Batya Gur - Piedra por piedra
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Éste es el comienzo de una larga serie de desesperados intentos por parte de Rajel para que se haga justicia. Como en otras novelas de Batya Gur que no pertenecen a la serie policiaca de Michael Ohayon, por la que es conocida en España, se ponen al descubierto las contradicciones y el lado oscuro de la sociedad israelí.
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– Hubo un tiempo en que yo esculpía -dijo Rajela como si hablara de algo lejano y ajeno-, vivía y esculpía. Pero ya no. Todo está aquí -murmuró golpeándose el pecho, mientras le parecía que un eco hueco salía de él-, destruido. Completamente vacío, es como si tuviera una piedra dentro del cuerpo. Sólo la cabeza me sigue funcionando, lúcida y clara. El arte quizá sea bueno cuando se está tranquilo -dejó escapar afirmando con la cabeza-, pero ahora no. Además, sin amor no se puede trabajar, no se puede empezar nada teniendo esto vacío -y volvió a señalarse el pecho-. Porque si es así, el arte no tiene ningún papel que cumplir, es incapaz de cambiar nada. Como yo ya no tengo nada más que perder, todos me toman por loca, aunque tampoco eso me importa ya.
Boris observaba aquella cabeza erguida, el cuello que había enderezado, los ojos que centelleaban en la oscuridad, y se quedó meditando sobre la vitalidad que encerraba esa furia que ella derramaba, lo mismo que su desesperación.
– Pues sí -dijo finalmente-, es difícil cuando los demás creen que uno no es completamente normal.
– No me importa -dijo ella mirando hacia lo lejos- que lo piensen. Así ha sido siempre, pero ahora algo está cambiando, porque resulta un poco difícil creer que veintitantas mujeres hayan enloquecido a la vez, y eso es lo que ha cambiado el panorama. Al final conseguiremos que muestren los papeles de la investigación y se verán obligados a decir la verdad a todos, a entregar a los padres los informes completos de las investigaciones de esos accidentes, y esto no es más que el principio. De cualquier manera, que yo estoy loca ya es cosa sabida, igual que Yánkele, mi marido, que quiere evadirse de todo este asunto.
– ¿Qué quiere decir eso? -le preguntó Boris-. ¿Cómo que evadirse?
– No responsabilizarse, no sentirse garante, porque así es como lo expresamos nosotros, que todos los israelíes somos garantes los unos de los otros, es decir, que cada uno responde por el otro, ¿sabías que todos los israelíes eran garantes de su prójimo? Pues resulta que ahora ya no.
– ¿Y eso viene de la Biblia?
– No lo sé, creo que está en el Talmud, pero no estoy muy segura; el caso es que él no quiere implicarse, prefiere permanecer al margen. Ama demasiado a su país, le falta valor y, además, le da vergüenza. Si yo no abandono mi postura, seguiremos viviendo separados, como ahora.
– ¿Y vas a abandonar? -preguntó con prudencia.
– No puedo -dijo ella, abriendo los brazos-. ¿Cómo voy a poder? ¿Y qué? ¿Vivir como si aquí no hubiera pasado nada? ¿Seguir con mi trabajo? ¿Recolectar caquis? ¿Regar el jardín? ¿Hacer un pastel? ¿Criar a los nietos? ¿Vivir tranquilamente? Yo ya no puedo estar tranquila, calmada, ni siquiera de duelo, no existe camino de vuelta desde el lugar en el que yo me encuentro.
Se quedó mirando el cielo que estaba de un azul muy claro, tranquilo, un cielo que cubría el mundo entero y que, sin embargo, tenía un color diferente en cada sitio; después buscó la estrella polar. Cuando eran jóvenes, Yánkele había intentado explicarle repetidas veces dónde se encontraba cada estrella, pero ella sola no conseguía encontrarlas. A veces le parecía durante un instante que había logrado encontrar la Osa Mayor, con la ayuda del dedo de Yánkele, que señalaba un punto concreto del cielo, pero al momento la perdía. Ni siquiera estaba muy segura de ver la Estrella Polar, y sólo por contentar a Yánkele gritaba entusiasmada: «sí, sí», como si la estuviera viendo. El resto del grupo sí entendía sus explicaciones durante el paseo nocturno que dieron en aquel viaje de fin de curso del último año de instituto, y hasta había algunos que conseguían guiarse por las estrellas. Porque la verdad es que Yánkele, el comunero que había mandado entonces el movimiento juvenil para instruirlos, y que era cuatro años mayor que ellos, lo explicaba todo muy bien y con muchísima paciencia. Lo que pasaba es que ella no acababa de entenderlo, quizá porque no conseguía concentrarse. Durante años se admiró de que la hubiera escogido a ella entre todas las demás chicas, porque las había mucho más guapas e inteligentes, incluso en el mismo grupo, por no hablar de las que había fuera de él. Qué es lo que ella tenía, le había preguntado durante el primer año juntos, precisamente ella, que sólo haciendo un gran esfuerzo conseguía mantenerse dentro de la ruta de las excursiones que él organizaba, que llegaba la última y siempre con ayuda, que nunca había comprendido del todo las reglas de cómo arreglárselas sobre el terreno, que era demasiado alta y demasiado delgada, que tenía los hombros encorvados y que siempre tenía la culpa de algo. ¿Qué es lo que en realidad había visto en ella para escogerla? Pero él nunca le había contestado en serio a esa pregunta. A veces se encogía de hombros, y otras dejaba ver, aunque veladamente, una expresión de impaciencia, como quien se niega de entrada a ser cazado por la sensiblería que la experiencia le decía que conllevaban ese tipo de preguntas. Durante ese año, y también en los siguientes, Rajela intentó hallar la respuesta por sí misma. A veces tenía la esperanza, y casi se lo llegó a creer, de que era precisamente su rebeldía, un factor que la diferenciaba de todos los demás y por lo que se había ganado fama de testaruda en su infancia sus ataques inconformistas, así lo llamaban en el moshav, su ira y su carácter justiciero-, lo que había hecho que Yánkele la amara a ella. Aunque la verdad era que ya desde el primer año de su relación amorosa, Rajela había comprendido que ése era precisamente el punto que a él más le costaba aceptar de ella, que procuraba dominarse, aparentar que no se daba cuenta y, en ocasiones, hasta luchar contra ello. «¿Por qué hay que armarla por todo?», se quejaba ante ella, mientras la seguía caminando cuando se levantó de pronto de la mesa de sus padres en el jardín, justo el día en el que él había acudido con los suyos para que todos se conocieran. La madre de él, enfundada en un ajustado vestido de flores que le marcaba sus gruesos muslos, había dicho de un tirón que Yánkele era un tesoro, pero que ella y su marido no iban a poder participar en los gastos de la boda. La madre de ella, como siempre cuando se sentía turbada, arrastraba con la punta de los dedos las migas que había alrededor de la tarta de ciruelas, mientras le dirigía una sonrisa de impotencia a su marido, que en ese momento murmuró: «Nos las arreglaremos, ya nos las arreglaremos, todo saldrá muy bien». A continuación, la madre de Yánkele empezó a detallar el menú que ella había pensado y anunció que por su parte había que contar, por lo menos, con ciento cincuenta invitados. Rajela sintió entonces que todo se evaporaba: el vestido blanco con el que tanto había soñado, el ramo de flores y el rostro resplandeciente de sus padres cuando la vieran allí junto a Yánkele. En ese momento, aunque vacilante y con poca firmeza, porque le resultaba muy difícil renunciar a aquel sueño, les pidió que anularan el convite. Pero Yánkele, que durante toda la conversación se había hecho el sordo, se limitó a decir: «¿Por qué hay que buscarle tres pies al gato absolutamente a todo? Mi madre tiene un corazón de oro, no tienes ni idea de lo buena que es con los demás ni de lo mucho que ayuda a montones de personas, y con mi padre, sola y sin ninguna ayuda, se establecieron en el país pasando por mil penurias, así es que ¿por qué hay que armarla por todo?». También ahora, ahí sentada junto a Boris en el escalón de cemento, mientras seguía con la vista las luces que se alejaban de un coche que pasaba por la carretera principal a las afueras del moshav, recordó, traspasada por una punzada de dolor, que Yánkele se había quedado de pie junto a la casa, porque la había seguido después de que ella se levantara de la mesa y saliera corriendo, que la había mirado con una expresión de censura por haberse fijado en algo que debía haber obviado. Ni siquiera hoy estaba muy segura de quién había tenido razón. Seguro que él, porque al fin y al cabo la boda se celebró con todas las de la ley y porque después, a mitad de camino, había pasado por un mal momento durante el cual temió perder lo poco que poseía. Y es que entonces ya sabía que, en realidad, Yánkele esperaba que en su vida en común reprodujera el mundo que había visto en casa de los padres de ella y que se materializaba a sus ojos en la gran mesa del comedor. En realidad había dos mesas: desde el inicio de la primavera hasta el final del otoño, la mesa blanquecina en el patio de delante, cubierta por un hule y encima un mantel blanco; y en los meses de invierno, la mesa redonda de la gran sala de estar, de la que antes de las comidas se retiraba el tapete amarillento de ganchillo, obra de la abuela que la madre había traído en el saco con el que la cargaron sus padres cuando inmigraron a Israel siendo ella una muchacha. Alrededor de la mesa del patio se sentaban no sólo todos los hijos, los hermanos, los cuñados, los amigos y los inmigrantes nuevos, sino también los vecinos que pasaban por casualidad, y el aroma de la tarta de manzana o de la de ciruelas de Sonia, la madre de Rajela, los invitaba a sentarse un momento cuando iban a cerrar un aspersor o a respirar aire puro. Durante años Yánkele había estado diciéndole que el lugar en el que experimentaba la verdadera paz, en el que más cómodo se sentía y donde realmente se encontraba en casa, era sentado a la mesa de la madre de Rajela, especialmente la blanquecina, la del patio, cuando estaban todos juntos y la conversación fluía, e incluso cuando los ánimos se exaltaban, como siempre que trataban asuntos de política, porque ni siquiera los venenosos comentarios de Rajela -que su padre se apresuraba siempre a acallar disimuladamente- conseguían romper aquel sosiego. Cuando la madre enfermó de esa terrible dolencia, que llegó a aniquilarle por completo su hasta entonces encantadora personalidad, una enfermedad que se presentó como si nada, cobardemente, apoderándose de todo lo bueno y anulando toda sonrisa, de manera que la puerta de la casa que siempre había estado abierta a todo necesitado o simplemente a quien quisiera intercambiar unas palabras, se cerró, y entonces fue cuando pasaron la mesa a su propio patio, porque Yánkele albergaba la esperanza de volver a hallar alrededor de ella aquel sosiego de la casa de los padres de Rajela.
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