Batya Gur - Piedra por piedra
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Éste es el comienzo de una larga serie de desesperados intentos por parte de Rajel para que se haga justicia. Como en otras novelas de Batya Gur que no pertenecen a la serie policiaca de Michael Ohayon, por la que es conocida en España, se ponen al descubierto las contradicciones y el lado oscuro de la sociedad israelí.
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Boris asintió con la cabeza de inmediato. Para ahorrarle a ella explicaciones. Y en ese momento, como notó que ella se iba callando, que la voz se le debilitaba, le ofreció un cigarrillo.
Rajela no le contó nada sobre aquellos segundos durante los que, a pesar de todo, se había despertado en ella el impulso irrefrenable y dulce a la vez de coger en brazos a la niña nueva y apretar la cara contra aquel cuello regordete y aspirar su aroma. El recuerdo del bebé, de su nieta, volvió a traspasarla ahora conmovedor y doloroso. Pero se había propuesto endurecer su corazón, incluso con la niña, que encima le recordaba a Ofer cuando era bebé, por lo que el solo hecho de mirarla conllevaba el dolor de pensar en Ofer, al cual había amado de manera diferente al resto de sus hijos. Y no sólo por haber sido el menor, sino por la candidez que rebosaba en él y el cariño que sabía expresar: sin contenerse y completamente desinhibido, se le colgaba del cuello, y hasta cuando se fue haciendo mayor y era ya más alto que ella, agachaba la cabeza hasta la cara de ella para abrazarla con fuerza y sin complejos. Con su muerte había muerto en ella también el deseo de tocar a sus otros hijos, como si al morir Ofer hubiera provocado su muerte como madre, la muerte de su infancia y de sus creencias, y con ello la muerte del país como su hogar incuestionable. Todas estas cosas, que cruzaron por su mente a toda prisa, sin palabras, no podía hablarlas abiertamente con Boris.
Rajela se dijo a sí misma, cuando de repente la asaltó en su interior la siguiente pregunta formulada con cierta ironía: «¿Por qué estás hablando tanto, si es un completo desconocido?», que tenía la necesidad de hablar con alguien que la escuchara sin juzgarla y sin inquietarse. Aunque ella sabía que todas aquellas palabras y el modo en que confiaba en él tenía mucho que ver con el agradecimiento. Porque cuando había pensado en él durante las semanas que siguieron a aquella noche y vio en su memoria que él había estado allí apagando el fuego, que había devuelto con ella los montones de tierra a la tumba, supo que se había comportado con ella con una generosidad poco frecuente y con una delicadeza excepcional, y que, sin ningún tipo de objeción, se había arriesgado a perder el empleo. Cada noche, cuando pasaba por delante de la garita iluminada, pensaba en acercarse y darle las gracias, pero algo había que se lo impedía. Esa noche, sin embargo, después del espantoso día que había pasado en el juzgado, se había dejado llevar por el impulso. Lo que no hizo fue decirle gracias directa y llanamente, pues las palabras directas la turbaban al no expresar con precisión lo que sentía. En lugar de eso le había traído la escultura, se había sentado a su lado en el bajo escalón de cemento, y cuando él le había preguntado cómo se encontraba, le había contado con todo detalle lo que había sucedido en el juicio durante las últimas semanas y, después, también lo de casa. Él no dijo nada mientras ella hablaba, ni torció el gesto, ni preguntó, ni alzó las cejas, sino que se limitó a mirarla fijamente: vuelto hacia ella, apoyó el codo en la rodilla, su rostro grande en la palma de la mano, y permaneció sentado así, doblado, en una postura incómoda, de espaldas a los extensos campos, excepto por sus ojos castaños no recibía Rajela ninguna otra señal que le indicara que Boris la estaba escuchando o entendiendo lo que ella decía. Pero aquellos ojos de mirada tan bondadosa, generosa, sincera y comprensiva, la inundaron de un fuerte sentimiento de ternura y agradecimiento, un sentimiento tan dulce que la asustó y que por momentos amenazó con hacerla olvidar el asunto principal y debilitarle la fuerza con la que se aferraba con uñas y dientes al odio y a la ira, que eran lo que la animaba cada mañana a actuar sin pudor alguno y que acallaba cualquier posible eco de sentir cariño por alguien. Con un movimiento brusco se quitaba de encima cualquier mano que se le apoyara en el hombro, o se cruzaba de brazos cuando Talia se le acercaba para abrazarla, de manera que había sido su propio comportamiento el que había convertido el amor, la pena y la ternura de sus hijos, de su padre y de su marido, en miedo y en espanto. Se movían a su alrededor con suma precaución, como si se tratara de una enferma desahuciada, y se mantenían siempre en guardia ante una posible explosión suya. Y lo que pretendían que pareciera al salir de sus bocas como tranquilizadoras palabras de consuelo, en realidad no era más que el producto de una tensa contención que manaba de la fuerza de un estado de transigencia que amenazaba con quebrarse en cualquier momento. Con Boris, Rajela no tenía que estar en guardia, así es que ni se acordó de que tenía que causar pavor. El hecho de que fuera una persona desconectada de todo su contexto, un completo extraño sin ninguna expectativa, alguien que nunca había conocido el lado frágil y débil de su alma, fue lo que lo llevó a ser quien derrumbara la muralla con la que ella misma se había rodeado. Y no se trataba solamente de que el tal Boris no le tuviera miedo, ni siquiera después de aquella noche, cuando la había visto hacer lo que a los demás, a todos, también a sus hijos, y por supuesto a su marido, les había parecido una completa locura, no es sólo que a él no se lo hubiera parecido, sino que sus ojos castaños se habían iluminado con la luz del que lo aprueba y se rinde ante ello. ¿Qué es lo que le daba la presencia de aquel hombre?, se preguntó Rajela ahí sentada a su lado, sin mirarlo todavía. Supo entonces que, gracias a él, se podía permitir dejar de aferrarse con tanta terquedad al odio, sin que temiera no poder regresar a él. Y también gracias a él podía detenerse a sentir, aunque no fuera más que por un momento, lo fatigada que estaba, y descansar. Como en aquel segundo tren de camino hacia el aeropuerto de Roma, con el empleado de la estación de Termini, un hombre calvo y mellado, que también se entregó del todo, con el máximo desinterés. Aunque la actitud de éste fue activa y no una escucha silenciosa, paciente y entregada como la de Boris, que ni siquiera le había dado un sorbo al café mientras ella le hablaba. Aquel hombre, que la había visto allí sola, en la oscura y solitaria estación de Termini, mientras miraba la cola del tren que acababa de salir y que por la maleta, las carpetas de cartón y los libros que arrastraba en dos enormes bolsas de tela, una vez finalizado el taller de dibujo de seis semanas, no había podido alcanzar, se acercó a ella y le preguntó en italiano qué tren estaba esperando y poniéndose luego la mano detrás del pabellón de la oreja escuchó su respuesta, en una mezcla de italiano entrecortado e inglés, acerca de un aeropuerto y unos vuelos, a lo que él respondió compungido que desde aquella estación ya no salían más trenes para el aeropuerto por ese día. Y cuando ella se había sentado en el suelo tapándose la cara con las manos, porque además el calor era tan insoportable que se le pegaba la ropa a la piel, él sonrió y le dijo en italiano: «Espera aquí un momento, por favor». Ella se había quedado allí parada como si hubiera llegado el fin del mundo, porque no dejaba de pensar en que perdería el vuelo y entonces todo estaría perdido, no podría regresar a su casa y perdería incluso lo que le quedaba de su identidad, es decir, todo. Era verdad que lo había perdido todo, pensó ahora Rajela con amargura, ahora no tenía nada que temer. Desde aquella estación de ferrocarril desierta en la que se encontraba vio que el empleado entraba en la oficina de información y, al verlo allí, al otro lado del cristal, buscando en las listas de horarios, se preguntó a sí misma, muy asustada, qué es lo que estaría buscando y cómo se las iba a arreglar ella sola. Pero el hombre volvió con una amplia sonrisa y en los ojos la luz de la victoria del que ha podido superar todos los escollos y, despacio, ayudándose de las manos para hacerse entender, le anunció que había dado con la solución: lo que tenía que hacer era subirse al próximo tren, que llegaría dentro de un momento, bajarse en la estación siguiente y allí tomar un tren que se dirigía a Fiumicino. Cuando ella le estaba dando las gracias, algo confusa porque no entendía por qué aquel hombre se había tomado tantas molestias para ayudarla, él se quedó un poco pensativo, arqueó las cejas, se rascó la cabeza y dijo decepcionado, con mucho apuro: «Pero hay un problema», y le explicó que solamente disponía de dos minutos para pasar del primer tren al segundo, y que no estaba muy seguro -miró entonces el equipaje- de que le fuera a dar tiempo. Ante la expresión de decepción de ella, apenas perceptible pero lo suficiente como para que él se diera cuenta, no la dejó a su suerte, sino que se quedó un momento pensativo y después los ojos le volvieron a brillar. Le dijo que esperara un momento, y de nuevo salió corriendo hacia la oficina de información. Ella lo vio entonces gesticulando mucho mientras hablaba por teléfono y sintió que los nervios le retorcían las entrañas mientras esperaba ahí sola, a oscuras, en medio de la solitaria estación, hasta que lo vio regresar hacia ella, esta vez a la carrera y con una sonrisa de oreja a oreja, para decirle: «Ya está, no hay ningún problema, el segundo tren te esperará». Después fue a por un carro, cargó las maletas y los bolsos en él y cuando el tren llegó la acompañó hasta el primer vagón y se quedó despidiéndola con la mano hasta que el tren se puso en marcha. Justo cuando bajó en la siguiente estación, llegaba el otro tren, se detuvo y se quedó parado como si realmente estuviera esperando a que subiera a él; y la mirada bondadosa y compasiva de aquel hombre, al que todo lo que pudo decirle fue un precipitado «Ha sido usted muy amable», y eso a gritos, desde la ventanilla del tren que ya emitía su largo pitido, esa mirada, el buen corazón del hombre y su desinteresada entrega, maravilla entre maravillas, la habían dejado paralizada en el momento de los hechos, pero después la acompañaron durante años como una isla misteriosa, indescifrable y sublime.
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