Batya Gur - Piedra por piedra
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Éste es el comienzo de una larga serie de desesperados intentos por parte de Rajel para que se haga justicia. Como en otras novelas de Batya Gur que no pertenecen a la serie policiaca de Michael Ohayon, por la que es conocida en España, se ponen al descubierto las contradicciones y el lado oscuro de la sociedad israelí.
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Rajela había ido a verlo, ante todo, por el sentimiento de culpabilidad que le producía el hecho de no haber cruzado con él ni una sola palabra desde aquella noche. Hacía ya tiempo que había pensado llevarle esa pequeña escultura y la había traído y llevado en la mochila durante algunas noches hasta que se había atrevido a ir a la garita. Le estaba muy agradecida por el hecho de que él no hubiera intentado pararla ni una sola vez desde entonces para hablar con ella. Pero el sentimiento de culpabilidad no era el único factor que la había empujado a ir a hablar con él, sino que sentía también una especie de deseo y de necesidad cuyos orígenes desconocía pero que fue lo que la llevó a aceptar el café y, en definitiva, a quedarse.
Si se lo hubieran preguntado, no habría sabido explicar qué era lo que la impulsaba a hablar sobre sí misma con él y de esa manera, sin ponerse a la defensiva y sin pretender regalarle los oídos, sino porque sí, hablar por hablar como no lo había hecho con nadie desde lo de Ofer. De todo estuvo hablando con él, de su enfrentamiento con los otros padres que habían perdido a sus hijos y que ponía en duda sus opiniones acerca de la lentísima reacción de otras madres.
– Sólo se atreven las madres -recalcó con amarga indulgencia y observó que en lugar de decir que los padres eran más cobardes se prefería decir que eran más cautos, que el sentimiento de culpabilidad por la muerte de sus hijos los tenía paralizados, lo mismo que el hecho de que se identificaran más con el sistema, y que eso era lo que les impedía acompañar a las mujeres que iban de un juzgado militar a otro, blandiendo sus pancartas y respondiendo a las preguntas de los periódicos-. Para que algo cambie en este país -le dijo, y de repente su propia voz le sonó muy extraña, porque esas palabras, de corte casi militar, no encajaban con la dulce expresión que a la luz de la gran farola reflejaban los profundos ojos castaños de él. La escuchó con mucha atención mientras le contaba todos los accidentes y muertes que habían tenido lugar durante el último año y que habían ido a juicio. Después empezó a hablarle de lo que había pasado en su casa durante aquellas últimas semanas, cosas de las que todavía no había hablado con nadie. Le habló de la noche en que Yánkele le había dicho, el mismo día de la primera sesión en el juzgado, después de que perdiera los nervios en la furgoneta, que tenían que separarse. Intentó además presentarle las razones de Yánkele sin juzgarlo y sin criticarlo. No sólo por ser justa, sino para acallar en su interior la vergüenza que le daban las reacciones de él, la vergüenza por sentir que se había portado mal con ella, para alejar el pensamiento que la asaltaba constantemente de que si se comportaba con ella de esa forma era porque ella se lo merecía-. Él es diferente -se disculpó ante Boris, que seguía escuchándola-, diferente a mí. Lo más fácil sería decir que es un cobarde, como todos, pero eso no es del todo exacto, porque él no es nada interesado, nada aprovechado, ni mezquino, sino sencillamente una persona tímida, que no piensa las cosas hasta el fondo, que no cree de verdad que merezca la pena emplear tanto esfuerzo por conseguir lo que espera del mundo. Dice que estoy llena de odio, que el odio me ha hecho perder el juicio y que ya no puede seguir siendo responsable de mis actos, ni protegerme del mundo, que le resulta de lo más falso intentar actuar como yo lo hago y que por eso se quiere divorciar -Boris ni se movía mientras ella le hablaba, de manera que Rajela se preguntó si estaría entendiendo todo lo que le contaba, pero por alguna razón intuía que la comprendía perfectamente, palabra por palabra, aunque puede que no hubiera entendido un par de expresiones-. Quiere dejar la casa después de treinta años de vida en común, dejar la casa, que quiere decir, en realidad, dejarme a mí -le explicó-. Lo que es la casa propiamente dicha y las tierras no las puede dejar. Y a mí tampoco tiene el valor de dejarme del todo, porque sencillamente no podría soportar la idea de haberme abandonado -y a pesar de todo ella no lo odiaba ni le guardaba ningún rencor, añadió finalmente.
Lo que no le contó era que Yánkele había dividido la casa en dos con un tabique de yeso, de manera que cada uno vivía en una parte. Hasta había partido la cocina. Todas estas cosas se había empeñado en hablarlas con todo detalle la noche de la escena de la furgoneta, y también le había preguntado, temeroso, su opinión con respecto a lo que había que hacer con los hijos, en suma, cómo decírselo. La reacción de los chicos ante la decisión que había tomado era lo que más aterrado lo tenía, en palabras del propio Yánkele. Que confesara eso fue lo que más la enfureció, tanto que casi explota y le dice: «¿Los chicos?, ¿cómo que los chicos? Pero si tienen su propia vida y tú ya apenas les interesas. ¿No ves que no se puede vivir para los hijos, que hacen su vida y que ahora sólo necesitan la idea abstracta de que existes?». Pero al final se mordió la lengua y se tragó el sapo de la ofensa por el hecho de que él no tuviera ni una sola palabra que decir acerca de su vida en común, que en ese momento llegaba a su fin. De cualquier forma no iba a entender a qué se refería ella, se dijo para sus adentros, no porque no fuera capaz, sino porque precisamente ése era el significado de lo que estaba pasando que él no quería reconocer. Lo que sí le dijo Rajela muy serena es que a ella le parecía que primero uno construye su vida según las expectativas de los padres y después se tienen hijos para proyectar sobre ellos esas expectativas y acabar aterrorizado por las expectativas de éstos. Pero Yánkele no hizo el menor caso de esa reflexión, como de todo lo que no fuera un hecho perceptible, así es que se limitó a preguntarle por lo que harían con el salón en el que se encontraban hablando con tanta serenidad como dos personas que hablan desde los dos lados de una tumba.
Ella no había querido el salón, así es que no lo dividieron sino que lo dejaron como estaba, porque se daba por sentado que ella no iba a utilizarlo. A ella le había tocado la parte izquierda de la casa, e incluso le hicieron una entrada propia.
– Le hubiera gustado hacerlo oficial, con papeles y todo, pero su carácter se lo impide -le dijo a Boris con una media sonrisa, porque recordó algunos detalles que resultaban ridículamente pedantes, como dejarle el correo que iba dirigido a ella en un buzón aparte y poner mucho cuidado en no tocar absolutamente nada de «la parte de ella», hasta le había puesto una línea de teléfono diferente. Todo para que los dos tuvieran muy claro, y el resto del mundo también, que «él no estaba metido en aquello», que era lo mismo que decir que ya no era responsable de lo que ella hiciera y que ni la representaba ni se ocuparía más de resolver las quejas que llegaran por su causa-. Y así ha sido -le dijo Rajela a Boris, o mejor dicho, a los campos que se extendían al otro lado de la valla, hacia donde seguía mirando fijamente- como la casa ha quedado destruida, y con ella nuestra vida familiar.
Una profunda pena se había ido apoderando de ella mientras hablaba. La pena de saber que había sido ella la que se había alejado de los hijos vivos por imponerse a sí misma una especie de destierro.
– Tengo una nieta pequeñita -le dijo de repente a Boris, casi con admiración-, es mi primera nieta. Siempre creí que cuando tuviera una nieta, y especialmente si era una de mis hijas la que daba a luz, mi vida cambiaría porque adquiriría un nuevo significado. Y siempre he tenido en mente la imagen de una mesa bien grande durante la cena del sábado, como en casa de mis padres, la imagen de la esencia de la abundancia, la fertilidad y la luz, y todo tipo de ideas parecidas. Pero ahora ha resultado que eso no es lo realmente importante para mí. No es que no me importe en absoluto, tampoco es que no ame a mis hijos o a mi nieta, pero ese amor se ha ido convirtiendo en algo abstracto, teórico. En un momento determinado uno atenta contra sí mismo si no sigue su propia llamada, su yo más oculto que ha permanecido dormido en él durante toda su vida en medio de una especie de sopor tras la cubierta del día a día. Porque aunque la familia sigue estando ahí, los hijos tienen ya su propia vida, y eso es lo mejor que les ha podido pasar, vivir su propia vida. Ellos son, pues, una cosa, y yo otra, y todas esas comidas y ceremonias, y los festejos de todos juntos, las conversaciones banales y todo lo demás se me antojan ahora como una mera coartada para la vida, una especie de excusa para seguir viviendo y comportándonos como si alguien todavía nos necesitara. Es por eso por lo que las personas miman tanto las relaciones familiares, mientras que yo he llegado a un punto en el que he perdido hasta el gusto por mi trabajo. Y todos esos años, todos los años que he pasado con ellos, que viví sólo por ellos, se me aparecen ahora como una historia muy lejana y extraña, como si fuera algo que le hubiera sucedido a otra mujer. Hoy sería incapaz de vivir de esa manera, y ni siquiera puedo decirte por qué, es como si hubiera mudado la piel -llegados a este punto, Rajela miró a Boris indecisa, porque le parecía muy importante que él entendiera exactamente lo que le había querido decir-, la piel de una serpiente -se apresuró a aclarar. Boris asintió enseguida y se aclaró la garganta, hundió la cabeza entre las rodillas y con una ramita que había a sus pies se puso a dibujar unas líneas en el interior de un círculo sobre la tierra húmeda-. Mi nieta es preciosa y es hija de mi hija la mayor -dijo Rajela en el mismo tono de admiración que había empleado antes y en el que ahora se había colado incluso una pizca de alegría-. Qué inocente y qué feliz fui cuando nació mi hija mayor, y sin embargo ahora se ha convertido en una mujer que no comprende que su hija no sea lo más importante para mí en la vida. Pero yo qué puedo hacer, si hasta la han llamado Ofra por mí, o puede que por ellos, y es una niña muy dulce que podría proporcionarme un gran sosiego, pero es que yo ese sosiego ahora no lo quiero, no estoy dispuesta a recibirlo. Yo lo que quiero es que la verdad sobre Ofer salga a la luz, que no puedan decir que dos oficiales veinteañeros son los responsables y que todos los demás son como los tres simios, que ni ven, ni oyen ni nada, y es por eso por lo que tengo que renunciar al sosiego familiar y al cariño de los nietos. Yánkele dice: «Mi vida se ha acabado, pero necesito y quiero vivir», mientras que yo digo: «La vida se habrá acabado o no, vivir o morir no es lo importante, en absoluto, porque lo único importante es poder contar esa historia tal y como sucedió». Y encima quieren retirar la escultura y lo que he escrito en ella, todos quieren quitarlo, hasta mi hija Talia, incluso Nadavi, mi segundo hijo, el que vino aquella noche…
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