Batya Gur - Piedra por piedra

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Una madre hace saltar por los aires la tumba de su propio hijo. Éste murió durante el servicio militar, víctima de una macabra broma. En la tumba se habían esculpido las usuales palabras anónimas que se emplean en estos casos: «Caído en acto de servicio». Pero la madre no lo acepta. En la tumba de su hijo tiene que ser grabada, bien visible para todos, la verdad: «Asesinado por sus superiores».
Éste es el comienzo de una larga serie de desesperados intentos por parte de Rajel para que se haga justicia. Como en otras novelas de Batya Gur que no pertenecen a la serie policiaca de Michael Ohayon, por la que es conocida en España, se ponen al descubierto las contradicciones y el lado oscuro de la sociedad israelí.

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También se había preguntado qué es lo que a ella le gustaba de él, de Yánkele, una vez que hubo desaparecido la magia -tan denigrante en su miseria, si se analizaba bien la cuestión- del halo del monitor que la había escogido precisamente a ella, y después de reconocerse a sí misma que ese halo había sido la mayor baza de él, así es que más tarde quizá fuera la posibilidad de hallar refugio a su sombra y la creencia y la esperanza de que así podría borrar su sensación de desarraigo lo que la había llevado a aquella vida, de la que nunca estaba segura de que fuera la más correcta, la más justa ni la más adecuada. Después de todo, se había dicho a sí misma durante los últimos años, antes todavía de lo de Ofer, el sentimiento más fuerte en ella era el deseo de ser como los demás, la necesidad de ser aceptada, de ser tenida en cuenta, de ser como todos e incluso más como todos que todos ellos. Ahora, esa necesidad no podía perdonársela, porque ni siquiera entendía su razón de ser, ya que desde siempre había sido una persona aceptada y había estado completamente protegida por el simple hecho de pertenecer a la familia que le había tocado en suerte. ¿Por qué, entonces, no era capaz de oír aquellas voces que desde su interior intentaban alejarla de sus dudas existenciales mientras pretendían hacerle ver la armonía que reinaba alrededor de aquella gran mesa, a pesar de que allí nunca se hubiera dicho nada realmente significativo? Y resultaba que ahora había encontrado a ese extraño vigilante nocturno, ese hombre de pelo largo y blanco, recogido en una coleta, con la barba corta y blanca también, cubriéndole la mitad inferior del rostro, con la boca pequeña y con unos labios muy gruesos asomando en medio de una especie de desnudez turbadora, la nariz grande y ancha sobresaliendo de repente, torcida, entre unos ojos demasiado juntos, y sólo con él podía hablar ahora, precisamente con él, a quien hace dos o tres años ni se le hubiera ocurrido dirigirle la palabra, cosa que le parecía verdaderamente imperdonable.

Los grandes faros de una camioneta, que ella no había visto acercarse, iluminaron el portón automático. Boris se levantó de inmediato, presionó el botón desde el interior de la garita y las hojas de hierro del portón se retiraron hacia los lados. La luz de los faros resplandeció en el blanco pelo de Boris mientras éste mantenía una breve conversación con el conductor de la camioneta al que luego dejó pasar en medio del fuerte rugido del motor hacia la calzada interior.

Por esa necesidad de agradar a todo el mundo, pasó lo que pasó con Meirke. Cada vez que Rajela iba al cementerio pasaba por delante de la casita de los padres de él, que todavía seguía allí, pero con una enorme grieta en el muro de la fachada, abandonada y vacía en medio de una parcela muy grande llena de hierbajos. «Revisionistas», le había dicho una vez su padre, en tono de reprobación, cuando los dos pasaban por delante de la casa en una excursión nocturna y vieron la luz amarillenta que titilaba al otro lado de las persianas bajadas, «confían en Begin». Y una vez, la víspera de un sábado, por la noche, después de haber estado jugando, los niños del moshav habían rodeado la casa, Rajela entre ellos, todos agarrados de la mano y ella como parte de aquel enorme corro, y habían estado gritando todo tipo de insultos. Pero Meir, el pequeño Meirke, la quería, precisamente porque había notado en ella, así se lo contó luego en el último curso de instituto, «un carácter revolucionario y rebelde», según sus propias palabras. Pero ella no había querido saber nada de él y le hizo creer que no estaba en casa una tarde que él había ido a buscarla. Desde detrás del visillo lo vio marcharse, encorvado, con su pelo claro -Yánkele era moreno y nada bajo- cubriéndole la nuca, con sus pantalones azules demasiado largos tapándole los zapatos -Meir nunca se ponía sandalias- y hubo un momento en que volvió la vista atrás y a ella le pareció, casi estaba segura de ello, que él había visto su silueta en la ventana. Perdónatelo, se había dicho a sí misma en ocasiones de camino al cementerio, lo mismo que ahora, que, mientras miraba a Boris apuntar con meticulosidad la matrícula del coche y el nombre del conductor, se repetía a sí misma una y otra vez: eras muy joven y no entendías nada. Aunque sabía que no era capaz de perdonárselo. Qué triste y cobarde le parecía su intrusión en el pasado, sus esfuerzos -en los que casi siempre fracasaba- por ocultárselo al mundo. También había sido un error aquel asunto amoroso que había tenido hacía años. La tontería de una mujer cobardona que había decidido confiar en un tipo engreído que era todavía más desdichado que ella con sus miedos y las mentiras con las que protegía su vida que fluía segura y cómoda por el cauce central de la corriente, alguien de quien ella había esperado que le proporcionara una nueva clase de protección en lugar de espabilarse por su cuenta para salir de su tedio como ama de casa, condición esta que cuanto más la soliviantaba más se entregaba a ella. Si ahora se hubiera mirado la cara y el cuerpo en un espejo, éste le habría devuelto la imagen de la anciana que hacía unos años había esculpido en madera: una expresión amarga y recelosa, la mirada clavada en el suelo, el trasero plano y caído, el vientre flácido, grande y vacío, y sólo en la parte superior de los muslos el vestigio de una vida llena de deseos, la vida de una mujer que había luchado siempre y que ahora se preguntaba para qué. Esa escultura la había escondido en un rincón de su estudio y no se había atrevido a enseñársela a ningún extraño, porque Yánkele la odiaba y los niños torcían el gesto cuando la veían. Y eso que el rostro y el cuerpo de la mujer estaban inspirados en la figura de su madre, hecho que también disimuló como pudo, y después cubrió la escultura con una sábana vieja, aquella obra que quizá fuera la más sincera y atrevida de todas, y no la llevó a ninguna exposición, en un intento por mantener el equilibrio entre el deseo de ser ella misma y el de no pagar un precio por ello. Toda su vida se la había pasado mintiendo para resultar agradable a los ojos de Dios y a los de los hombres, mintió a los demás y se mintió a la parte más auténtica de sí misma, a la que desde hacía años estaba harta de las cenas familiares de la víspera del sábado y harta de los constantes esfuerzos de sus padres por satisfacer a todo el mundo. «Pero ¿qué tiene eso de malo?», le preguntaba Yánkele, «¿por qué eres alérgica a todo el mundo? ¿Por qué eres incapaz de disfrutar de la deliciosa comida de tu madre y de que estemos todos juntos? ¿Qué es lo que quieres? ¡Dilo!». Pero ella callaba y se sentía culpable. Porque no sabía expresar con palabras lo que de verdad deseaba, ni tenía con quién hablar acerca del vacío que sentía, porque el ruido, el alboroto y todo el trabajo que rodeaba aquellas cenas tenían, en realidad, el único propósito de ocultarlo.

Sobre Yánkele, en realidad, no podía decirse nada negativo, pero tampoco nada positivo. Porque no basta con ser un hombre bueno y sensato, un trabajador de la tierra muy justo con sus obreros, modesto, buen padre y marido modélico, que con sus propias manos le había construido una casita para que tuviera un sitio en el que trabajar y que iba a ver las obras que ella esculpía, que se interesaba por lo que hacía y no miraba a otras mujeres, además de soportar con suma paciencia las negativas de ella a participar en las veladas de canto en grupo, y que esperaba a que se le pasaran aquellos ataques de rebeldía, como él llamaba, por ejemplo, al hecho de que ella se negara a hacer un viaje organizado a Egipto.

Aunque también habían pasado por momentos de amargas riñas, como la vez que ella se había negado a asistir a la boda del hijo de los vecinos.

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