan. Aunque a ti te tienen miedo, el hombre ése, Malaji, te teme, porque tú tienes boca, pero ella, ¿qué puede hacerles ella? -se lamentó, mirando a su mujer con impotencia, como quien tiene a su cargo a una criatura a la que no sabe cómo hacerle más llevadero su sufrimiento.
– ¿Por qué no me lo habéis dicho? ¿Por qué no ha dicho nada ella? ¿Por qué no me lo vino a decir el jueves, después de que volvierais del cementerio por la mañana?
Efrati agitó el brazo gesticulando nerviosamente.
– ¿Qué es lo que te teníamos que haber dicho? Pero ¿tú quién eres, Dios, acaso? ¿Qué podías hacer tú? Habrías puesto una piedra nueva y ellos habrían vuelto a venir como unos ladrones, por la noche, y la habrían arrancado para cargarla en una camioneta y llevársela.
– Por la noche no ha sido -le aseguró Rajela-. No la han quitado por la noche.
– Pues no habrá sido de noche -le concedió Efrati-, pero se han comportado como unos ladrones. El caso es que no sé qué hacer, porque hace ya tres días que no come, y eso que le he preparado el desayuno que a ella le gusta, pero nada. Además de que se pasa el día y la noche con este llanto -estas palabras las pronunció Efrati plantado detrás de la silla de su mujer mientras le acariciaba el pelo con delicadeza, frente a Rajela, que se había dejado caer pesadamente en una de las sillas forradas de tela árabe jaspeada con la que Julia las había acolchado y forrado después de escogerla a su gusto.
– Ahora mismo vamos a ir a verlo -le dijo Rajela a Julia-, vamos a ir a hablar con el tal Abraham Malaji, así es que hoy no estaremos en el juzgado, habrá otras que vayan.
– ¿Cómo que vais a ir a hablar con él? -dijo Efrati-. ¿Para qué? Es como hablar con una pared. Además, ni se les puede llamar por teléfono, es como si no existieran, no se encuentran en ningún sitio como organismo, nada de nada. El único que tiene un despacho y un teléfono es Malaji, y el funcionario ése, el tal Malaji, lo último que va a hacer es ayudaros. En cuanto os vea en la puerta, hará que digan que no está, ya lo conoces. ¿Acaso no intenté yo hablar con él el jueves? El viernes no estaba en el trabajo y en su casa no se le puede molestar. Te voy a decir la verdad -su voz se convirtió en un susurro-, cuando la veo así creo que tendría que ir a verlo, ahora mismo, pero me da miedo -Efrati se miró sus enormes manos y se palpó un callo que tenía en la base de un dedo-. Me da miedo hacerle algo, llegar a hacerle daño, pero vosotras, por supuesto que no tenéis nada que hacer allí. No hay con quien hablar, porque cuanta más lata se le dé, peor, más se mantendrá en sus trece, y si la ve llorar, más se ensañará con ella. Hay gente así, Rajela, ¿no sabías que hay gente como ésa? No tienen corazón, judíos, sí, pero sin corazón.
– Pues pongamos una denuncia -dijo Rajela, inclinándose hacia delante y posando una mano en el brazo de Julia-, por lo menos lo amenazaremos con acudir al Tribunal Superior de Justicia. ¿Lo habéis intentado?
– No -dijo Efrati asustado-, no hemos hecho nada, porque desde entonces no ha dejado de llorar. Tú misma has visto que la han arrancado y se la han llevado. Y tú creías que no iban a tener valor para hacerlo, creías que hablaban por hablar.
Rajela asintió con la cabeza. Después de haber estado hablando con Boris fue al cementerio. Hasta esta noche no había descubierto que la piedra que habían colocado junto a la tumba de Yuval -Julia se había negado a que retiraran la piedra original- ya no estaba. Efrati no podía ni imaginar el escalofrío que la había recorrido cuando vio que la piedra no estaba, porque imaginarse la escena de unas potentes manos escarbando, arrancando y levantando la piedra, para después arrojarla bien lejos, la había conmocionado. ¿Qué es lo que en realidad habrían hecho con ella? ¿Tirarla? ¿Llevársela? ¿Cuándo? ¿Sin hablar con nadie ni avisar siquiera habían llegado y se la habían llevado como botín?
– Nos lo advirtió por teléfono -dijo Efrati, y su voz sonó a reproche-, dijo que eso es lo que iban a hacer, y la verdad es que lo han hecho. No nos teníamos que haber metido en todo esto y, además, si no les hubiéramos pedido permiso, ni se habrían enterado, ya se lo decía yo a Julia… -y la voz se le fue apagando, aunque Rajela sabía que aquel silencio estaba lleno de ira contra ella, por las ideas que le había inculcado a su mujer, por las esperanzas que le había dado con su propias acciones.
– Vístete, Julia -le dijo Rajela a la mujer, que tenía hundida la cabeza entre los hombros como la cabeza de una tortuga anciana-, vístete, que vamos a ir a hacerle una visita.
Julia Efrati se secó los ojos con el dorso de su arrugada mano, una mano que, literalmente, parecía arada por sus muchos surcos, y unas manchas húmedas iluminaron aquella piel de un moreno claro. La verdad es que no era mucho más mayor que ella, pensó Rajela, mientras le acariciaba de nuevo aquel bracito tan seco y le volvía a decir:
– Vístete, que ahora no nos podemos venir abajo porque a ellos les dé la gana.
Julia Efrati se dirigió en silencio al dormitorio. A Rajela, que ahora se había quedado sola con Efrati, sin que éste pronunciara ni una palabra, le pareció que pasaban horas hasta que Julia regresó. Efrati había ido retirando, poco a poco, el plato, la taza y todo lo que había encima de la mesa. Se lo llevó todo por separado. Una y otra vez iba de la mesa al fregadero, y con gran estruendo golpeaba el plato con el tenedor mientras tiraba el desayuno que ella no había probado al cubo de la basura. Miró con pena la barra de pan integral, de la que había cortado dos rebanadas que se secaban en un cestillo.
– Reciente de esta mañana -dijo, mientras envolvía la barra en una bolsa de plástico, lo colocaba en el cesto del pan y vertía el café con leche por el fregadero-. Pronto será el día del recuerdo -se lamentó, a la vez que recogía en la palma de la mano unas migas de entre las flores bordadas del mantel- y la piedra no está. Si es que con ellos no se puede, son como el viento, como la lluvia, como la sequía, como… -sus palabras se interrumpieron al volver Julia, con su pelo blanco recogido en un moño y manándole todavía unas silenciosas lágrimas de los ojos, porque ni un solo sollozo había dejado escapar, como si los ojos fueran un manantial desbordado y las bolsas hinchadas que tenían debajo unas pequeñas albercas. Pero sí se había quitado el camisón y la bata y se había puesto unos pantalones azules y una camisa blanca.
– Yo no puedo ir con vosotras -dijo Efrati furioso-, por los trabajadores, no los puedo dejar solos, me estropearán el…
– Nos las arreglaremos -dijo Rajela.
– Veremos en qué estado vuelve de allí -se lamentó él.
– Ya verás cómo todo irá bien -le dijo Rajela, que mientras hablaba se daba cuenta de que también a él intentaba demostrarle algo-. Ya verás cómo al final serán ellos los que tengan que dar su brazo a torcer, y no nosotros -le prometió, y siguió los pasos vacilantes de Julia, que ahora había dejado de llorar y sus ojos, rosados y húmedos, la observaban con una mirada abatida, asustada e impotente.
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